COVID 19 desde Argentina
Clara P. Klimovsky
12 de marzo, 20:13 hs
Hay pandemia de coronavirus. Escucho en la radio que el ministro de finanzas de Japón les pide a los ancianos de su país que no demoren en morir para ahorrar fondos que gastarían en vano. Una amiga me cuenta, espantada, que una profesora del colegio donde ella misma enseña, dice, frente a sus alumnos, que en Italia sucede lo que sucede porque los italianos son iguales a los argentinos: no siguen las reglas. En EE.UU. y en Italia falta papel higiénico. Acá también está empezando esa locura. En pleno brote de dengue, el precio del repelente de insectos, en esta ciudad, se fue a las nubes y no hay alcohol en gel en las farmacias. Suspenden recitales, exposiciones, encuentros, posiblemente suspendan la marcha del 24 de marzo. Empezamos a cambiarnos de mesa si alguien nos estornuda cerca. Mañana dejaremos de tomar mate con quienes lo compartimos a diario. Más tarde dejaremos de saludarnos tendiendo la mano, y luego dejaremos de besar a quienes amamos. Ojalá no perdamos el cerebro en esta centrifugadora en la que estamos entrando.
13 de marzo, 20:16 hs
Hay pandemia de coronavirus. Empezó también la pandemia de la paranoia. Te cierro la puerta del ascensor para que no subas conmigo. Te insulto y te saco de la farmacia —¡la farmacia!— porque estornudás y no importa si te tapaste la boca correctamente o no. Te maltrato en el colectivo porque tosés un poco. Te empujo en la cola del supermercado para que no te me acerques… Por suerte, mi vecina usa un perfume bien fuerte y con él no solo nos aromatiza el ambiente sino que también mantiene lejos a los mosquitos del dengue.
20:40 hs
Tal vez, y solo tal vez, cuando todo esto pase, nos calmemos y vivamos la nueva normalidad, alguien podrá explicar el desaforado amor por el papel higiénico que surgió en estos días.
18 de marzo, 16:28 hs
Hay pandemia de coronavirus. Hoy tenía turno con la endocrinóloga y fui. Luego de retarme diez minutos —aproximadamente— en la puerta del consultorio, escuchó mis razones para estar allí y farfullando un poco, me hizo pasar. Revisó análisis, ecografía, me revisó a mí y, al final, dijo: “Hiciste bien en venir, pero te vas a tu casa y te encerrás”. “Sí, mi capitana”, respondí. Y nos despedimos con una carcajada. Pero lo importante no es la consulta sino el viaje. Auto Remis de la empresa que tiene parada frente al edificio en el que vivo. El chofer me conoce desde hace años y debemos tener más o menos la misma edad, tal vez él es un poco menor. Cuando le dije que iba a la Clínica, me preguntó si finalmente habían cerrado la Universidad. Le expliqué que no, que el rector y demás autoridades —salvo contadas y honrosas excepciones— no quieren dar la imagen de Universidad vacía y entonces los docentes y nodocentes debemos ir a atender a nadie. Pero… —dijo y me miró por el retrovisor—, ¿vos no vas? No, respondí, estoy dentro del grupo de riesgo por razones de salud. Ah, dijo sin preguntar más. No hay un alma en las calles —acotó cambiando el encare de la pandemia—, el gobierno debería hacer algo en serio, no podemos seguir en la calle trabajando. Acaban de anunciar toda la cantidad de plata que va a poner en obra pública, lo que les va a dar a las Pymes pero nosotros, los monotributistas,1 no existimos, ¿no? Deberían pensar en nosotros. Yo sé que detesta al gobierno actual porque él mismo me lo ha dicho en varias ocasiones. Cuando termina su exposición le cuento que, entre las medidas que se están discutiendo, está el sueldo solidario. Me pregunta qué es, le explico las distintas versiones que he escuchado y leído al respecto. Y sin dudarlo afirma: “Exacto, deberían cubrir nuestras pérdidas”. Es decir, subsidiarlos el tiempo que dure esta situación, le digo. “Así es”, afirma. O sea, pasarías a ser el beneficiario de un plan del Estado, como los que reciben la AUH. Me mira por el retrovisor, callado. Y dos cuadras más adelante, por fin, dice: “Pucha, sí”. ¿Entendés ahora?, le pregunto mientras le pago. Lo saludo y entro a la clínica para que me reten por haber salido de casa.
22 de marzo, 05:20 hs
Hay pandemia de coronavirus. Uno de mis vecinos, al que llamaremos don V, tiene ochentaytantos años largos. Vive solo desde que falleció su esposa, en un departamento de un dormitorio, que está junto al mío. Su único hijo vive a unas cuatro cuadras del edificio en que vivimos. Don V se levanta temprano y sale. Me entero de esto porque su modo de cerrar la puerta es golpearla. Y el portazo con la puerta del ascensor certifica su partida. Algunos días, alrededor de la hora del almuerzo, regresa con una bolsita de comida, comprada en la rotisería de los griegos que está a mitad de camino entre la casa de su hijo y el edificio. Otros, regresa a la noche, a eso de las nueve, nueve y media y, después del portazo, enciende el televisor. A todo volumen. Porque don V escucha muy mal. Entonces, todo en su casa suena a volúmenes increíbles. Incluida su voz. Don V y yo no simpatizamos, para nada. Hemos tenido algunos cruces desagradables cuando su nieta era pequeña y él la mandaba al palier a jugar a la pelota, que terminaba dando contra mi puerta: o cuando su hijo, para no molestarlo a él, salía a fumar, se paraba frente a la puerta de mi departamento y terminaba tirando en mi limpiapiés la ceniza y la colilla. Estamos en aislamiento preventivo y obligatorio, porque hay pandemia de coronavirus. En cuarentena, para ser sintéticos. Y don V, va de su casa a la de su hijo, todos los días, y se queda charlando en el palier con quien encuentra. No me atrevo a preguntarle qué hace, por qué no se queda en su casa, o en la de su hijo. Así no está solo frente a cualquier inconveniente. Pero tampoco puedo dejar de pensar que él tiene muchas más posibilidades de contagiarse y enfermarse que yo. Él es puro riesgo. Y sale, va y viene. Anoche llegó un poco más temprano que de costumbre y prendió el televisor, que sonó y sonó y sonó, a volumen altísimo hasta las cuatro y media de la mañana. No es la primera vez que ocurre, ni sé, ni podré saberlo, si se quedó dormido, sentado en una silla o estuvo mirando. Da igual. El sonido de su televisor, sumado al aullido de un nuevo perro abandonado que llegó al complejo en estos días me desvelaron. Pienso en que su insomnio, si de eso se tratara, tal vez es producto de la angustia de saberse en riesgo. Me pregunto si tendrá conciencia de lo que significa quedarse en casa. Si le importará. Pero todas mis dudas con respecto a don V resultan triviales cuando pienso en la familia de un futbolista local que, siendo portadores confirmados del virus, ha estado pavoneándose en estos días, burlando su cuarentena y exponiendo a quién sabe cuánta gente a su propia imbecilidad. Pero como ya sabemos, las imbecilidades múltiples son la contracara de las inteligencias múltiples.
Don V es miembro del grupo de los becarios de la vida, y aunque me parece una estupidez desperdiciar esa beca arriesgándose a una enfermedad mortal, puedo llegar a entender —solo un poco— que ya nada le importe. Él vive tiempo de descuento. Nosotros no.
23 de marzo, 23:30 hs
Hay pandemia de coronavirus. Y la lavandina y el alcohol se han transformado en el nuevo dúo dinámico de nuestras casas. Quién más, quién menos, todos en estos días hemos echado mano a estos elementos, o nos los hemos echado en las manos, por prevención y prescripción. Confieso que el sábado me dio un ataque de limpieza y puse el departamento patas arriba; pasé agua con hipoclorito por los pisos, como no lo había hecho nunca en mi vida; y alcohol, diluido con cuidado, por todos los muebles, manijas, picaportes, lámparas, CDs, adornos, adornitos, marcos de cuadros y retratos, artefactos eléctricos y electrónicos varios, sillas, sillones, perillas de la cocina, enchufes, tarros de la alacena, barrotes del respaldar de mi cama, hasta que me di cuenta de que estaba frotando, con no poca enjundia, el pegote de la etiqueta arrancada hace tiempo de la tapa de uno de los libros que tengo en mi mesa de luz. Me largué a reír. Pero seguí. No terminé con todo, y sé que mañana o pasado recomenzaré la ronda de lavado de pisos, limpieza de vidrios (que no hice) y puertas, y un largo etcétera. Aún me falta limpiar las alacenas y, proeza de proezas, mi biblioteca. Ya sabemos, o al menos nos vamos haciendo a la idea de que la cuarentena no terminará el treinta y uno de marzo. Lo cual garantiza un largo periodo para limpiar, repasar, volver a limpiar y así hasta que termine. La cuarentena, porque la mugre es infinita. Para ese entonces, sobre la mesa de casa, podrá llevarse adelante una cirugía de corazón a cielo abierto.
24 de marzo, 18:12 hs
Hay pandemia de coronavirus. Hoy a la tarde, deberíamos estar en las calles para marchar, como todos los 24 de marzo. A cuarenta y cuatro años del golpe de estado, por primera vez no podemos salir, no podemos caminar juntos, no podemos cantar, no podemos abrazarnos, no podemos llorar y reír acompañados de nuestros afectos, compañeros, conocidos y desconocidos. No hay estado de sitio. Estamos en cuarentena desde el viernes pasado.
Anoche, mientras leía las publicaciones de amigos, de aquí y allá, pensaba en lo que nos puede ocurrir cuando combinamos encierro y miedo. Sin salir de lo doméstico, porque todo nuestro ámbito se circunscribe a casa, sentí que el resultado puede ser como mezclar detergente y lavandina en una botella de vidrio. Créanme, explota.
El encierro nos vuelve sensibles, intolerantes, irritables, nos deprime y nos euforiza, nos envalentona y nos acobarda. El miedo acentúa esas sensaciones de modo exponencial –como el crecimiento del contagio del virus.
En estos pocos, muy pocos, días de aislamiento social (confieso, detesto el término) he leído comentarios muy diversos acerca de cómo actuar frente a quien no lo cumple. Y no me estoy refiriendo a quien no lo cumple porque de salir a la calle depende el ganar unos pesos para comer algo ese día, ni para quienes no tienen otro lugar que la calle para vivir. Me refiero a quienes se juntan en la vereda, aprovechando el inusual calor de estos días, para tomar una cervecita fresca; a quienes, con la excusa de pasear el perro, se quedan charlando con el vecino hasta que el perro termina por orinarles la pierna para avisarles que ya pueden entrar a casa; a quienes van y vienen desaprensivamente de un lado a otro y hacen ostentación de su cuentapropismo existencial; a quienes en nombre de sus derechos individuales se pasan por donde la espalda cambia de nombre el derecho a la salud, ¡a la vida!, de los demás. ¿Denunciarlos? No, porque para un interesante grupo de personas eso no se hace. Eso es ser yuta.3 “No denuncies. Ayudá a tu vecino”, leí anoche en varios muros de FB. El mundo pareció dividirse entre los buenos que no denuncian y los malísimos que lo hacen. Y los malísimos que denuncian, son primero canas, después fascistas y luego milicos asesinos. No exagero una sola palabra. Sabrán disculpar, pero me sentí en caída libre.
En estos días de reclusión, el equilibro es un ejercicio que estamos practicando sin red.
Buena marcha interior para todos, porque la Memoria no se suspende por cuarentena.
Notas
1 Monotributistas son quienes trabajan por cuenta propia, ya sean profesionales u oficios diversos, y pagan mensualmente un impuesto que les permite cobrar legalmente.
2 AUH, Asignación Universal por Hijo.
3 Yuta, cana, son términos del lunfardo para referirse a la policía, y milicos hace referencia a los militares.
Clara P. Klimovsky. Córdoba (Argentina) Licenciada en Letras Modernas, egresada de la Universidad Nacional de Córdoba. Master of Arts, egresada de la University of Maryland, College Park, donde también cursó el doctorado, pero una de las crisis nacionales la disuadió de terminar la tesis y la llevó a trabajar en la administración universitaria, tarea en la que se especializó y de la que vive en la actualidad. Traductora amateur, realizó trabajos para The Nature Conservancy, y otras organizaciones conservacionistas, además de traducir y desarrollar material didáctico bilingüe para diversas editoriales de Estados Unidos, hasta que la crisis estadounidense la dejó sin ese trabajo. Escritora desordenada, tiene comenzados unos cuantos libros que no termina, aunque está trabajando, con ahínco, en un poemario breve que dará a conocer, tal vez, en el presente año. Voraz lectora. Twitter: @ClaraKlimovsky
Posted: March 25, 2020 at 7:14 pm