Sembradíos de maíz
Efraín Villanueva
De pequeña, Mary Flannery O’Connor ocupaba parte de su tiempo libre jugando con crayones. Tenía cierta fijación con las aves, pollos, en particular, a los que dibujaba una y otra vez. En tercero de primaria, una monja de su escuela, la hermana Consolata, la criticó porque lo único que sabía dibujar, y de lo único que sabía escribir, eran pollos y patos. Durante años, encerrada en su cuarto o en el ático de su casa en Georgia, la pequeña O’Connor dibujaba y escribía o escribía historias que luego ilustraba.
Más tarde empezaría a crear caricaturas. En una de ellas, creada cuando tenía nueve años, una madre le reclama a su hija y a su esposo que caminen con la cabeza erguida. La sarcástica niña responde: “Justo estaba leyendo sobre alguien que murió por mantener su cabeza erguida”. A los quince años, gracias a la intervención de Regina, su madre, empezó a formar parte del Peabody Palladium, el periódico de su escuela. Y aunque O’Connor había demostrado que tenía capacidades similares en el dibujo y en la escritura, su respuesta fue: “No sé escribir, pero sé dibujar”.
Una dinámica similar continuaría en sus años en la Universidad Estatal de Georgia para mujeres. Publicó algunos poemas de los que años más tarde se avergonzaría a pesar de que sus maestros alababan sus dotes de escritura. Katherine Scott, su profesora de inglés, aseguraría que O’Connor era “una genia, algo torcida, pero genia”. Hallie Smith, su profesora de Composición Avanzada, la animó a publicar en Corinthian, una revista literaria de la universidad. Una de sus primeras historias publicadas fue Elegance Is Its Own Reward (La elegancia es su propia recompensa), sobre un esposo que asesina a sus dos esposas. Firmaba sus textos bajo el nombre: “M. F. O’Connor”.
Pero fue la caricatura, nuevamente, el arte que atrajo su atención. George Haslam, su editor en Palladium, la invitó a ser la caricaturista del Colonnade, el periódico de la facultad. Su trabajo fue tan bien recibido que el periódico local la entrevistó sobre su proceso creativo. O’Connor aseguró que lo primero que hacía era capturar un conejo (una buena idea) y asociarlo con algún evento actual. Sus caricaturas las firmaba con un monograma que, a partir de sus iniciales, pretendía ser un ave. Betty Boyd Love, su mejor amiga, escribió: “Puede que pareciera un ave. Pero estoy segura de que ella habría dicho que era un pollo”.
En su último año en la universidad, en 1944, su profesor de filosofía, George Beiswanger entendió que O’Connor “era una escritora innata y que ese era su camino”. Beiswanger le sugirió que se inscribiera en la escuela de periodismo de la Universidad de Iowa. O’Connor siguió su consejo, anticipando que sería el comienzo de su carrera como caricaturista política. Beiswanger, egresado de Iowa, logró no solo que fuese aceptada, sino que recibiese una beca completa. Ningún miembro de su familia había salido del sur de Estados Unidos y no conocían más que las tradiciones de las entrañas del sur. A pesar del escepticismo, O’Connor partió con rumbo al medio oeste estadounidense.
El taller de escritores
Paul Engle fue el principal promotor del Writers’ Workshop de la Universidad de Iowa, el programa de maestría de escritura creativa más prestigioso de los Estados Unidos. Para Engle, la escritura, igual que la pintura, la música, la escultura, merecía y necesitaba su lugar en el ámbito académico. “Si la mente puede ser honrada allí, ¿por qué no la imaginación?”, preguntaba. Más que enseñar a escribir, el objetivo del taller es identificar potenciales escritores y apoyar el desarrollo de sus habilidades en un ambiente en el que puedan dedicarse exclusivamente a ello.
Una tarde del otoño de 1945, Engle escuchó tímidos llamados a la puerta de su oficina. O’Connor tomó asiento y explicó el motivo de su visita en un acento sureño demasiado marcado que Engle no logró entender. O’Connor repitió. Engle seguía sin comprender, así que le ofreció un cuaderno y un bolígrafo y le pidió que escribiera su solicitud: “Mi nombre es Flannery O’Connor. No soy una periodista. ¿Puedo hacer parte del Taller de escritores?”
En su primer semestre en la universidad, O’Connor tomó cursos para escribir y proponer textos para revistas, arte comercial y ciencias políticas. Continuó trabajando en sus caricaturas, pero desistió en enviar propuestas a The New Yorker (todas rechazadas), pero sí a otras revistas y al Departamento de Arte. Su intención era ingresar al curso de Dibujo Avanzado y pulir sus habilidades. Pero finalmente decidió dar un giro y así fue como llegó a la oficina de Engle. Al día siguiente, le envió una muestra de escritura. En la primavera de 1946, Engle, entusiasmado, la transfirió al taller.
Iowa City
Hoy, setenta años después, Iowa City continúa siendo un enclave universitario en medio de la nada estadounidense. Una ciudad que solo lo es por el nombre, pero que es más un pueblo en el que casi la mitad de sus habitantes son estudiantes. Un oasis rodeado de planicies, de granjas de maíz y más planicies y más granjas. Para Engle, este era el lugar perfecto para que los escritores “pudieran ser ellos mismos, confrontar los peligros y esperanzas de sus talentos […] Es alentador hacerlo en un lugar donde saben que otros enfrentan las mismas penurias”. ‘La Atenas del medio oeste’, la llamaban.
El ambiente de tranquilidad que ofrece Iowa City para los escritores que la visitan o habitan en ella, es, a la vez, aislamiento. La ciudad más cercana sigue siendo Chicago, a cuatro horas en auto, cinco o seis incluyendo paradas y la reducción de velocidad durante el terrible invierno de la zona. O’Connor experimentó ambas sensaciones. Fue la primera vez que sintió lo que era en realidad extrañar su hogar. Su fórmula para vencer la nostalgia era escribir diariamente a su madre y acudir a la iglesia católica del campus. “Fui allí durante tres años y nunca conocí a nadie, ni siquiera a los curas, pero no era necesario. En cuanto entraba por la puerta, me sentía en casa”.
En Iowa City, O’Connor supo aprovechar lo bueno y lo malo que le ofrecía la ciudad. Para una de sus clases escribió El geranio, sobre un viejo que se muda a un barrio bajo de Nueva York, una historia que esconde su propia experiencia por fuera de su hogar. Animada por Engle, O’Connor envió el texto, y otros tantos, a diferentes medios. Accent, una revista que gozaba de cierto prestigio entre los miembros del taller, la publicó. O’Connor, por primera vez, se vio así misma como una escritora de ficción.
A la hora de escribir, empleaba una disciplina religiosa. Siempre en el mismo lugar, siempre a la misma hora y solo dos horas porque “esa es toda la energía que tengo […] El hecho es que, si no te sientas todos los días, el día en que llegue [la inspiración] no estarás preparado”. Como lo había hecho antes, O’Connor creó una nueva firma para sus textos, aunque esta vez le pidió permiso a su madre: “Flannery O’Connor”. Su idea era deshacerse del doble nombre que, le parecía, exageraba su origen sureño. Mary O’Connor le sonaba a nombre de lavandera irlandesa y, preguntaba con humor, “¿quién querría leer las historias de una lavandera irlandesa?”
Siempre tímida, O’Connor hizo muy pocas amistades en Iowa, pero todos sus compañeros, maestros y escritores invitados reconocían su gran talento, su vocación por la escritura. Fue en Iowa City en donde escribió algunas de sus historias más recordadas e inició Wise Blood, su primera novela. Luego de graduarse, O’Connor admitió que tener un título en escritura creativa no necesariamente facilita la vida de un escritor: “Igual tiene que abrirse paso en el terreno inhóspito de su propia alma; un proceso desalentador, eterno y solitario”. Pero al menos, aseguraba, salva a muchos escritores, a los verdaderos, de convertirse en académicos con doctorados en literatura o en pobres o locos recluidos en manicomios.
En 1960, cuando su carrera literaria ya gozaba de prestigio y reconocimiento, O’Connor fue invitada por la Universidad Estatal de Georgia para mujeres a hablar sobre ficción y su propia experiencia como escritora. De acuerdo con Brad Gooch, uno de sus biógrafos, O’Connor dejó entrever algunas inseguridades que la habían acompañado desde siempre: “Cuando me siento a escribir, un lector monstruoso se abalanza y se sienta a mi lado y murmura sin parar ‘No lo entiendo, no lo veo, no lo quiero’. Algunos escritores pueden ignorar esta presencia, pero yo nunca he aprendido cómo”.
Referencias:
Flannery–A Life of Flannery O’Connor (Little, Brown and Company, 2009), de Brad Gooch
The Writer and the Place, de Paul Engle
Efraín Villanueva. Escritor colombiano radicado en Alemania. Su primer libro, Tomacorrientes inalámbricos (2018), fue galardonado con el Premio de Novela Distrito de Barranquilla. Su primera colección de cuentos, Guía para buscar lo que no has perdido 2019), fue ganadora del Concurso Nacional de Cuentos de la Universidad Industrial de Santander. Sus trabajos han aparecido, en español y en inglés en publicaciones como Granta en español, Revista Arcadia, El Heraldo, Vice Colombia, Literal Magazine, Roads and Kingdoms, Little Village Magazine, entre otros. Su Twitter es @Efra_Villanueva
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Posted: April 30, 2020 at 9:01 pm
Excelente texto.