Flashback
La andanza de Lejeune

La andanza de Lejeune

Alejandro Arras

A partir de finales del siglo XV, América se convirtió en territorio propicio para la llegada de aventureros y, en consecuencia, de testimonios extranjeros. Las memorias de Bernal Díaz del Castillo y las Cartas de relación de Hernán Cortés inauguran, en México, un hito literario, el comienzo de una nueva literatura. Paradigma por el cual Carlos Fuentes llamó a Díaz del Castillo “nuestro primer novelista”. [1]

La colección Mirada Viajera, editada por la extinta CONACULTA, es un curioso coro de libros que nos permite oír algunas presencias de esta hilera de voces. Desde Nuevo reconocimiento de las Indias Occidentales de Thomas Gage, Viajes por México durante los años de 1843 y 1844 de Albert M. Gilliam, Mi viaje a México o el colono de Coatzacoalcos de Pierre Charpenne, Aquí y allá en Yucatán de Alice Dixon Le Plongeon, Un país familiar de Katherine Anne Porter o hasta la celebrada antología de José Iturriaga de la Fuente, Anecdotario de viajeros extranjeros en México: siglos XVI-XX, por mencionar unos cuantos, conforman este monumento editorial.

Uno de los títulos más llamativos de la colección, y al que quiero dedicar este breve ensayo, es Tierras Mexicanas del curioso francés Louis Lejeune, diarista que registró asombrosos instantes y se embarcó en una quimérica y delirante aventura.

Lejeune arribó a México en pleno porfiriato, alrededor de 1882. Según Auguste Génin, en Les francais au Mexique (1933), Lejeune vivió en México por más de treinta años y a su llegada realizó una serie de conversaciones literarias que tuvieron éxito ante un público reducido. [2] Colaborador de Le Correur de Mexique —periódico destacado de la colonia francesa—, Louis Lejeune fue experimentado en un variado tipo de suertes: buscador de minas, de campos agrícolas, negociante, cazador, chacharero, amigo de los franceses que fundaron el Banco Nacional Mexicano y, para mí sorpresa, testigo cercano de la última lucha que Gerónimo enfrentó contra Estados Unidos y México. Sus odiseas quedaron registradas en un espléndido diario publicado en 1912, bajo el título original de Terres Mexicaines, [3] y traducido finalmente al español en 1995 por Michel Antochiw y Rocío Alonzo. [4]

Esta ventana de instantes se divide en cuatro piezas sucesivas: los testimonios en la frontera norte, estampas de las tierras del sur, reflexiones en torno a lo que él llamó “el problema agrario” y una última parte dedicada específicamente a las minas. Sin duda, es la primera pieza la que resulta más memorable y de la que quiero hablar aquí. 

Lejeune emprende un arriesgado viaje, como pájaro que picotea el suelo, de aquí a allá, en busca de minas, hallazgos, tratos… Atraviesa los estados de Sonora, Chihuahua, Nuevo México, Arizona y Texas. Frontera herida y medio abandonada por la que personajes de muchos países habitan sedientos. Las descripciones de estos paisajes, las gentes, las escenas y cotidianidades surgen fascinantes a lo largo de las páginas. Así comienza Tierras Mexicanas, una mañana en la Sierra Madre, alrededor de 1886:

Aparto el pedazo de lona que cubre mi cabeza. Es el alba. Se distingue el contorno de un cerro; enfrente y sobre la nieve de su flanco, la raya negra de un barranco precisa como la talla de una piedra grabada (…). Se estira sobre las llanuras de Chihuahua, por un momento blancas, pero de pronto secas, doradas… una inmensa extensión de pasto maduro.

Breakfast ready! Sorry, sir, but you must get up”. Es el cocinero negro que anuncia el desayuno. La tela que me abrigaba se halla tiesa y cubierta de finas espinas blancas. Los pinos están blancos. Es invierno; poco importa, antes de dos horas será verano.

Mis botas están duras como la madera. Me las pongo no sin esfuerzo, y voy al arroyo vecino que anoche nos arrulló con su canto claro hasta que hacia la una de la mañana se quedó silencioso. Ahora sé por qué; para bañarme, debo romper una capa de hielo.

El mozo que antes del alba se marchó en busca de las bestias, regresa. Amarramos los caballos y nos sentamos cerca del fuego a desayunar tocino frito y café. Después, hay que enrollar las cobijas, ayudar a cargar las mulas y ensillas el caballo.

Acompañado de varios hombres, la travesía continúa por la pradera de Sonora, el valle de Las Tarraizas, Bavispe, Ojo Caliente, El Paso, Nogales, Cocóspera… Pisan el mismo suelo en donde el marqués de Pindray y su gente se instalaron en 1852. Las circunstancias de este paisaje empujan al diarista a retratar emociones que condensan algunos de los puntos más profundos de la condición humana. Más allá, Lejeune conoce algunas historias de los territorios que visita y continuamente evoca el pasado español de los desolados horizontes. La prosa, por su parte, no es la del simple diarista que toma notas sino la de un narrador con ambiciones literarias. Esto lo distingue de entre otros diarios de su época. Bajo esta sensibilidad surgen instantes como el siguiente, al referirse a los músicos de un poblado cerca de Bavispe, estampa que le sacará una sonrisa a cualquier apasionado en la historia de la música:

Cantan día y noche como cigarras, al son de las guitarras. Viejas canciones de amor ascienden en el aire puro con notas tan agudas, en tonalidades tan altas y tristes, que semejan el eco del canto de los muessines moros, un eco que se repite desde Córdoba hasta Sonora por el tiempo y el espacio.

En cierto momento, Lejeune se desprende de su manada de gambusinos e inicia la primera cabalgata a solas. Va hacia una mina abandonada debido a las guerras apaches, llamada La Mexicana, montado en su consentido Moro. Más adelante, tras un breve descanso en Arizpe, el jinete sufre una emboscada por parte de un grupo de apaches:

El campo semeja la sección de un círculo en el cual los apaches siguen el arco y yo la cuerda. Imposible desviarse a la izquierda debido a los pedregales y a un profundo cañón. ¿Regresar a Chinapa? Ni pensarlo. Solo se trata de llegar primero al lugar de intersección del arco y la cuerda… ¡Asunto ganado! Lo siento por los pasos largos del Moro, ágiles, regulares como los de un favorito derby en la última curva. El buen animal no reduce la velocidad más que en una subida, muy adelante, en pleno terreno descubierto.

A salvo, se resguarda en casa del acaudalado sonorense Pancho Acuña. Con cerca de sesenta jinetes, al mando de Acuña, se une a una nueva comitiva y explora sitios inéditos. Establecen un campamento en un lugar denominado Oso de Oro. La exploración deviene en una cuenca que el francés describe asombrosa y azul. El diario, en este punto, no da pistas claras de dónde se halla y un pie de página explica que quiere mantener guardado su secreto. Las páginas brincan varios meses, de regreso a Arizpe, donde continua sus búsquedas. Luego, nuestro aventurero sale rumbo a la infernal población de Tombstone, Arizona, y a los pocos días se une a las tropas del General Henry Ware Lawton para seguir la pista de Gerónimo.

Tras un mes sin entradas —sin saber qué sucedió en la persecución del jefe chiricahua—surge un Lejeune completamente solitario, despojado del Moro, que avanza por el desierto de Arizona. A esta altura, la narración se torna dramática. Un hombre temeroso a morir:

Caminando antes del alba, con la garganta seca, la cabeza adolorida y llena de quimeras y sueños… ¿Estoy en América, en el siglo XIX, o en el desierto de los amalecitas, en tiempos de los Jueces?

Diez días después:

Largas horas de lenta caminata en dirección al noroeste. Arcillas, gravas, arenas. Nada se mueve en estos espacios en los que el sol calcinó la tierra, desmenuzó las piedras, suprimió las plantas. Ni una gota de agua en mi cantimplora. Si me equivoqué de rumbo moriré mañana.

Finalmente, este Ulises arriba a un campamento en los alrededores de Tombstone que le salva la vida. Se hospeda varios días en este pueblo recién construido, repleto de rancheros, cowboys, industriales, asesinos, cazadores de cabelleras. Nos deja un maravilloso retrato de la gente que por aquí cruza y la última entrada de esta primera parte termina por decir que volverá a Sonora… Hasta ahí. El diario se detiene y pasa a la parte dos, dedicada a las tierras del sur.

Resulta de suma curiosidad encontrarse en estas páginas a personajes como el novelista escocés Robert Louis Stevenson quien luce a cuadro como un tipo astuto que sabe defenderse de los estafadores del Far West. Son mencionados también Luis Terrazas, el General George Crook o hasta el rumor del sanguinario Capitán Glanton, villano de la gran novela histórica de Cormac McCarthy, Blood Meridian.

 

Escena en el campamento de Gerónimo… antes de rendirse al General Crook, 27 de marzo de 1886: grupo de 18 hombres, mujeres y niños. Copyright 1886. By C. S. Fly, Tombstone, Ariz. La fecha sellada para el depósito de derechos de autor es el 17 de abril de 1886.

 

Este diario, además, es un manual para viajeros. En su interior se explica cómo hacer adecuadamente un campamento, qué armas y herramientas cargar, cómo cocinar, consejos para cazar, vestir, etc.

No es de sorprendernos que el polímata Auguste Génin, en su Les francais au Mexique, se ocupe de Lejeune hasta la última parte de su índice, titulado Les fantaisistes, les originaux, les irréguliers. Se refiere a Louis Lejeune de esta forma:

Un explorador valiente, un jinete incansable, muy inteligente y muy educado, podría haber hecho una fortuna como tantos otros. Como resultado, carecía de ciertas cualidades, incluido el amor por el trabajo realizado en momentos determinados. (…) También le faltaba el espíritu de continuación y constantemente hacia nuevos proyectos, todos ellos con una dimensión interesante, los cuales ciertamente podían dar buenos resultados, pero también todos basados ​​en el golpe de la suerte, de la “bonanza” en una mina, la cosecha extraordinaria, el premio gordo de la lotería. En una palabra: soñó, y soñó amplio (…). En agricultura, soñaba con encontrar por centenares las maravillosas orquídeas por las que Madame de Rothschild pagaría cincuenta luises por docena. Pensó en exportar mangos que se venden, a una libra la pieza, en los grandes restaurantes de Londres. (…) Sus libros perdurarán. Podemos compararlos, con respecto a México, a lo mejor de Lucien Biart, un fantasioso también.

Este original aventurero dejó una notable obra: Tierras Mexicanas, la cual se puede adquirir escarbando en librerías de viejo o consultando la biblioteca de Don José Luis Martínez donde se encuentra casi toda la colección Mirada Viajera.

Falta mucho por descubrir acerca de la vida Louis Lejeune. Sus textos publicados en Le Correur de Mexique aún no se traducen al español. Nunca he visto un retrato fotográfico de este curioso francés y apenas sé de algunas otras referencias.

Lejeune vivió una vida al límite, una vida mitad viento, mitad sueño. Prefería dormir bajo los álamos en vez de trabajar ante un escritorio o ser un hombre citadino, con rutinas y horarios petrificados. Fue un apasionado de la andanza y los paisajes. En su diario lo dejó claro: “Soy como los apaches de San Carlos: prefiero la libertad en la montaña”.

Notas:

[1]Carlos Fuentes, “Épica vacilante de Bernal Díaz del Castillo”, en Valiente mundo nuevo, México, fce, 1990, p. 71

[2] Es muy probable que el polímata e industrial Auguste Génin conoció personalmente a Lejeune mediante al director del Correur de Mexique, Henri Henriot. En su libro de biografías también se menciona un transitorio encuentro entre ambos en Torreón, Coahuila.

[3] Terres Mexicanes, Louis Lejeune. M. Guillot, 1912

[4] Tierras mexicanas. CONACULTA, 1995. Traducción de Michel Antochiw y Rocío Alonzo. Prólogo de Héctor Cuauhtémoc Hernández Silva.

 

Imagen de portada: Charles-Marion-Russell: Medicine Man (1916, Creative Commons)

 

Alejandro Arras (Ciudad de México, 1992), escritor y editor. Ha publicado en las revistas Punto de Partida y Siempre! así como en los suplementos culturales La Jornada SemanalConfabularioEl Cultural y El papel literario. Twitter: @alejandroarras.

 

 

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Posted: January 22, 2021 at 4:36 am

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