Essay
El especial de siempre
COLUMN/COLUMNA

El especial de siempre

Miriam Mabel Martínez

Lo siento, yo quiero un pan de muerto que no sepa al pan cotidiano, que no sea cotidiano sino que sea especial; que no lo coma en cualquier cafetería ni de prisa, ni como si fuera una concha o un bigote. No quiero que se convierta en el pan que incluya mi desayuno exprés.

¿Cuándo el pan de muerto dejó de saber a pan de muerto? El sabor a anís con naranja, el olor a azahar que se metía por la nariz hasta mi cerebro, cada noviembre, se desvaneció. Se esfumó como desapareció la rutina celebratoria del Día de Muertos; era anual, sí, pero me gustaba que esa otra rutina irrumpiera en la cotidianidad. Dos rutinas distintas que a ritmos distintos se compaginaban. Una guardaba silencio para que el tiempo de la otra sonara en mi día a día.

Llegaba noviembre y las visitas al Mercado de Jamaica se coloreaban de naranja. Sólo sucedía una vez al año, aunque nosotras íbamos cada mes a comprar flores. A mi hermana y a mí nos gustaba acompañar a mamá, primero comíamos unas deliciosas flautas de barbacoa y luego recorríamos la nave llena de flores, rosas, claveles, dientes de león, aves del paraíso… hasta que llegábamos a la sección de los nardos, los crisantemos y la nube. Siempre comprábamos muchas flores para honrar todo el año a los muertos de mi mamá. Las tumbas de los que luego entendí también eran mis muertos, rebosaban de flores frescas; pero sabíamos muy bien que el 2 de noviembre era especial. Y nos íbamos a tempranito a Jamaica y mi madre sumaba cempasúchil a los ramos de siempre; recorríamos contentas el mercado que lucía especial y también olía a Día de Muertos.

Eran días de fiesta.

Y luego nos deteníamos en cualquier panadería para comprar pan de muerto. Todas las panaderías lucían dibujos alusivos en sus vidrios; las charolas estelares eran ocupadas por pan de muerto azucarado y el sencillo, con ajonjolí. No teníamos la presión de ir a una en específico, ni alguna en especial preparaba el pan de muerto diferente, ni mejor. El pan de muerto simplemente era peculiar, lo sabía mi paladar y a mí me gustaba que ese sabor solo sucediera una vez al año, como también solo una vez al año, en la escuela, poníamos una ofrenda y el periódico mural se atascaba de las calaveritas que escribíamos en verso sobre nuestra comunidad. No se publicaban las mejores, se publicaban las de todos los que querían participar. También nos divertía hacer nuestro propio papel picado, supongo que lo podíamos comprar, pero esa opción no se me ocurría; tampoco a mis compañeros. Supongo que nuestras madres sí y que, simplemente, nunca nos preguntamos a qué hora hacían esas complicadas escenas que adornaban las ofrendas caseras. Todo era parecido y a la vez nada era igual. ¿Cómo sucedía? Me divertía hacer, y mi hacer era distinto al de mis amigos, aunque usáramos las mismas tijeras e intentáramos copiarnos. Era divertido intentar y hacer. Tan divertido como lo fue durante mi infancia hacer piñatas con mi amiga María Fernanda, guiadas por su mamá, Leticia, mejor conocida como “la doctora”.

Me gustaba cortar papel de china. También me gustaba esforzarme en inventar “versos sin esfuerzo”, como los que veía le decía Canito a su papá en las caricaturas; eran rimas pero debían contar la historia de cómo la “flaca” de había llevado al protagonista de la calaverita. Me gustaba ir al panteón a dejar flores y que en ese día mi abuela preparaba ese mole delicioso que anunciaba la celebración. Luego, la observaba a ella y a mi madre poner la ofrenda, que nunca era igual pues aunque siempre tenían los mismos elementos, las fotos y veladoras variaban. Siempre, también, me tocaba una calaverita de azúcar con mi nombre. Disfrutaba que mi mamá me llevara a comprarla para toda la familia y me sorprendía siempre descubrir más nombres.

Sabía, no porque lo contaran ni porque lo presumieran ni porque lo atestiguara, que en otras casas también había ofrendas, y la certeza de que todos compartíamos una misma celebración me entusiasmaba. No me intrigaba ni requería ver las otras ofrendas, simplemente me emocionaba saber que eso que hacíamos en casa se replicaba en otras en todo el país. Cada quien tenía a sus muertos y los esperaba, incluso yo. Me gustaba la expectativa, que esos preparativos tuvieran su presentación solo dos días. Esa brevedad aumentaba la intensidad. Solo 1 y 2 de noviembre y ya. La ofrenda se quitaba cuando las velas se derretían. Me gustaba que para el 4, las charolas estuvieran vacías de pan de muerto y que ya solo exhibieran conchas, ojos de pancha, bigotes y moños, que a pesar de también tener azúcar espolvoreada no sabían igual, mi paladar notaba la diferencia y a mí no me quedaba más que asumir que debía esperar un año para volver a oler el pan de muerto.

Un año que, afortunadamente, estaba lleno de otras fechas especiales llenas que comidas y acciones especiales, como las posadas y las piñatas y el ponche, como el bacalao para Navidad, como el pavo para el Año Nuevo, como el chocolate y la deliciosa Rosca de Reyes para el 5 de enero, como los tamales para el 2 de febrero, el día de la Candelaria, con el pollo horneado bajo piso que le preparaba mi abuelo a mi hermana en su cumpleaños, o después con el menú Cuaresma, que empezaba en el Miércoles de Ceniza y terminaba con la Semana Santa, seguido de los huevos de Pascua. Y siempre algo distinto, como los abriles llenos de tacos de escamoles en el ranchinto de mis tíos Agustín y Ángela en el estado de Hidalgo, o los mayos atascados de mango en todas sus presentaciones que se cosechaban en la finca de mi abuelo a orillas del Papaloapan. Luego llegaba mi cumpleaños con el mole y el arroz rojo de mi abuela; y luego el cerdo con verdolagas, o las verdolagas en todas sus variantes que eran tan extensas como la época de lluvias. Y luego las fiestas veraniegas alrededor de la cosecha de maíz con los tíos Agustín y Ángela con mucho pan de elote, tamales de elote dulce y salados, esquites y elotes asados o con mayonesa o nomás así, hasta que llegaban las fiestas patrias con su pozole y tostadas de pata, que anunciaban que la cercanía de octubre con sus calabazas dulce y luego ya, otra vez, estaríamos en el Mercado de Jamaica comprando flores para nuestros muertos.

No sé qué pasó ni cuándo, pero de pronto no solo yo me hice adulta, sino que en la panadería la oferta se amplió tanto que se homogeneizó. ¿Por qué limitarnos a comer pan de muerto durante la celebración si podemos comerlo durante meses? ¿Para qué limitarnos a degustarlo dos días? Es más, por qué no homologamos su sabor para que no lo extrañemos. Pero, momento, no se trata de que todo el pan sepa a pan de muerto, sino que el pan de muerto sepa como cualquier pan de dulce, así no lo extrañaremos, ni tendremos que esperar, ni notaremos la diferencia.

Supongo que a muchos les alegra y suponen que la inmediatez es uno de los  beneficios de la “prosperidad”; que la posibilidad de satisfacer los deseos y los caprichos es parte del bienestar, que es un logro comer aguacate y mandarina todo el año porque comer lo de temporada es una limitación. Supongo que a muchos les entusiasma que la oferta de panes de muerto se prolongue semanas fuera de los márgenes de la conmemoración; total, de lo que se trata es del placer individual de comer un pan rico, tan rico que ya también se venden los huesitos por separado, porque se ven bonitos y saben igual que cualquier pan.

Lo siento, yo quiero un pan de muerto que no sepa al pan cotidiano, que no sea cotidiano sino que sea especial; que no lo coma en cualquier cafetería ni de prisa, ni como si fuera una concha o un bigote. No quiero que se convierta en el pan que incluya mi desayuno exprés.

Extraño el pan de muerto que solo se horneaba durante pocos días y su precio se ajustaba a todos los bolsillos, que no importaba dónde lo comprabas porque en todos lados era especial y lo sabía tan diferente, tan delicioso, que era el idóneo para nuestros muertos. ¿Cómo transmitirles que los extrañamos si ya hasta su pan sabe a todos los días?

Es octubre, estoy en uno de los tantos cafés de mi barrio que, intentando ser originales, han terminado pareciéndose aunque sus precios cobren una originalidad tan fake como su exclusividad . Me niego a comer pan de muerto, aún no es el día. Me niego a comer pan de muerto como un vil sustituto del crossaint otrora cuernito; así que no pido un panqué de calabaza “de temporada” para acompañar a un flat white. Está rico, sí, pero preferiría estar en la casa de alguien querido para comer calabaza dulce mientras cortamos papel de china para inventar los modelos propios de papel picado e inventamos calaveritas de los amigos.

Estoy sentada observando a los clientes tomar fotos a sus panes de muertos adornados con petalitos de cempasúchil, mientras esperan a su guía; esta es la primera parada del tour de Día de Muertos, que empieza con un latte descafeinado con leche de almendra y un pan de muerto gluten free, un desayuno continental ad hoc a la temporada, al que le seguirá un paseo por el Mercado de Jamaica con tantas selfies como flores, quizá comerán un taquito de barbacoa para aguantar la caminata por un Paseo de la Reforma repleto de cempasúchil chino que adorna para ahí tomarse más selfies al lado de los alebrijes monumentales, quizá por el mismo precio se incluirá un maquillaje de fantasía, para sumarse a la colectividad de catrinas que pululan por ahí. Me pregunto si las imágenes de sí mismos han sustituido las de sus muertos. Maquillados y disfrazados, luego se prepararán para el gran parade que nos heredó James Bond, tan apoteósico como el de la semana pasada o como el de Star Wars. Los observo comer el pan de dulce tan contentos como se comen su Avocado Toast con chapulines o su yogur de cherries tan bueno para la salud. El agregado de cardamomo a mi panqué anula el sabor de calabaza, también el pumpkin pie sabe a cualquier pie.

¿Cuándo el pan de muerto perdió su unicidad y empezó a saber a lo mismo? Quizá el día que creímos que lo especial debía ser cotidiano.

 

 

Miriam Mabel Martínez es escritora y tejedora. Aprendió a tejer a los siete años; desde entonces, y siguiendo su instinto, ha tejido historias con estambres y también con letras. Entre sus libros están: Cómo destruir Nueva York (Conaculta, 2005); los ebook Crónicas miopes de la Ciudad de México Apuntes para enfrentar el destino (Editorial Sextil, 2013), Equis (Editorial Progreso, 2015) y El mensaje está en el tejido (Futura libros, 2016). Coordinó las antologías Oríllese a la izquierda Mujeres  (2019) y Mujeres. El mundo es nuestro (2021) ambas bajo el sello Universo de Libros. Forma parte del Colectivo Lana Desastre con el cual ha participado en “El Panal Monumental” (2017); un mural tejido para la Central de Abasto (2018); “Manta por la Sororidad” (2019) y “Data: Cambio Meta Tejido” (2019), entre otros. Pertenece al Sistema Nacional de Creadores de Arte.

©Literal Publishing. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta publicación. Toda forma de utilización no autorizada será perseguida con lo establecido en la ley federal del derecho de autor.

Las opiniones expresadas por nuestros colaboradores y columnistas son responsabilidad de sus autores y no reflejan necesariamente los puntos de vista de esta revista ni de sus editores, aunque sí refrendamos y respaldamos su derecho a expresarlas en toda su pluralidad. / Our contributors and columnists are solely responsible for the opinions expressed here, which do not necessarily reflect the point of view of this magazine or its editors. However, we do reaffirm and support their right to voice said opinions with full plurality.


Posted: November 1, 2022 at 7:34 am

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *