Cloro
Claudia Muzzi
La superficie blanca. La luz deficiente y acrónica. El olor siempre persistente del cloro, que se anuncia apenas se abre la puerta gorda de vidrio, que aísla la temperatura pero no el olor. Así como en los centros de meditación ponen incienso, aquí parece que predisponen el ambiente con cloro. Cloro en el agua y cloro en el baño, para hacernos pensar que de aquí se sale esterilizado, como si la vista de los cuerpos casi desnudos no provocara ninguna reacción pasional gracias a la previa desinfección cloral. Y luego el Clorox en los baños, el olor hiriente, punzadas en la nariz, como el recordatorio de una noche de líneas de coca –una mesa baja de cristal, rayada de blanco, el pelo que se inclina, el sonido de alguien que aspira– hasta el punto enfermo de pensar que de la regadera sale agua con cloro. Como si el cloro en verdad fuera culpicida, como si lavara los pecados, como si desarmara el veneno de todas las palabras en apariencia inocentes que las mujeres se emiten unas a otras mientras se untan los cuerpos con cremas y lociones. Pero no se lavan el pecado ni se quitan el olor a cloro, la estupidez no se diluye, ni la culpa, ni el recuerdo de unas manos que no se mancharon de sangre pero que de todas maneras llevan impregnado su olor.
Uno de los focos del vestidor se ha fundido, así, la luz oblicua, que llega apenas a tocar su piel, descubre a Clara en ropa interior, untándose crema. La piel clara, con el recuerdo cada vez más lejano del sol. Bajo esta luz inédita y turbia, al fijar la vista en una gota de agua que ha escurrido del pelo por el cuello hasta estancarse en el hombro impermeabilizado por el unto, Clara recuerda la muerte sin sangre de J. La muerte estúpida de J, tan estúpida que, si se la hubieran contado, se habría reído. La recuerda a su pesar. Y se extraña, como si un recuerdo así no tuviera cabida en los vestidores asépticos de una alberca. Mucho menos después de remojarse en cloro durante más de una hora, sonriendo consuetudinariamente a los compañeros sin nombre que como ella recorren millas náuticas cada mañana. Mucho menos si es el comienzo del día y se acaba de bañar, mucho menos si Clara vive un otoño en la ciudad en donde nunca estuvo con J.
Es el verano anterior. Mediados de julio. Clara vuela sola a Puerto Rico para una convención de la compañía farmacéutica en donde trabaja. Conoce a Kate en el desayuno del viernes. Kate es inglesa y desempeña, en Reino Unido, el mismo puesto que Clara. De inmediato se siente atraída por ese aire mundano y europeo, por su apariencia limpia y al mismo tiempo gastada, por la piel tan blanca y los ojos claros que contrastan tan bien con el vestido negro y liso que lleva. No alcanza a reconocer que le provoca una envidia honda la manera en que se desenvuelve, su aire desapegado, como si no estuviera realmente en la inauguración desmañanada y aburrida del congreso (y al mismo tiempo, Clara está segura, Kate no se ha perdido una sola palabra). Se fija en su vista perdida, en el jugueteo impaciente de los dedos con el tenedor, en las tazas de café que vacía una tras otra, en el cuaderno para notas en el que no ha escrito nada. Durante el día casi no se hablan, pero en la cena Clara busca sentarse junto a ella. Tras observarla todo el día, Clara sabe las palabras que decir para empatizar con ella, logra verbalizar el odio absoluto hacia esos eventos sociales de la compañía. Kate convence a Clara para que abandonen el coctel. Clara reprime el miedo a perder este trabajo, como si el respaldo de su homóloga mundana la eximiera de cualquier riesgo. Dejan el hotel, convenientemente refrigerado como corresponde a cualquiera de los que se encuentran en Ashford Avenue, se aventuran a la calle húmeda, la cruzan, caminan unos cuantos metros y descubren el bar Danny’s, el único de la ciudad que abre las veinticuatro horas los 365 días del año. Clara se sorprende de encontrar un sitio como este en Condado, la zona más turística y aparentemente correcta de San Juan, con el toldo plástico, el letrero fluorescente y las escaleras forradas de alfombra verde que las llevan hacia abajo y les descubren la vejez de un bar dislocado y cavernoso, con poca luz y carteles amarillentos de Frank Sinatra y de Eric Estrada en Chips. Más tarde, descubren que a ese bar los parroquianos lo llaman Hell. Eso les dijo J, por lo menos, que ya estaba en la barra cuando ellas llegaron. Solo. Una cerveza enfrente y actitud de antropólogo del infierno. Esperaba a su amigo Luis. En lo que llegaba, Clara y Kate platicaron con J gracias a la siempre oportuna intercesión de la exputa sesentona a cargo del bar y de la barra. Luego llegó Luis y las invitaron al departamento de J. Clara se cuidó bien de esconder el temor que sintió cuando Kate aceptó de inmediato. No quería parecer una pueblerina tercermundista, además Kate seguramente sabía lo que hacía. No parecía el tipo de las que se sorprenden con facilidad. Cuando llegaron, pusieron música y Luis sacó y distribuyó la cocaína en la mesa de cristal que estaba en el centro de la sala. Cuando le pasaron el popote recortado, Clara se rehusó y se lo dio a J. Kate y Luis se sonrieron y Clara entonces pensó que se mofaban de ella. Por eso, a la siguiente ronda, se decidió a aspirar la línea más flaca de la mesa. That’s the spirit!, dijo Kate ojerosa, hecha un ovillo en el sillón y sin mucho ánimo. Como a las seis de la mañana surgió la idea de ir al este de la isla el domingo para una excursión. La camioneta de Luis, la hielera llena de cervezas, la ropa breve de ellas sobre los bikinis aún más pequeños, las gorras y las chanclas de ellos, la música y un cielo límpido cuyo azul se consolidaba conforme avanzaban hacia el este. Luego la playa, el agua salada y tibia, los romances ya empezados la noche venerdina. Clara y J dejaron a sus dos compañeros asoleándose y fueron a buscar más cervezas a la camioneta. Al regreso, se les ponchó una llanta, la cambiaron, luego se detuvieron en un punto falsamente solitario para coger. Se excitaron pensando que alguien podía verlos. Clara sonreía sintiendo que había transgredido todas las reglas, que se había concedido una visita guiada e inocua al inframundo, satisfecha en el fondo por haber hecho algo malo en su vida, algo que no se atrevería a contar a sus amigas cuando volviera a casa.
Y luego la muerte estúpida a las seis de la tarde. Luis manejaba. J estaba adelante con él. Ellas habían escogido el asiento trasero para estirar las piernas. Los cuatro reían, eufóricos por el sol y las cervezas. El camino era malo y Luis no se fijó en un bache pronunciado. La camioneta dio un salto y J se dio un mal golpe en la cabeza. Clara y Kate no podía dejarse de reír. Luis se contagió, pero fue el primero en detener la carcajada. No porque se hubiera dado cuenta de que J no fingía haber perdido el conocimiento sino porque estaba concentrado en el camino. Clara y Kate reían y no se daban cuenta. Luis llamó a J. Clara interrumpió abruptamente la carcajada sin que los músculos faciales tuvieran tiempo de volver a su sitio. La mueca habría sido grotesca, si sólo alguien la hubiera visto. Pero ahora los tres miraban la cabeza torcida de J. Lo movían y lo llamaban. Se rompió el cuello, dijo finalmente Luis, pálido y con la voz frágil. Kate y sus oh my gods y holy shits, Clara y su taquicardia, pálida, muda pero con la cabeza llena de preguntas: ¿Qué vamos a hacer con el cuerpo? ¿Cómo nos deshacemos de él? Pero si no lo matamos. No, no lo matamos, pero la policía le va a hacer la autopsia y va a encontrar rastros de cocaína y nos van a hacer preguntas y exámenes de sangre y van a encontrarnos cocaína y nos van a arrestar y somos extranjeros en un país que es casi Estados Unidos. ¿Qué hacemos con el cuerpo? Podemos abandonarlo en la carretera o esperar a que se haga de noche y llevarlo a su departamento y dejarlo ahí o cortarlo en pedazos y diseminarlos en diferentes puntos de la ciudad. ¿Es ilegal cercenar un cuerpo al que no mataste? ¿Por qué me siento tan culpable si no hice nada? Ya no quiero estar aquí, yo no fui, yo no lo maté, ¿por qué putas tengo que estar pensando en cómo deshacerme del cuerpo de alguien a quien apenas conozco? ¿A quién le avisamos? Aunque lo último que yo quiero es tener algo que ver con este cuerpo, seguro hay alguien a quien sí le interesaría tenerlo completo, o por lo menos saber que ya es un cuerpo o cadáver. Llámalo cuerpo, es menos brutal. O sigue pensando en él como J.
Kate y Luis seguían recargados en el cofre de la camioneta, bloqueando la luz de los faros. Clara no se había movido de su asiento, apretaba la lata de cerveza sin decir ni una palabra.
El cuerpo, el cuerpo de J perdía el bronceado reciente y se instalaba en esa posición definitiva y absurda, detenida por el cinturón de seguridad. Luis, Clara y Kate, que seguían pensando, bebían las últimas cervezas de la hielera. Definitivamente ir a la policía ya no es una opción, sospecharían de nosotros por haber reportado la muerte de J tantas horas después. Y tenemos aliento alcohólico. Y la evidencia de la cocaína. ¿Qué vamos a hacer? Hay que hacer algo, ya me quiero ir al hotel, mi vuelo sale mañana, tempranísimo. ¿Qué vamos a hacer con el cuerpo? A ninguno nos conviene estar fichados, nos podrían extraditar, condenar a muerte por narcotráfico y asesinato. Pero no hicimos nada. Fue un accidente. No hice nada. ¿Kate, qué hacemos? Cállate. Vete. Pide un aventón, la carretera está a veinte metros. Cállate.
El recuerdo de cómo llegó a la regadera de su hotel se ha perdido y Clara no hará nada por recuperarlo. Anestesió su víspera de viaje con televisión y botellitas monodosis de whisky, sin dormir nada, atenta a cualquier sonido extraño, temiendo que el teléfono sonara o que la policía llamara a la puerta de su habitación. Y luego el taxi, el cielo pálido y la certeza de que la observaban que se convirtió en un terror mal disimulado en el aeropuerto. Y cuando pasó la aduana y migración y esperaba sólo la llamada abordo, caminó aprisa al baño, se apoyó en el lavabo, respiró hasta la hiperventilación, hasta un llanto seco, sin lagrimear, hasta que la nitidez vicaria de ese baño transitorio la inoculó contra la culpa y le permitió viajar.
Del pelo ha escurrido una gota que se detiene, redonda y perfecta, sobre el hombro mal iluminado de Clara en calzones. En momentos como éste en los que, a pesar del cloro, algún elemento exterior y más fuerte que el cloro –como el dios ocioso de Job que es el mismo que se divirtió con ella en Puerto Rico–, Clara se pregunta qué estará haciendo Kate, qué habrán hecho ella y Luis con el cuerpo torcido (lo recuerda y casi ríe) de J; qué pensaran de todo lo que pasó. Pero nunca llega a ninguna conclusión, se distrae rápidamente con las voces de las mujeres que apenas se están bañando y que adquieren la contundencia de un canto celestial.
Posted: May 5, 2020 at 8:56 pm