Gestación
María Quiroga
Apenas unos días antes de la cuarentena, varios de mis estudiantes habían vuelto desde sus países de origen o de aquellos sitios a los que viajaron durante el periodo vacacional. Con gripas evidentes o aun sin síntomas, tuve muy claro que cualquier contagio me vendría de allí. Fui de las pocas profesoras que llegaba con las toallitas de Clorox a limpiar su mesa de trabajo y a obligar a los estudiantes a limpiar la suya. A pesar de todo, me gané la rifa y me contagié.
Hacia el tercer día, en el que la fiebre hizo su aparición, supuse que los señores del ER algo harían, y accedí a ir con ellos. Pero no. Nada novedoso. Sin pruebas para determinar si lo que me atacaba era Covid 19, tuvieron a bien mandarme a mi casa con la recomendación de que, si me sentía peor, debía volver. Así, continué con mi vida, que me urgía otras cosas, como elaborar las actividades para mis estudiantes de español.
Recuerdo que durante el terremoto de 1985 de la Ciudad de México, me alistaba para ir a la escuela cuando la tierra se sacudió. Tenía once años y compartía la habitación con mi hermana, quien gritaba como una verdadera loca mientras mi madre invocaba de forma aleatoria a santos existentes e inexistentes mientras yo observaba el pequeño candil francés azotando contra el techo, la virgen de yeso que se balanceaba y amenazaba con salir volando. En ese momento lo más importante para mí era que ni los cristales ni el ser celestial cayera mortalmente sobre alguna de nuestras cabezas. En todas las crisis permanezco atenta a los detalles sin ocuparme mucho del origen. No es que no sienta el peligro o que no mida las consecuencias, pero dentro de mí el instinto me exige luchar. No sé quedarme pasmada y, por lo mismo, es como si mi cerebro me permitiera ver venir las cosas con cierta anticipación.
Aún con la peor fatiga que tuve, porque este virus te manda a la lona al principio, terminé mi trabajo antes de tumbarme en la cama con una dosis de Tylenol, que administré a criterio propio como buena mexicana, según el nivel de dolor de cabeza y articulaciones, y la verdad es que nunca temí por mi vida. La pasé mucho peor hace once años con Zoster y un año después de eso, con artritis reactiva, enfermedades que son dolorosas en un nivel que pone en duda tu humana resistencia, pero que, al nunca sentirme mártir, trataba de hacer a un lado pensando en que tenía que recuperarme a la brevedad pues mis hijos eran bebés, y dedicarle el rato a la autoflagelación nunca fue mi deporte.
Lo que sí puede sacarme de quicio con relativa rapidez es el bombardeo religioso de los grupos de WhatsApp que, como el virus, crece de forma exponencial, desde los piolines saludadores hasta la liga directa de la misa transmitida en vivo por el Papa. Esos grupos masivos que tienen una función informativa sobre asuntos escolares o de injerencia pública y terminan siendo lo opuesto. Por alguna razón, mientras pensaba qué escribir acerca del virus recibí una cantidad ingente de bendiciones, plegarias, videos de sermones evangélicos y católicos y frases cursis con fondo pseudo teológico. Pensé así que la iglesia iba a dar un levantón después de esto gracias a la teoría conspirativa número 4: este virus fue enviado por la ira de Dios (como dice algún meme). Ha perdido muchos adeptos desde los escándalos pedófilos, y si a alguien le ha caído bien esto del Coronavirus es al equipo de las fuerzas poderosas, invisibles y castigadoras que han reaccionado por nuestros infinitos pecados.
Por nuestra culpa, por nuestra culpa, por nuestra gran culpa. En los chats sobre estos temas casi siempre se habla en tercera persona del plural: hemos destruido el mundo, hemos ignorado a los necesitados, hemos invadido territorio animal sin respetar sus espacios. Somos unos devastadores, somos unos invasores. Con este tipo de comentarios —lo que no me ocurre con un terremoto de ocho grados—reacciono casi siempre sin filtro en la boca, sin templanza ni prudencia. Tengo ganado el odio y el desprecio en masa por pedir que hablen en singular. Hoy no fue la excepción. Estaba molesta por mi nivel de concentración perdido y contesté que ya le pararan al autolinchamiento y se pusieran a hacer cosas más productivas. No fui por la respuesta a Roma.
Debido a estas conversaciones recordé la alegoría de la caverna de Platón. Aquellos hombres atados por el cuello que no ven sino sombras mientras la realidad está detrás. No ven sino aquello que llega con una luz pálida, agrandado muchas veces, pero creen que esa es la realidad. Creen (¿creemos?) o queremos creer que sabemos algo.
Si bien no implica algo que me asuste, la cuarentena me obsesiona por aquello de lo que no puedo tener certeza. Lo que sucede afuera. Más que una espera, el aislamiento se vuelve un proceso de gestación. La casa es un útero compartido entre paredes mientras nos alimentamos de un cordón umbilical cibernético a la espera de volver a nacer. A medida que leemos artículos, chismes, videos, memes, posteos de extraños y conversaciones estériles, se desarrolla algo muy adentro de nosotros, como cuando fetos nos crecían los órganos sin saber. Nos convertimos en humanos no solo por aquello que nos llegó por el ombligo a través de lo que comió nuestra madre, sino como los cavernarios de Platón, por aquellas voces lejanas y sombras que olvidamos al nacer, pero que yacen en un rincón nuclear de nosotros. La memoria primigenia. ¿Qué fue aquello que percibimos por primera vez en la penumbra del líquido amniótico? ¿De qué hablaba nuestra madre cuando estaba sola con nosotros dentro? ¿Por qué nos alimentamos ahora de un flujo digital que no nutre, pero engorda nuestras neuronas informativas para hacernos creer que sabemos algo más? Que no estamos ociosos ni histéricos. Que nos mantiene llena la barriga mental.
Seguí pensando en ello mientras el celular se convulsionaba con mensajes moralinos y decidí leer algo que me alejara de mis obsesiones y de las conversaciones necias. La poesía, pensé, siempre nos da algo que no esperamos. Pasé el dedo índice a ciegas por el librero y saqué un libro al azar. Algo que no había tocado desde que lo adquirí en la última FIL: Nacencia, de Javier Taboada, cuyo título y portada aluden a la maternidad con un patrón simétrico de manos en juego de sombras grandes y pequeñas. Las manos de la madre y el recién nacido.
Abrí el libro y, después de una escueta dedicatoria, hay un breve fragmento de La República de Platón: el mito de la caverna.
Alguien con perfil muy cristiano o muy esotérico, o que simplemente se aferra a creer en la magia a como dé lugar —como las personas del chat—, hubiera dado un brinco por aquella casualidad tan exacta en la que apenas hacía unos momentos pensaba y, posiblemente, habría deducido que el Universo —¿o Dios?— me hablaba y, para que no dudara, me daba las pruebas reacias en tinta permanente de la pluma de un poeta.
Taboada asocia la caverna de Platón y la referencia al útero con un caos visual. Acá un verso, allá otro, un salto de línea, una palabra, un vacío. Un cordón de palabras que alimentan al lector por la pupila. El ombligo del ojo. La ventana por la que nos asomamos al silencioso exterior en el que transitan los pájaros. La escueta dedicatoria se explica adentro en cada poema. Nacencia fue escrito para su hijo y para ello recurre a Platón y a su caverna, al útero y la tragedia de nacer, al nacimiento y la incertidumbre del futuro, a la separación de la voz de la madre, a la pérdida del ambiente cálido y húmedo, al alimento de las palabras. Nutre al lector con formas únicas de transmitir el amor filial, el cariño. Nos trata de sacar aquel recuerdo primigenio de la memoria, aquellas palabras amorosas de nuestra madre mientras nos gestaba, atenta a nuestro crecimiento, cuidadosa de cada bocado.
Tal vez por eso tengo ese temperamento tan difícil de hacer sucumbir ante las pandemias y los terremotos y tan reactivo a la vez con las campanitas del WhatsApp. Pasada esta nueva gestación obligatoria, esta liberación de las cadenas, este enfrentamiento menor con el virus, pueda renacer tal vez para el mundo con una nueva visión. Cuando el mundo nos reciba de nuevo podremos ver que aquello que nos mostraba la pared, es decir, que no era la realidad pura y que debemos volver a extrañar las voces que ahora son permanentes en nuestro útero gigante; que queramos o no, hay que cortar el cordón electrónico del que pendemos ahora y alimentarnos no de voces y sombras sino de las texturas, sabores y olores que sabemos de dónde provienen. Mirar el sol en todo su esplendor, directamente, no solo aquellos objetos que alumbra, mirar la fuente de la que brota la luz, dice Platón en La República. Elegir bien lo que nos entra por los ojos y por los oídos, y crecer no solo como un proceso indetenible de la naturaleza, no sólo como los seres divinos que queremos creer que somos, sino en un acto de total decisión. No somos hombres atrapados por el cuello. Hemos visto antes el mundo y ya deberíamos saber que el flujo digital que nos llega son sombras equívocas y que la única manera de quitarnos las cadenas es tratando de salvar al otro, hacerle entender que afuera la realidad es más grande, que tarde o temprano saldremos expulsados otra vez por la puerta. Tal vez por eso contesto que no dejen de mirar la ventana y atender el aleteo de los pájaros, que posen los ojos sobre palabras fortificantes como las de Taboada, porque detrás del muro que nos hace sombra, hay otros esperando a que salgamos, renacidos por enésima vez.
María Quiroga es escritora, comunicadora e ingeniero químico. En México encabezó el proyecto Andamos Leyendo de promoción de la lectura y la escritura en las escuelas y centros culturales. Participó en la antología poética Poemas de Cinco Países, y en la de cuentos BidiBidiBomBom diez y cinco writers en torno a Selena. Ha sido seleccionada para la antología de Cuentos de la Ciudad de Houston donde reside ahora mientras enseña y escribe. En breve publicará en formato audio textos sobre El amor en los tiempos del Coronavirus. Su Twitter es @mariaquirogab
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Posted: May 7, 2020 at 7:55 pm