Fiction
La abuela y el Central

La abuela y el Central

Dainerys Machado Vento

Un relato de Retratos de la orilla (Aristas Martínez, España / Palíndroma, México, 2022)

Marta logró llegar al pueblo en el que se había convertido el Central Azucarero luego de tres días de viaje. Le parecía mentira que su abuela hubiese muerto hacía más de doce meses y que ella no hubiera podido ir antes a la vieja casona, a pasar un paño por los muebles, a donar la ropa a los vecinos que más lo necesitaran. El año más difícil de su vida como emigrante había sido ese, lleno de pérdidas sin reparaciones. La abuela en el viejo Central, ella en el viejo New York; las dos rodeadas de gente cercana, pero también de un virus que las aisló del resto del mundo y que dejó morir a la vieja sin que ella estuviera ahí para darle la mano ni un beso ni un vaso de agua.

De La Habana a Santa Clara, el viaje por carretera había sido relativamente sencillo. En el mismo aeropuerto, se encontró con el chófer que Manolo le había recomendado y el tipo le dijo que tenía viaje programado para esa tarde, que, si quería irse con él, le cobraba 20 dólares, 25 si prefería un asiento adelante. Ella pagó el mínimo, porque como todos los maestros de primaria del universo estaba corta de dinero; pagó el mínimo y rogó porque sus compañeros de viaje no la atormentaran demasiado con sus nostalgias de Cuba.

La llamada por teléfono de Manolo durante el viaje la molestó bastante. No solo porque él la obligó a responder si había sentido mucho miedo en el avión, como siempre le pasaba; tampoco porque se vio forzada a interrumpir la conversación de los otros cuatro pasajeros del viejo almendrón. Sino porque le parecía inconcebible que su marido se hubiera puesto celoso precisamente del chófer que él mismo le había recomendado, un tipo viejísimo que Manolo había conocido en su último viaje a La Habana y con quien ella solo había tenido que intercambiar las palabras necesarias para hacer una transacción económica. Qué bueno que todo aquel espectáculo que le había dado su marido fuera por teléfono, qué bueno que la carretera entrecortara los alaridos de Manolo, que ella no tuviera que verle la mala cara mientras le gritaba que era una descarada y seguro que iba a templarse al chófer ese ahí mismo, en pleno matorral. Pero qué culpa tenía ella de que sus compañeros de viaje empezaran a reírse de algún chiste mientras Manolo le daba consejos sobre cómo regresar lo más pronto posible a New York, qué culpa tenía ella de que la mayoría de las voces del almendrón sonaran masculinas, hasta la de aquella viejita sentada adelante, que durante el viaje confesó que había sido lectora de tabaquería toda su vida, primero en Las Villas y después en Cayo Hueso.

Aunque la verdad fue que cualquier preocupación matrimonial se había quedado corta cuando Marta se dio cuenta de que llegar a Santa Clara no era tan difícil como poner un pie en el viejo Central Azucarero, donde se había empecinado en vivir y morir su abuela, donde ya no había cañas ni trapiches que las molieran, solo el recuerdo de lo que había sido una época más o menos feliz. Las pocas veces que había regresado a Cuba, Marta sabía que debía llevar mucha paciencia bajo el brazo o un poco más de dinero del calculado en la cartera. El transporte era fatal, pero empeoraba a medida que se alejaba de La Habana. En provincia, los autobuses seguían conectando a los pueblos más lejanos un par de veces a la semana, si acaso.

Dinero de más, Marta no tenía. Había estado sin trabajo varios meses con todas las escuelas cerradas por la pandemia y a penas se empezaba a recuperar con algunas horas como maestra suplente de una primaria en Queens. Así que tuvo que apostar por la paciencia. En definitiva, qué más daba otra noche antes de llegar a casa de la abuela, donde ya nadie la esperaba y de donde se había salido hacía más de diez años, desde el mismo 6 de septiembre en que cumplió veintiséis.

Sin pensarlo mucho, aupada por el recuerdo de la ciudad que la recibía, caminó desde donde la dejó el viejo almendrón hasta casa de su prima Clarita que, por suerte, vivía a un par de cuadras del parque Marta Abreu, en el centro de Santa Clara. Habían nacido en el mismo año y siempre se habían llevado bien. Se mandaban algún correo electrónico de vez en cuando y hablaban por teléfono sin falta cada fin de año, conservando esas familiaridades que nunca mueren, pero tampoco se afianzan en la distancia. En New York jamás se le habría ocurrido llegar a casa de alguien sin avisar, pero estaba en Cuba, donde anunciarse demasiado sería lo raro.

En cuanto se abrazaron, Marta comprobó aliviada que era honestamente bienvenida a pasar la noche a pesar de su intempestivo arribo. En agradecimiento le regaló algunas mudas de ropa a Clarita. Se había dado cuenta pronto de que lo mejor era andar ligera de equipaje, de que iba a tener que estar cambiando de taxi a guagua a taxi, de que sus ropas de segunda mano compradas en New York de todos modos serían un foco en el Central. “Y no quiero ser un foco”, le dijo a la prima, “quédate con este vestido también, y con esta blusita que te queda linda, sí”. Después de la algarabía que siempre provocaba la pacotilla en Clarita, Marta le preguntó desde dónde podría hacer una llamada a Estados Unidos. Su celular había dejado de funcionar mientras atravesaba la provincia de Matanzas. La batería tenía carga, fue lo primero que revisó; pero todo lo demás estaba muerto, un poco como se había sentido ella en el último año, aunque ese drama no se lo comentó a su prima. No tenía ganas de explicar que en New York también se puede ser muy infeliz, que comprando la ropa de segunda mano mejor conservada del mundo “también se puede, sí, mi prima, ser muy infeliz”. Clarita le recordó unas cabinas telefónicas que habían construido desde los años ochenta a tres cuadras del Marta Abreu, en el Centro de Comunicaciones del boulevard, “¿te acuerdas, Marta? Están un par de cuadras antes de El Mejunje”.

Marta no sabía qué era El Mejunje, pero anduvo el tramo indicado con la cabeza baja, reconociendo los colores de cada piedra del suelo, preguntándose si era mejor encontrar una línea para llamar a New York o una para ahorcarse y no tener que oír la cantaleta que le esperaba de parte de Manolo, siempre tan amargado con ella. Divagando, sus ojos tropezaron con el entusiasmo de cinco muchachos que, agachados, jugaban a las bolas en una esquina del Marta Abreu. Ninguno pasaba los doce años, todos lucían unos prietos bigoticos incipientes y uno brazos flaquísimos. Estaban en esa flor de la vida que le parece eterna a quien la vive. Los rodeaban sus sombras redondas y juguetonas que se alargaban hacia la izquierda, anunciando la despedida de la tarde. Con todo el ánimo del mundo y sus voces galludas gritaban: “Quimbe, carambola, esa bola es mía”; mientras se peleaban por llevarse a los bolsillos las canicas más coloridas.

Marta no supo cuánto tiempo estuvo ahí parada, al lado del grupo, cambiando la vista de un jugador a otro, tratando de grabarse en las pupilas esa imagen de despreocupación que no era común en la gran ciudad donde vivía, contemplando los detalles de las ropas gastadas de los adolescentes, recordando su infancia como una copia exacta de aquellos juegos en el parque. Se dio cuenta de que había anochecido porque todas las sombras se habían fundido en una sola. Y aunque los niños de bigoticos incipientes seguían su pelea apasionada por las bolas de más colores, Marta supo que el Centro telefónico, donde quiera que estuviera, ya estaba cerrado. Manolo debía estar molestísimo con ella, echando humo por la nariz, bufando como el toro que era cuando ella no hacía lo que él quería. Pero estaba también demasiado lejos para que su molestia de macho retrógrado pudiera tener algún efecto sobre Marta. Y ella pensó que era mejor así, que en realidad no tenía muchas ganas de hablar con él, que solo quería pensar en su abuela, reencontrar en aquellas calles la memoria de la niña reflaca que había sido y que Santa Clara le devolvía intacta como si fuera una fotografía. Reconocía en cada pared y en cada acera la vida que había abandonado cuando la emigración a New York fue inevitable, y posible, y ella partió con una sola maleta a reunificarse con una madre de la que había heredado el nombre, pero a la que a penas había conocido, aunque el calor de su abuela nunca la dejó extrañar.

Llegó Marta a casa de su prima con paso cansado cuando ya había oscurecido. Ver a Clarita de nuevo le daba una alegría verdadera, como no había sentido hacía tanto. La abuela tenía que ver con todo aquello, había procurado que se encontraran cada tarde de sábado durante toda su infancia y, después, ellas solas se habían encargado de compartir un par de noviecitos, tal como indican las buenas costumbres de provincia. Recordando esas travesuras, las dos mujeres alargaron la jornada. Era cerca de la medianoche cuando se sentaron en el portal de la casa, roncas de risa y recuerdos, a tomarse una taza de café porque Cuba era el único lugar del mundo donde Marta podía tomar café a esas horas sin padecer insomnio. Y ella saboreaba sentirse un poco invencible.

Meciéndose en dos viejos sillones de madera, calmada la algarabía, su prima le corroboró lo que Marta sospechaba, que nadie había visitado la casa de la vieja después de que murió, porque la muy caprichosa había dejado dicho que todo lo tendría que organizar la nieta de New York. La vieja siempre supo que Marta no iba a poder llegar a su velorio, ni a su entierro, porque estaba trancada por culpa de aquel virus que había paralizado al mundo, pero que eventualmente pondría las cosas en su lugar. “Hasta que Marta regrese, esa casa no se abre. Es mi última voluntad”, le dijo la prima que había dicho su abuela un par de horas antes de irse para siempre. Y la voluntad de la abuela era sagrada para toda la familia. “La vieja siempre fue muy fuerte, no era ahora cuando la íbamos a contradecir”, confesó Clarita, con la nariz un poco roja, quizás por su alergia de toda la vida, quizás por el recuerdo redivivo de la matriarca que las había amado tanto y que les había entregado todo, hasta sus nombres.

Después de que se dieron un beso de buenas noches, Marta se había puesto a llorar en la estrecha cama del último cuarto donde dormían siempre las visitas que llegaban a casa de la prima, que antes había sido la casa de su tío. Lloró hasta quedarse dormida, como lo hacía cada noche desde que supo que su abuela había muerto sin que ella pudiera volverla a abrazar. La única diferencia era que esa noche no tenía que esconder sus lágrimas de Manolo, que él no estaba en aquella casa de madera y techo de chapapote para reprocharle no haber superado su duelo. Le parecía increíble que la abuela la conociera tan bien que supiera que prefería llegar sola al Central y sola reencontrarse con su ausencia. Le parecía increíble que su viejita hubiese dejado todo arreglado para que así fuera, que aún estuviera velando por ella.

Con el cantío del gallo, salió del viejo caserón. Se había despedido de la prima con otro beso y un abrazo larguísimo, le había agradecido la estancia, el reencuentro, que la mirara con los mismos ojos de amor de toda la vida. Y aunque no le había comentado que regresaría, las dos se habían dicho con naturalidad: “Nos vemos luego, prima”. Atravesó el Marta Abreu rumbo al sur de la ciudad, dejó a sus espaldas el centro de Santa Clara y llegó a una estación improvisada de autobuses que la llevaría al Central. Ni siquiera pensó de nuevo en que debía llamar a Manolo. En algún momento de la noche anterior, hablando con su prima, había decidido enfrentar las malas formas del marido a su regreso a New York, cuando ya no le quedara más remedio que intoxicarse con su propia sumisión.

Así que, en el autobús, se sentó junto a una ventanilla y se entregó al paisaje. Quería ver a la guagua sobrepasando a los carretones de madera halados por aquellas bestias famélicas. Eran decenas y decenas de coches de caballos que, en un loop interminable, unían a Santa Clara con la zona militar de las afueras. Marta se preguntó qué sería de la vida de Susy, que siempre había vivido en aquel barrio. Seguro estaba en la misma casa, trabajando aún en el consultorio médico, porque el tiempo parecía no haber pasado en aquella provincia. La sorprendía no su capacidad para reconocer todas las calles, sino que cada detalle permaneciera intacto, como cada monumento a la mierda de historia que le habían enseñado en clase y que ella había tenido que reaprender en New York. Todo era tan familiar que hasta le pareció ver sentado, encima del banco que estaba a la vera del entronque de Santa Clara, a un señor muy viejo y arrugado, con tres o cuatro pelos blancos en la barbilla. Lo recordaba por las uñas de sus manos, tan largas que podían distinguirse a metros de distancia y porque su abuela pasaba a saludarlo, cada fin de semana, repitiendo el mismo sonsonete: “Miguelito, usted no se pone viejo; Miguelito, usted está igualito”. Y Marta solo pensaba que Miguelito no podía envejecer más porque era imposible que alguien fuera más viejo que él. Como imposible aún le parecía que le siguieran diciendo Miguelito, Miguelito. Pero más alucinante le resultaba verlo ahora sentado en el mismo lugar, tantos años después, y sonrió al darse cuenta de que, si estuviera caminando por la zona, también le habría tenido que decir “Miguelito, pero usted está igualito”. Y se habría asombrado de que no se ponía viejo, “usted está igualito, de verdad”.

Cuando el autobús dobló a la derecha y dejó atrás la zona militar y el pasa pasa de coches y gente, Marta supo que estaba tomando rumbo al monte. Se sintió más cerca del Central. Dentro del ómnibus el calor era insoportable. La lata hacía hervir la tela gruesa que cubría a los asientos, y ella cayó en un sopor intranquilo que le devolvía por momentos la vista del verde que brillaba a su alrededor bajo un sol cada vez más alto. La despertaron los gritos del chófer anunciando la llegada: “última parada, última parada”. Ella agarró la pesada cartera a la que había reducido sus pertenencias y se bajó del autobús aún amodorrada por el sueño y el calor.

En cuanto puso un pie en la calle sintió como si se hundiera en centímetros de un polvo reseco, acumulado sobre el pavimento. El sol la acabó de despertar a picotazos, primero los brazos, luego el cuello, la cara. Era un calor ligero, diferente al del autobús, que la hacía sudar por pedazos y por momentos, que la desperezaba y la ponía alerta. Marta caminó rumbo a casa de la abuela. Podría jurar que todas las fachadas tenían el mismo color de la última vez que estuvo en el Central, y que la mayoría de la gente seguía en los mismos lugares donde la había visto por última vez, la mayoría cabizbajos, sentados a la sombra de sus portales, o hablando en una esquina con un pozuelito plástico en la mano, a punto de hacer algún mandado.

Cuando pasó por la entrada de la ferretería del pueblo, escuchó la voz del Quinto:

—Tú eres la nieta de ella, ¿verdad?

—Sí, Quinto, soy yo —respondió Marta y le dio alegría que alguien la reconocería en medio de tanto silencio.

El Quinto la empezó a seguir, con su renguera de siempre, sin decir más palabra, dando un salto cada vez que contaba cinco pasos, callado y melancólico. Fue cuando llegaron al portal de casa de la abuela que el Quinto volvió a hablar:

—Qué ganas tengo siempre de verla, la extraño mucho. Donde esté, estará muy feliz de que volviste.

—Volví para arreglar sus cosas, Rafael. Me voy en pocos días —creyó Marta que había respondido en tono de despedida. Pero quizás solo lo pensó, porque el Quinto se quedó parado en el portal, como si ella no se hubiese pronunciado.

Marta abrió la puerta de la casa con la misma llave que siempre había cargado en su llavero, la que su abuela nunca le pidió que devolviera, la que ella nunca dejó encima de la mesa en ninguna de sus partidas. Puso su pesada cartera en el suelo y las memorias comenzaron a llegarle en ráfagas junto al frescor que se había resguardado en la casa.

Habían pasado muchos años desde aquellos días en que el Quinto iba todas las tardes a almorzar con ellas. Era a penas un muchacho cuando sus padres lo botaron pa’ la calle porque decían que estaba loco, que qué cosa era eso de andar contando cinco pasos para dar un saltico. El Quinto había sobrevivido al abandono de la familia y a las burlas de los vecinos como quien no tiene más opción que seguir viviendo. Se apropió de un cuartico al fondo de la iglesia del Central y ganaba dinero haciendo trabajos de jardinería y arreglos menores a los vecinos que le pagaban mal, pero que siempre le pagaban algo, aunque fueran tres pesos para comprar cigarros sueltos. El único lugar de todo el Central donde se sentía seguro y no daba un saltico cada cinco pasos era en aquella casa, en la sala donde Marta estaba ahora parada. Del portal hacia adentro, el Quinto recuperaba su nombre, se llamaba Rafael, y allí era muy callado y caminaba como cualquier persona. Excepto cuando llegaba Mortadella.

Marta recordaba a Mortadella como si la hubiese visto esa misma mañana, con sus largas sayas de colores y sus moños llenos de cintas de tul en lo alto de la cabeza. Mortadella había sido noviecita de un hermano de la abuela cuando aún eran jóvenes y todo el mundo decía que también había sido “una belleza de esas de revista”. Pero se había vuelto completamente loca después de que su padre se la llevó al río una tarde y la violó. Mortadella había cumplido quince años una semana antes. En el pueblo decían que su padre no solo la había ensartado por todos lados, sin compasión, como si fuera menos que una perra, sino que además había obligado al hermano de Mortadella a que hiciera lo mismo, para que ningún cabrón le fuera a dejar preñada a la chamaca sabiendo que ya estaba usada. Nunca se pudo confirmar la historia, porque el muchachito se suicidó poco tiempo después y el padre de Mortadella era un militar retirado, intocable y casi mudo. Pero decía la abuela que en cada pueblo de Villa Clara había, por desgracia, siempre alguna Mortadella, llorando sus penas en el río. Era muy evidente que la abuela se ponía triste cada vez que la loquita llegaba a la casa con la ropa raída y el sexo mojado porque algún hijo de puta que se había vuelto a aprovechar de ella.

Es que, poco después de aquella violación, Mortadella se había obsesionado con templar. Se dejaba meter la pinga por todo el que se le acercara, le gustaba toquetear a los machos que le pasaban por el lado. Ellos, todos, casi todos, se calentaban en silencio, pero se burlaban de ella en público, se escabullían a medianoche de las camas de sus esposas para encontrar a Mortadella vagando por el pueblo y arrinconarla, y atrabancarla y desahogarse y seguirle llamando loca al día siguiente. Mortadella se reía de ellos, se reía de todo el que le decía loca. Hasta que veía al Quinto y entonces se ponía muy seria, intentaba besarlo en la boca mientras le decía bajito “Que te amo, yo te amo, yo te amo”. El Quinto se ponía colorao como un tomate, pero nunca la empujaba. Se quedaba tieso, hasta que la loca se cansaba de intentar besarlo. Luego él corría a darle las quejas a la abuela. Cuando el Quinto veía a Mortadella, no importa donde estuviera, siempre perdía la cuenta de sus pasos y saltaba y saltaba. Cerca de Mortadella, el Quinto no era el Quinto ni era Rafael, era cualquier número que sus nervios le dejaran ser. A Marta le parecía estarlos viendo sentados en aquellos sillones, jugando el eterno juego de un amor atormentado que ella nunca entendió, pero que su abuela siempre vio con admiración. Le parecía estar viendo a la vieja salir de la cocina para mediar entre los dos, dándoles un plato de comida, un beso en la frente cuando no le quedaba más remedio, un buchito de aguardiente para calmarlos.

Y la casa seguía idéntica a como lucía en aquellos días de amor y locura. Ni una gota de suciedad conmovía los muebles, nada rompía el orden natural de los calderos, el mismo orden que esos calderos siempre habían tenido en aquella cocina de azulejos inmensos que, tal como Marta sospechaba, en realidad eran losas de piso.

Allí no había mucho paño que pasar a pesar del polvo que ocupaba el pueblo. Podría decirse que todo estaba en un orden perfecto si no fuera por la ausencia inmensa que pesaba sobre la casa, el silencio que invadía las paredes. No se escuchaban cantos de pájaros, ni las cortinas de tela raspaban el viento con sus olas suaves, no había balance de sillón marcando el tiempo, ni pasos de vecinos acercándose. El Quinto se había quedado afuera, como si siguiera esperando algo o a alguien en el portal y, de alguna manera, su presencia silenciosa duplicaba la ausencia de la abuela, y el recuerdo de toda la vida que hubo alguna vez en aquel lugar.

Marta caminó despacio hasta el cuarto donde compartió por años la cama con su vieja querida. Encima de la cama, estaba perfectamente estirado el edredón hecho de retazos de telas de colores; encima del edredón, Marta ve la caja de madera que siempre había estado en el closet, allá arriba en el último nivel, a donde nadie podía llegar si no usaba el banco del portal, allá altísimo, enmohecida y llena de recuerdos de familia. Marta abre la tapa. Le sorprende encontrar un sobre blanco, sin manchas de tiempo. En el sobre reconoce la letra dispersa de la abuela: “Para Marta”, con esa erre cuadrada que parece una nota musical. Marta abre el sobre y lee:

Mi Martita,

Tu abuela te sigue amando como el día que naciste. Te abracé, mi nieta querida, menos de lo que debía. Pero tú siempre has sabido quién eres para mí. Lo sabes. No te sientas culpable por no haber estado en mi partida. El silencio de esta casa te habla. Yo la habito para ti como el día que terminé de levantar sola su última pared, presintiéndote en el vientre de mi hija. Escucha esta casa, la he dejado llena de nuestros recuerdos. Como aquella vez que Mortadella se antojó en decirle a todo el pueblo que tú eras su hija, y tú llorabas cada vez que la veías parada afuera de la escuela, lista para traerte a casa. O como cuando me robaste el tabaco que le había puesto al Elegguá y te lo fumaste escondida hasta que te emborrachaste y viniste corriendo a pedirme ayuda porque pensaste que te ibas a morir. Escucha esta casa, la habitamos aún en nuestros días más felices, con todo el amor que le dimos a los loquitos de este Central. Ella es todo lo que somos, lo que fue tu madre antes que tú y es también lo que serán tus hijas. Escúchala, Martita mía.

Y la puerta sonó. Tun tun tun… tun tun. En un sobresalto, Marta dejó la lectura a medias y corrió a abrir. El Quinto seguía parado en el mismo lugar. Pero en el portal había ahora también una mujer altísima y negrísima, a la que Marta no recordaba haber visto nunca. Se acongojó con la visión. Su abuela era todo su amor para ella, pero Marta reconocía ahora que también había sido tremenda racista: “La hija de Fulano le salió prieta, prieta, qué maldición”, decía la vieja a veces; “cada oveja con su pareja”, repetía algunos días para que Marta solo aspirara a tener novios blancos. La inesperada visita solo podía estar ahí para aguar el reencuentro de Marta con aquella casa y la memoria de su abuela, para reclamar algún desplante, para recordarle que la vieja no era perfecta, al contrario, una más, hija de su tiempo, llena de defectos y malas manías. Y Marta no se sentía en condiciones de ripostar, ni siquiera de decir “este no es el momento”, pero dejó entrar a la visita resignada a escuchar.

—¿Está tu abuela? —preguntó la mujer una vez acomodada en uno de los sillones.

—No, señora, ella murió hace más de un año, cuando empezó la pandemia.

Marta juraría que el cabello de aquella mujer había encanecido de repente, que la comisura de los labios se le había amargado; los hombros, caído. La visita empezó a llorar quedito, y las imágenes que Marta traía atrabancadas en el pecho otra vez se volvieron lágrimas. Se acompañaron las dos por un rato, hablando solo ese lenguaje del dolor donde no caben palabras.

—Es que tu abuela fue muy buena conmigo —logró articular la mujer minutos después— ¿Tú eres su nieta de New York, verdad? ¿La maestra?

—Yo misma, sí. ¿Ustedes eran amigas?

—Más que eso. Tu abuela fue todo para mí. Me salvó la cordura y me salvó la vida.

Marta se sintió aliviada. No necesitaba muchos más detalles para entender que, por algún motivo, aquella desconocida amaba a su abuela. Para organizar un poco sus sentimientos, le ofreció café y caminó hacia la cocina donde, con todo en orden, encontró el polvo negro en la lata vieja de siempre, con un delicioso olor a recién molido. Tres minutos le tomó hervir agua en un jarro, poner el café en el colador de tela de gasa y hacer que el agua hirviente se escurriera despacio a través de los pequeños orificios para hacer un carretero claro, como siempre se había tomado en esa casa.

En la sala, la mujer ahora lucía un poco recuperada.

—Tu abuela era de otro mundo —le dijo a Marta mientras agarraba la taza de café con las dos manos y empezaba a moverse en su balance.

Marta detalló las uñas rojas en unas manos hechas de callos, unas orejas llenas de perforaciones, una nariz de poros muy abiertos. Sintió un olor a colonia de violeta, y no dijo nada, solo escuchó de nuevo, como decía la carta de la abuela que hiciera.

—Un día estaba caminando por esta calle. En el portal estaban el Quinto, Mortadella y dos loquitos más. Todos habían venido a comerle el almuerzo a tu abuela. Ella salió en ese momento con unos platos de aluminio lleno de arroz, frijoles y boniato. Me miró de reojo, un segundo le bastó y, yo no sé cómo, pero lo supo todo. Me gritó: “Ven acá, ven acá”. Me sentó en una banqueta que tenía ahí en el portal y me trajo un vaso de agua. Yo estaba agotada. Ni sé cuánto tiempo llevaba caminando. “A tu casa no vuelves”, me ordenó como si yo le hubiera contado todos mis dolores, cuando yo no tenía ni fuerzas ni ganas ni cabeza para pronunciar ni media palabra. “Esas marcas que te tapa la camisa blanca de mangas largas, se te ven todas en los ojos. Tú ya sabes que te va a matar a ti también si vuelves”. Yo empecé a llorar y no podía ni levantarme del banco. Ese día dormí aquí, esa semana entera dormí aquí, en un catre que me arregló al lado de su cama. Por las noches me hablaba del mar hasta que yo me quedara dormida. Me contaba lo mucho que le gustaba mojarse los pies en la orilla, sentir el sabor del agua salada en los labios y yo me rendía imaginando que ella y yo caminábamos descalzas sobre la arena. Más nunca regresé a mi casa. Tu abuela me salvó la vida.

—¿No sabías que ella había muerto?

—Me fui hace años del Central. En cuanto pude, me fui de aquí con un dinero que ella misma me regaló. Pero, mira, siempre traigo su foto en el monedero. —La mujer abrió su cartera y le extendió un pedazo de papel arrugado en el que Marta reconoció de inmediato a su vieja bigotuda y mal encarada. Llevaba una bata azul, y extrañamente sonreía bajo sus espejuelos redondos demasiado grandes para su carita severa—. La última vez que regresé, me dijo: Si no puedes volver más a visitarme, no importa. Yo entiendo. Pero necesito que vengas, sin falta, tal día a tal hora. Y yo no podía quedarle mal, no podía no cumplirle, así que aquí estoy. Este fue el día y la hora en que ella me pidió que volviera.

Marta se paró, caminó hacia el sillón y le puso una mano en el hombro a la mujer, que otra vez había empezado a llorar.

—Estaba segura de que ella iba a estar aquí, de que me iba a invitar a almorzar arroz con boniato, de que le iba a poder contar que me volví a enamorar y que vivo en Caibarién, cerquita del mar, como soñábamos. Le venía a decir que soy todo lo feliz que puede ser una mujer como yo. Y no entiendo qué ha pasado.

Marta, sin embargo, sí entendía. Entendía el propósito de aquella cita, escuchaba a la casa y a su abuela hablando a través de ella y de la gente que amó. Pidió permiso y caminó otra vez al cuarto, con los ojos hechos agua y la sensación de tener la mente despejada por primera vez en años. Se sobó por instinto los brazos y sintió el dolor de sus marcas más viejas en todas las palabras que había callado y en todos los horrores que su cuerpo había sufrido a manos de Manolo, como si no tuviera más opción en la vida. Pero sí la tenía, tenía a su abuela y tenía al central. De pie frente a la cama, terminó de leer la carta cuyo final más o menos presentía:

Martita, Rafael siempre va a estar aquí para ti, como estuvo cada vez que te perdías por ahí. Él te va a ayudar con las gallinas que vas a querer criar y con las calabazas amarillas que van a renacer en el patio. Tenle paciencia, tú sabes que él deja de saltar en cuanto se siente seguro. Y no tengas miedo mija, que no te vas a sentir sola, porque no estás sola, Martita. Ni el día que tu madre te dejó conmigo te sentiste sola, no tendrías por qué estarlo ahora que ya no nos necesitas a ninguna de las dos. Al perro que llegará un día olfateando la entrada de la casa, a ese ponle Silvestre, como aquel primer loquito al que le dimos juntas un plato de comer cuando tú eras una renacuaja y todavía no ibas a la escuela. Fuiste tú quien abrió esta casa a todos ellos, Martita, ¿o ya no te acuerdas? Fuiste tú quien me dijo que teníamos que ocuparnos de todos los que nos necesitaban, incluida Mortadella, porque no tenían a más nadie, porque solo querían amor y comida y un traguito de café. Tú sabes por qué has regresado, y por qué he dejado yo todo listo para que regreses.

Te amo, siempre

Marta dejó la carta sobre la cama y volvió a la sala. En el sillón seguía la visita dándose balance. Más calmada, absorbía despacito el café aguado, con el exacto color del que hacía la abuela. Marta buscó al Quinto con la vista y se encontró con que él miraba con exagerada atención el reloj de la pared que marcaba las 12 en punto.

—¿Qué hay de almuerzo, Martita? ¿Qué hay de almuerzo? —, le soltó con natural premura, como si fuera una pregunta que le había hecho cada tarde en los últimos diez años.

—Huevo y arroz, Rafael—, respondió ella, como si sus palabras también hubieran estado ahí siempre, listas para ser dichas.

—Ño, pero ¿y frijoles? —rezongó él.

De vuelta a la cocina, Marta sacó los platos de aluminio del mueble que estaba encima del fregadero. Encendió el carbón que seguía fresco en la hornilla y sintió el olor a quemado que se regaba por toda la casa ocupándola suavemente. Afuera, los pájaros empezaban a trinarle al mediodía. Manolo no iba a poder ponerle un dedo más encima, ni más celos, ni más escándalos en la calle, ni más maquillaje para que los alumnos no la vieran golpeada. Por suerte él no tenía idea de dónde quedaba el Central, nunca le había prestado atención a sus cuentos de infancia, se moría de celos cuando ella trataba de contarle sus historias de juventud y, la verdad, seguro que tampoco se asombraría demasiado de no verla regresar a New York. Ella allí no tenía nada. Su madre sí pondría el grito en el cielo, qué como iba a volver a vivir en aquella miseria de país, con el trabajo que le costó sacarla de toda esa mierda, con los sacrificios que hizo al dejar a la familia. Pero Marta confiaba en que su abuela había dejado todo en orden; tenía la certeza de que ser pronto olvidada en New York era parte de su destino, como cuidar de los locos del Central lo había sido siempre, desde que nació. Abrió el refrigerador y encontró dos boniatos en el fondo del viejo Westinghouse.

—También hay boniato, Rafael, huevo, arroz y boniato —gritó—. Los frijoles los hago mañana. Busca a Mortadella, que hoy vamos a almorzar nosotros cuatro. ¿Sí se queda a almorzar, amiga, verdad? Pero dígame, dígame, ¿cómo fue que me dijo que se llamaba?

 

*Este cuento es parte del libro más reciente de la autora, Retratos de la orilla (Aristas Martínez, España / Palíndroma, México, 2022)

 

Dainerys Machado Vento (La Habana, 1986) es doctora en estudios literarios, lingüísticos y culturales por la Universidad de Miami. Tiene una maestría en literatura hispanoamericana por El Colegio de San Luis, A.C., México. Es autora de los libros de cuentos Las noventa Habanas (Katakana, 2019) y Retratos de la orilla (Aristas Martínez y Palíndroma, 2022). En 2021, la revista Granta la incluyó en su segunda lista de “Los mejores narradores jóvenes en español”. Ha colaborado con revistas como Letras LibresCuadernos HispanoamericanosCasapaísLa Gaceta de Cuba, entre otras. Su Twitter: @Dainerys_MV

 

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Posted: November 25, 2022 at 9:33 am

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