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LOS SALONES DE BELLEZA DEL FIN DEL MUNDO
COLUMN/COLUMNA

LOS SALONES DE BELLEZA DEL FIN DEL MUNDO

Cristina Rivera Garza

Nunca han sido lugares inocentes. Los salones de belleza son, entre otras cosas, esos sitios de experimentación en donde se reproducen ideales de belleza femenina que inician por el cabello, pasan por toda la extensión de la piel, y llegan hasta la punta de las uñas. Si le quisiéramos creer a Silvia Federici, esas salas rodeadas de espejos donde una serie de tecnologías (del secador de pelo a las pinturas de uñas, de las ceras calientes a las tijeras) aseguran la visibilidad de un ideal de feminidad y domesticidad burguesa bien podrían ser las herederas soft de los cuartos de torturas por los que pasaron cientos de miles de mujeres pobres acusadas de ser brujas tanto en Europa como en las Américas. Tal vez exagero. Tal vez no.

La belleza femenina no ha sido un componente menor en la reconfiguración de jerarquías de género que, a la par de la división sexual del trabajo, dieron lugar a procesos modernizadores capaces de explotar y extraer ganancia de los cuerpos de las mujeres. En tiempos de las grandes crisis demográficas de mediados del siglo XVI, el estado convirtió a los cuerpos de las mujeres en recursos naturales y logró involucrarse cada vez con mayor fuerza en el control de su capacidad reproductiva. No quiere esto decir que el cuidado de la apariencia física no haya preocupado a la humanidad en Grecia o China antes de los procesos de modernización occidental, o que la desigualdad de género haya sido inaugurada después de la guerra contra las mujeres que se disfrazó de cacería de brujas, pero sí que la belleza física de la mujer empezó a jugar papeles de importancia específica conforme se acentuaba su degradación laboral y su creciente falta de autonomía bajo el régimen del capital.

A diferencia de los servicios que se impartían en las casas particulares de las clases acomodadas, en el salón de belleza moderno, el cual empezó a aparecer en los centros urbanos más o menos hacia fines del XIX en Estados Unidos, se ofrecían cortes de pelo o tónicos para el cabello o el cuidado de la piel a clientas de menos recursos. Las mujeres que asistían a estos sitios no solo pagaban por un peinado o un producto sino también por una novedosa experiencia de servicio. Apostadas en sillas reclinables o extendiendo las manos sobre mesitas especialmente creadas para el cuidado de las manos, una gama más amplia de mujeres pudo experimentar en carne propia los mimos que hasta hacía poco eran el privilegio de otras con más fortuna. Ahí, entre olor a spray o jabones especiales, bajo las manos que propiciaban el bienestar de los cueros cabelludos, las nuevas damas lograban ahondar una línea divisoria con respecto a las empleadas, jóvenes que usualmente habían sido trabajadoras domésticas con anterioridad, con la que establecían diferencias de clase, a veces reales y a veces no, que también eran centrales a la experiencia de la belleza. Tienen razón los que aseguran que, en tiempos de COVID-19, cuando las mujeres privilegiadas pusieron el grito en el cielo exigiendo que abrieran lo que en México también se conoce como las estéticas, éstas no solo reclamaban un corte de cabello o un tinte, sino el derecho de servirse del trabajo de otros sin importar los riesgos sanitarios por los que tuvieran que pasar. Así, no sólo el producto del salón de belleza contribuye a una jerarquía de género, sino que también reproduce en sus instalaciones una férrea dicotomía de clase.

Con todo, las salas de belleza son más que unilaterales sitios de opresión. Como espacio destinado a jugar abiertamente con el artificio, ahí confluyen estilistas y peinadores de géneros variados, privilegiando con mucho la presencia de cuerpos y sexualidades no-normativos. Contrario al estereotipo del salón de belleza como un territorio eminentemente femenino, por ejemplo, Terminal, el negocio del narrador sin nombre de Salón de Belleza, la novela del escritor mexicano Mario Bellatin, sólo permite el ingreso hombres, especialmente a los contagiados por una misteriosa epidemia que los deja en estados de extrema precariedad. Y, en uno de los ejemplos más lozanos de la sátira nacional, es en un salón de belleza que la escritora mexicana Rosario Castellanos ubica la afilada obra de teatro feminista que escribió hacia el final de su vida, cuando ya era embajadora de México en Israel.

El sitio se presta, como lo muestra con creces El eterno femenino, para la réplica y la ensoñación crítica. No sólo están ahí reunidas esas mujeres que pasan juntas al menos una hora, aunque a veces más, ya sea a diario o dos veces a la semana, sino también esa serie de instrumentos que, de hecho, ofrecen una complicada fisionomía extraterrestre que hace presentir algo más. Con su postura casi religiosa, las secadoras fijas de pelo imponían la inmovilidad física pero, a cambio, podían desatar el pensamiento, ese ejercicio de alto riesgo, especialmente para las mujeres. O la ensoñación. Y eso es lo que le ofrece un agente de ventas a la dueña del negocio que examina la mirada escrutadora de Rosario Castellanos: una novedosa intervención tecnológica que, con tal de prevenir la reflexión que con frecuencia es resultado de la ociosidad, les obsequiará a las mujeres la capacidad de hacer otra cosa menos riesgosa con su tiempo mientras esperan a que el calor haga milagros con su pelo: divertirse, sí, mientras son inducidas al sueño. 

Descrito como un ensayo performático o como una farsa, y bien puede ser las dos cosas, El eterno femenino somete a Lupita, una mujer que ya ha dado el sí pero que todavía no se casa, a la experiencia de imaginar su futuro, visitar el pasado, e interrogar su presente mientras su cabeza se encuentra dentro de la secadora. Adelantándose a los ejercicios de la ficción especulativa, Rosario Castellanos propone aquí que “una máquina, una computadora, un cerebro electrónico” se encargue de generar relatos perfectos e inocuos para que las mujeres pasen las horas protegidas hasta de sí mismas. Es difícil imaginar que la autora de “La lamentación de Dido”, el grave poema de desamor en el que Rosario Castellanos se refirió al sexo como “el ayuntamiento de los cuerpos” sea la misma autora que escribió, con la espada desenvainada y a carcajada batiente, este recuento de los estereotipos femeninos de más peso en la historia de México —empezando con La Malinche y llegando a Rosario de la Piedra sin olvidar una visita con Sor Juana y otra con la Corregidora. Nada se escapa a su mohín crítico y a su particularmente feroz manera de desacralizar los monumentos del patriarcado: la soltera, la esposa, la amante, la prostituta, la funcionaria, todos los lugares comunes de la feminidad que son, también, los lugares comunes del mandato de la masculinidad.

Los cabellos de Lupita dejan mucho que desear al final de la jornada, pero su visión del mundo ha sido alterada, seguramente para bien. Como lo demuestran las mujeres que han aprovechado la primera posibilidad de salir durante la cuarentena para ir al salón de belleza, los cabellos además de ser cuestión de ideas, también son cuestión de política. En el documental de Agnes Varda sobre los Panteras Negras (producido en 1968 pero de obligada revisión en tiempos de racismo exacerbado y rebeliones urbanas), Kathleen Cleaver —profesora, activista y entonces esposa de Eldridge Cleaver— porta, como tantas otras mujeres negras de los años sesenta, una afro fenomenal que luce orgullosa. La decisión es de tal importancia que, después de describir con cuidado las estrategias de acción del partido, Kathleen se toma su tiempo para describir el rechazo a todos los productos para alaciar el cabello de los africano-americanos como una nueva actitud beligerante y política asociado al lema black is beautiful. Más recientemente, en la película Ya no estoy aquí, dirigida por Fernando Frías, un joven demuestra su pertenencia y lealtad a los terkos, una clicka de los barrios bajos de Monterrey cuyos miembros bailan cumbias, a través de su rimbombante corte de pelo: patillas largas, flecos bien recortados sobre la frente, atrás de los cuales se yerguen unos cabellos decolorados. Cuando un problema de violencia lo expulsa de su terruño y lo lleva a Nueva York, su peinado produce admiración y pronto le consigue adeptos. ¿Dónde me puedo hacer un corte igual?, le preguntan con curiosidad no fingida.    

Las mujeres que piden a gritos su derecho a abrir las puertas de los salones de belleza del fin del mundo no sólo quieren cortes de pelo o peinados, sino también, acaso sobre todo, un tinte para cubrirse las canas. Al contrario de los hombres, quienes supuestamente sí se ven bien con los cabellos blancos, pintarse las raíces del cabello es una especie de ritual por el que atraviesan la gran mayoría de mujeres de mediana edad. Ese ideal de belleza femenina que enfatiza la juventud como trofeo no puede verse manchado por el gris de la edad. Disimular es el nombre del juego. En los últimos años, sin embargo, las canas han alcanzado una popularidad nunca antes vista entre mujeres, a tal grado que, incluso las más jóvenes, recurren a estéticas para pintarse el pelo de gris o para teñir el cabello con mechas plateadas. Tal vez la pandemia logre exacerbar ese patrón de conducta, logrando que más y más mujeres, maduras o no, descubran y acepten (e incluso celebren) el verdadero color de su pelo. Alguna vez Liv Ullmann, la directora de cine noruega y actriz que participó en muchas de las películas de Ingmar Bergman, declaró que rechazaba someterse a cualquier cirugía plástica porque “tenía curiosidad de ver el rostro que dios le había reservado para su edad adulta”. Yo dejé de pintarme el pelo por razones menos místicas hace ya años, pero la melena gris igual me deja ver que lo que la biología y la cultura me tenían preparado para la así llamada madurez también es una forma de libertad.

 

Cristina Rivera Garza es la autora de Nadie me verá llorar (México/Barcelona: Tusquets, 1999)La cresta de Ilión (México/Barcelona: Tusquets, 2002)La muerte me da (México/Barcelona: Tusquets, 2007), Dolerse. Textos desde un país herido (Mexico: Sur+, 2011) entre otros. Su título más reciente es Había mucha neblina o humo o no sé qué (México: Literatura Random House, 2016).  Es columnista en Literal Magazine. Su Twitter es @criveragarza

 

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Posted: July 19, 2020 at 10:07 am

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