En la canoa
Tatiana Salem Levy
Traducción Rodolfo Mata y Regina Crespo
Altamir obtuvo su libertad en 1993, poco antes de la desactivación del presidio. A principios de la década de 1980, con casi 30 años, se lo llevaron a la Colonia Penal Cândido Mendes, en Ilha Grande.
Durante los primeros años, vio pocas veces la playa y la selva exuberante de Dois Rios. De vez en cuando le daban permiso de salir con algunos prisioneros a bañarse al mar.
El contraste entre la belleza natural del pueblo –los cerros verdes y húmedos, los árboles enterrados en la arena amarilla, los ríos que desembocaban en el mar, uno en cada rincón de la playa– y su celda minúscula le oprimía el pecho cada vez que arribaba al paisaje. Entonces, pensaba en el motivo que lo había llevado hasta ahí, y se ahogaba en la inevitable fantasía de lo que habría sido su vida, si por un segundo sus decisiones lo hubieran conducido en otra dirección.
Sin embargo, con el tiempo se acostumbró a la rutina, y el motivo de su detención terminó por volverse un episodio lejano, el rastro de una época que se veía tan distante que parecía no haber existido nunca. A lo largo de los meses y los años, conquistó pequeñas victorias, hasta que obtuvo el derecho de pasar las tardes con su mujer, en una casa que le concedía el Estado; sólo tenía que ir a dormir a la Colonia. Antes de mudarse definitivamente a Dois Rios, Dóris visitaba a su marido todos los sábados.
La mañana en que Altamir fue liberado, ella lo estaba esperando con las maletas listas, la sonrisa estampada en el rostro. Hacía años que soñaba con el momento en que regresaría a Campos dos Goytacazes, en el interior de Rio de Janeiro, donde se habían conocido. Ni siquiera se preocupó por los objetos de la casa, puso la ropa en la maleta y esperó, impaciente, a que llegara. Tenía prisa de subirse al camión rumbo a Abraão, donde tomaría la barcaza hacia Mangaratiba. Tenía prisa por abandonar el pueblo, demasiado tranquilo para sus aspiraciones de mundo.
Desde el murete de piedra, la vio sentada en la terraza, en una de las cuatro sillas de plástico, las maletas atiborradas descansaban a sus pies.
Ella sonrió.
Él, al contrario, se ensimismó y, en silencio, subió los escalones hasta la varanda y recogió las maletas. Dóris fue tras él y con voz todavía dulce, perdida en la incomprensión, le preguntó:
–¿Qué estás haciendo?
Él no respondió. Llevó las maletas hasta el cuarto y fue a bañarse. Con el cabello mojado y la misma ropa, volvió a encontrar a su mujer y las maletas en la varanda. Y volvió a recogerlas.
–Nos quedamos– afirmó.
Dóris fue víctima de una violenta estupefacción: había esperado al marido todos esos años, día tras día, siempre fiel, y ahora que lo habían soltado ¿quería seguir estando preso? Entonces qué, ¿quería seguir en Dois Rios? La decisión de Altamir se le hizo equivocada e injusta. Pensó en gritar, en exigirle que se fueran de ahí, a Campos o a cualquier otro lugar que no fuera el pueblito de la Colonia Penal donde había pasado más de diez años de su existencia. Pero cuando buscó sus ojos, él estaba en el otro rincón de la casa, sentado en el sofá despintado, encendiendo un cigarrillo.
Dóris comprendió que había tomado esa decisión hacía mucho tiempo, ninguna palabra lo haría cambiar de idea.
–Quédate tú– le dijo, con voz firme.
En seguida, ella tomó sólo su maleta y abandonó la casa, sin mirar hacia atrás, sin escuchar lo que el marido no llegó a pronunciar.
Fue la última vez que se vieron.
Sería mentira decir que no extrañó a su mujer, pero ¿abandonaría la vida que había construido? ¿Iría a Campos y sería quién? ¿Comenzaría todo desde cero? Y eso no era todo. Le gustaba estar allí, escuchando el chirlido de las gaviotas, la orquestación de los insectos y de los colibríes, el croar de los sapos. Le gustaba estar en una isla, en un pedazo de tierra apartado del continente, calculando las horas por el mar y el viento, no por el reloj.
¿Volver a un mundo de concreto, sin perspectivas?
No, no podría.
Poco a poco, se acostumbró a su ausencia, de la misma manera como antes se había acostumbrado al espacio cerrado de la celda, a la falta de horizonte. Altamir era un hombre de costumbres. Y un hombre solo, muy solo.
Vivía en la isla como si formara parte de ella, era sólo un animal más de la tierra, como las serpientes, los lagartos, los micos. Entre él y la realidad a su alrededor no había diferencia. Después de tantos años en el pueblo, acabó echando raíces.
Un día, sin más ni menos, sin pensar en el antes y en el después, empezó a construir una canoa. Pasaron dos meses hasta que la embarcación estuvo lista, con los remos que él mismo había improvisado. En la cárcel, había aprendido a tallar madera, y hacer una canoa le pareció tan natural, como sumergirse en las aguas saladas en busca de peces lo era para las gaviotas.
Durante más de una década, arrastró la canoa casi a diario hacia el mar o hacia el río, dependiendo de la fuerza de las olas. Sólo en caso de tempestad, no se deslizaba por las aguas. De lo contrario, aún con lluvia leve, remaba contra la corriente, si estaba en el río, o lejos de tierra firme, si estaba en el mar.
Una noche en que la luna llena despuntaba en el mar y las pequeñas olas blanqueaban la negrura del paisaje, entró en la canoa para no volver nunca más. La canoa se alejó con ritmo lento. Si alguien hubiera estado en la arena, habría visto el horizonte transformarse poco a poco en una pincelada negra, de la cual emanaban solamente el amarillo-mantequilla de la Luna y el blanco suave de las olas. Pero no había nadie.
Así fue como Altamir se metió en la canoa para derivar sin rumbo por el agua lisa y resbalosa de los océanos.
Y como era un hombre solo, nadie lo vio partir. Nadie esperó su regreso.
Posted: January 10, 2013 at 1:07 pm
Great – Gracias