Fiction
Declaración jurada

Declaración jurada

Martha Bátiz

Yo, Lorraine, mayor de edad y con domicilio permanente en la cabaña en medio del bosque (y en la mente de un sinfín de personas que nunca se han molestado en averiguar siquiera mi nombre),

DECLARO BAJO JURAMENTO O PROMESA SOLEMNE QUE

las historias que circulan por el mundo sobre cómo estuve a punto de perder la vida son falsas mentirosas desacertadas y falaces. He permanecido en silencio porque el sistema que tuvo la última (falsa mentirosa desacertada y falaz) palabra sobre mí así me lo imponía, pero ahora que al fin las mujeres podemos dar nuestra versión de los hechos sin temor a represalias (hago un aparte para dar las gracias a #SeVaACaer y #LoVamosATirar, porque una puede vivir en medio del bosque pero eso no significa que no se entere de lo que pasa), al fin reclamo mi derecho a hablar.

Nací en la región del Loira y crecí en una granja en las afueras del pueblo junto al bosque. Mis padres eran muy pobres pero me enseñaron a valerme por mí misma desde pequeña. Aprendí a usar un hacha y a transformar troncos en vallas y muros; aprendí a degollar ovejas y tejer abrigos y preparar sopas; aprendí a sembrar papas y cebollas. Doce lunas después de mi primer sangrado, mi padre me ofreció en matrimonio con un hombre que tenía una tienda en el centro del pueblo. “Eso garantizará tu futuro y tu estabilidad”, dijo al darme la noticia. Recuerdo que las cebollas que traía en mi cesta rodaron por el piso de tierra de nuestra vivienda cuando lo escuché. Nunca me preguntó si quería casarme o marcharme del único sitio que conocía. “Te he preparado bien para la vida”, me dijo, “recuerda que le debes obediencia a tu esposo”.

Mi. Esposo.

Mi esposo parecía mayor que mi propio padre. Había perdido la mitad de los dientes y el cabello, y la vida cómoda que llevaba como tendero le había dejado las carnes flácidas blandas sin consistencia. Cuando me arrojó a la cama sin que yo supiera qué era lo que quería de mí, sus carnes flácidas blandas sin consistencia me sofocaron como pellejo de oveja enferma. Que conste ante los jueces los hombres el mundo Dios que nunca quise ni disfruté sentir su hollejo entre mis piernas, que luché contra él y lo vencí pero me amenazó con destruir la granja de mis padres y llevarlos a la cárcel porque él era un hombre poderoso, dueño de la mejor tienda, amigo del alcalde y los gendarmes y yo, nadie, solo una campesina que violaba la ley, la ley de obediencia a mi esposo.

Mi. Esposo.

Mi esposo no violaba ley ninguna cuando me violaba a mí, al contrario, cumplió con la ley de Dios al darme un crío, una hija que quise muchas veces asfixiar para que no sufriera mi mismo destino (como entonces deseé que mi madre me hubiera asfixiado a mí, y me pregunto si lo habrá intentado). Nombró a mi hija como yo, acaso para extender la maldición. Ella debe haber tenido unos seis años cuando empecé mi proyecto: construir una cabaña en el medio del bosque, una cabaña a donde huir en cuanto las carnes flácidas blandas sin consistencia de mi esposo se terminaran de pudrir. La construimos juntas Lorraine y yo, en secreto. Le dije que sería el lugar donde llegarían los elfos y las hadas a visitarla, el lugar donde siempre estaríamos seguras. Pero en cuanto mi esposo murió y fuimos libres, ella prefirió quedarse en el pueblo. Se iba pareciendo cada vez más a su padre y disfrutaba de atender la tienda y hornear golosinas que ablandan la piel y los dientes y yo no le enseñé a comer. No me dolió dejarla. Llegué a mi cabaña una tarde durante el verano y me sentí libre ligera soberana y me prometí que nunca más dejaría que nadie gobernara mi vida.

Lorraine se casó con el hijo del dueño de la panadería y me invitó a la boda, pero no quise asistir. No habría podido soportar ver a mi hija convertida en mi esposo y encadenándose subyugándose aherrojándose con anillos y actas y flores cortadas que mueren en dos días la misma muerte prematura que el alma de quien las porta.

No mucho tiempo después nació mi nieta, a quien mi hija también llamó Lorraine. Era demasiado. Tomé lana de la mejor de mis ovejas y me senté con mis agujas frente al fuego con la esperanza de tejer algún remedio que rompiera la maldición. Cuando la niña cumplió cinco años le entregué el objeto que urdí usando hierbas, rayos de luna y sangre de cordero, y le ayudé a ponérselo. Con esta caperuza roja, le dije, estarás siempre protegida de todo el que quiera apropiarse de ti de tu mente tu alma. Esta caperuza borrará tu nombre y será tu enseña escudo identidad hasta que el sol deje de brillar.

El resto de la historia es por todos conocida excepto que el final es falso desacertado mentiroso y falaz. Yo le dije a Lorraine que ya no quería que mi nieta viniera a visitarme. El pueblo y ella habían crecido y los peligros también. Temía, en lo más profundo de mi corazón, que la caperuza no fuera infalible. Que algún hombre tomara a aquella niña como me tomaron a mí. Mi deseo era quedarme sola y así morir, en paz, cuando me llegase la hora. Pero si para algo nació mi hija fue para desobedecerme (ojalá hubiera yo sido así en su momento, me digo siempre, pero los ojalás son inútiles vanos inanes).

Al lobo le abrí la puerta en pleno uso de mis facultades mentales y por mi propia voluntad: quería que me comiera para eliminar de tajo los motivos para que la niña atravesara el bosque. Pensé que me iba a doler, pero aquel lobo supo arrancarme el más profundo gemido de placer antes de hacernos uno. Quiero dejar claro que yo no esperaba a la niña en la cabaña ese día, le había hecho saber que me encontraba indispuesta. Debí imaginarme que sería justo entonces cuando la irresponsable de su madre la enviaría a visitarme.

Lloré por la ausencia del lobo muchas noches. Nunca había descansado con tanta paz como contra su vientre. A mi nieta la eché de la cabaña y le ordené que no volviera jamás, ni sola ni mucho menos con su aquella mujer que nos unía y que yo no podía reconocer como alguien relacionada a mí. Deben haber sentido mucha vergüenza porque en el pueblo les dio por contar otra cosa. La gente no soporta que la mujer no sea dulce abnegada bondadosa y estas cualidades a las abuelas nos obligan a duplicarlas, pero no todas nacimos para cuidar hijos nietos exprimirnos nulificarnos dar y seguir dando para siempre jamás. Si esta historia nuestra que tanto se ha manoseado se escribiera hoy, yo le agregaría un pañuelo verde y tuits con hashtags subversivos agitadores insurrectos. Pero no soy la autora del cuento y, aunque lo conozca mejor que él (¿y qué mujer no conoce mejor nuestra historia que cualquier hombre?), no puedo hacer otra cosa que dar mi versión de los hechos y dejar que el lector juzgue lo mucho que han cambiado, y no, las cosas en el mundo.    

Declaración que efectúo a todos los efectos legales, consciente de las responsabilidades de orden civil y penal que conlleva.

Y para que así conste y surta los efectos oportunos firmo la presente declaración en el juzgado del maldito pueblo al que no pienso volver, a cualquier fecha en que esto se lea porque mis palabras continuarán vigentes.

                           Firma: Lorraine (una abuela tan involuntaria como eterna)

 

Martha Bátiz es escritora y ha ganado varios premios internacionales, entre ellos el Miguel de Unamuno de Salamanca, España, por su cuento La primera taza de café. Su primera colección de cuentos se titula A todos los voy a matar (Ed. Castillo, 2000); ha publicado la novela Boca de lobo, que fue premiada en el certamen internacional Casa de Teatro de Santo Domingo, y publicada bajo el sello de León Jimenes. Posteriormente fue publicada por el Instituto Mexiquense de Cultura (2008) junto con una versión al inglés bajo el sello de Exile Editions (2009). Martha es doctora el literatura latinoamericana, traductora profesional y fundadora del programa de escritura creativa en español que se ofrece en la Universidad de Toronto. Su Twitter @mbatiz

 

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Posted: June 16, 2021 at 9:03 pm

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