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El trono y el aula
COLUMN/COLUMNA

El trono y el aula

José Antonio Aguilar Rivera

Unas semanas atrás los estudiantes del CIDE, donde he sido profesor por más de un cuarto de siglo, leían a Stuart Mill y a Marx. Investigaban y escribían sus seminarios al tiempo que lidiaban con los retos de las clases en línea. Un día todo eso cambió.  Hoy, están en pie de lucha y han abanderado la defensa de su institución frente a la intervención política e ideológica que ha sufrido por parte del gobierno. Muchos otros han hecho la puntal recapitulación de los eventos que culminaron en el conflicto político que hoy ha puesto a esta minúscula comunidad en el centro de la discusión pública. El CIDE es un centro público de investigación del Estado mexicano; una institución que es de todos los mexicanos. En un contexto en el cual el jefe del ejecutivo ha embestido contra las universidades del país la súbita y espontánea rebeldía de los estudiantes del CIDE los colocó de pronto en un lugar simbólico de primer orden. Un día los alumnos se ocupaban de la historia, al siguiente la historia se ocupa de ellos. Es importante reflexionar sobre ese lugar desde donde interpelan, no solamente al poder interventor sino a la comunidad universitaria y científica del país en su conjunto. El suyo es un llamado poderoso porque reclama para sí una voz que resuena en la historia del país.

En un contexto en el cual el jefe del ejecutivo ha embestido contra las universidades del país la súbita y espontánea rebeldía de los estudiantes del CIDE los colocó de pronto en un lugar simbólico de primer orden.

La circunstancia actual recuerda a otras en las cuales la universidad se ha enfrentado al poder interventor. En septiembre de 1934 el rector de la Universidad de México Manuel Gómez Morín hizo una vigorosa apología de la autonomía.[1] Defendía a la universidad de la andanada ideológica del gobierno mexicano, el mismo que pugnaba por la educación socialista. El poder blandía la fuerza ante la inteligencia. “Aun puede aceptarse”, contendía entonces Gómez Morín, “que por ‘razón de Estado’ se suprima la Universidad. Lo que no puede tolerarse, porque es contradictorio en sus términos, es que se diga que la Universidad ha de aceptar por decreto una postura filosófica, científica o social de cualquier clase. En numerosos casos históricos la ‘razón de Estado’ ha prevalecido sobre la ‘razón’; mas la experiencia uniforme demuestra que a pesar de la clausura o del envilecimiento de la Universidad, al lado o por encima de la Universidad desfigurada, el pensamiento ha seguido cumpliendo su ley vital de crítica y de renovación hasta lograr de nuevo que la ‘razón’ impere sobre la ‘razón de Estado’.

El CIDE sabe que su única arma frente al poder inmenso que enfrenta es la razón pública. Gómez Morín y Antonio Caso reconocerían el desequilibrio brutal en el que nos encontramos frente al Goliat político que quiere aplastarnos. Sin embargo los débiles no sólo cuentan con la razón sino también con la dignidad que el abuso político sólo convoca. Porque la respuesta digna frente a la intimidación es la rebeldía. En esta desigual lucha estamos en buena compañía histórica. Los políticos enamorados de su propia voz y que hacen del monólogo un sistema acabarán por desaparecer un día. El ejemplo moral de estos días de furia, en cambio, quedará para que futuros defensores de la universidad lo consignen.

Los políticos enamorados de su propia voz y que hacen del monólogo un sistema acabarán por desaparecer un día. El ejemplo moral de estos días de furia, en cambio, quedará para que futuros defensores de la universidad lo consignen.

La calumnia y la denostación han sido siempre los recursos de elección del poder en sus embates contra la universidad. Como afirmaba Gómez Morín en 1934: “se dice también que la Universidad es refugio de reaccionarios porque la libre opinión permite enseñar como ciertas, doctrinas muertas ya; porque en la Universidad se profesan tesis contrarias al mejoramiento humano o se divulgan críticas en contra de la organización política actual; porque de la Universidad forman parte enemigos naturales de la Revolución. Ese es, por supuesto, repetido en todos los tomos de la gastada literatura política, el argumento principal del ataque contra la Universidad. Y es el principal porque quienes lo usan conocedores prácticos de la sicología política, saben bien que, por encima de toda consideración nacional, el procedimiento para obtener decisiones  políticas es siempre el de suscitar la desconfianza de los poderosos en contra de la institución o de la persona atacada y debilitar la defensa, haciéndoles sentir que, si cooperan en ella, pueden quedar automáticamente incluidos en las listas negras de la política. Precisa recordar, además, que algunas palabras acuñadas para la circulación política acabaron por perder, pasando de lengua en lengua, todo sentido positivo. Así, la de ‘reaccionario’ ya no tiene otro valor que el de una pedrada verbal que tiran los políticos contra el que no está con ellos, cualquiera que sea su actitud”. Reemplacemos la palabra “reaccionario” por “neoliberal” y tendremos una foto de familia de quienes hoy pretenden vulnerar a las universidades interviniendo en su vida interior.

El CIDE se ha reconocido en el embate que sufre como una verdadera comunidad. Por encima de las múltiples diferencias, algunas de ellas muy sustantivas, todos —profesores, alumnos y trabajadores— se han imaginado como partes de un proyecto común, un proyecto por el que vale la pena luchar esta injusta y desigual pelea. En el centro de esa profesión está la certeza de que el CIDE encarna una visión meritocrática de la educación y un compromiso indeclinable con la investigación de gran calidad. Contra la caricatura infamante de los estudiantes como egoístas e interesados lo que explica su rebelión es precisamente su cabal comprensión de lo que esperan: una educación pública de altísimo nivel. Son la apuesta del Estado mexicano para formar individuos críticos, comprometidos y competentes. Son quienes mejor entienden que este pequeño lugar es ejemplar en más de un sentido: es un logro cabal de lo público. Es la constatación de lo que el Estado mexicano es capaz de hacer. Cuando la intervención ideológica amenazó la misión central del CIDE para convertirlo en el “acompañante” del gobierno en turno fueron los alumnos quienes comprendieron lo que esto implicaba. Uno de ellos lo sintetizó  emotivamente en un cartel de lucha: “Somos los defensores del CIDE”. Eso son. Gómez Morín lo aplaudiría: “el trabajo universitario no puede ser concebido como coro mecánico del pensamiento político dominante en cada  momento. No tendría siquiera valor político, si así fuera planteado… y en cuanto [el trabajo universitario] debe incluir la preparación ética de los jóvenes, ha de ser levantado y responsable, no apegado servilmente a los hechos del momento ni a la voluntad política triunfante”. Bravo.

La libertad, como escribió Octavio Paz en El ogro filantrópico,  “no es ni una filosofía ni una teoría del mundo; la libertad es una posibilidad que se actualiza cada vez que un hombre dice No al poder, cada vez que unos obreros se declaran en huelga, cada vez que un hombre denuncia una injusticia”. La libertad se ejerce cada vez que el aula opone la razón al trono; cada vez que un estudiante del CIDE levanta la cabeza y le espeta a Goliat esa magnífica y poderosa palabra: No.

[1] “La universidad de México. Su función social y la razón de ser de su autonomía”

José Antonio Aguilar Rivera (Ph.D. Ciencia Política, Universidad de Chicago) es profesor de Ciencia Política en la División de Estudios Políticos del CIDE. Es autor, entre otros libros, de El sonido y la furia. La persuasión multicultural en México y Estados Unidos (Taurus, 2004) y La geometría y el mito. Un ensayo sobre la libertad y el liberalismo en México, 1821-1970 (FCE, 2010). Publica regularmente sus columnas Panóptico, en Nexos y Amicus Curiae, en Literal Magazine. Twitter: @jaaguila1

 

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Posted: December 11, 2021 at 7:25 am

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