Essay
Cien años: las glorias del gran Ricardo Garibay
COLUMN/COLUMNA

Cien años: las glorias del gran Ricardo Garibay

Socorro Venegas

Tal vez nunca antes había sido tan consciente de las posibilidades infinitas y peligrosas del lenguaje. Tal vez no había considerado la importancia del peso de cada palabra. Y definitivamente, no había considerado que podía llamarme de otro modo. Que mi nombre, como los cuentos que quería escribir, podía ser fruto de mi imaginación. Estos aprendizajes iniciáticos ocurrieron de golpe, apenas atravesando el umbral del estudio donde Ricardo Garibay me recibió alguna mañana de 1996 en Cuernavaca.

Él aceptó que lo entrevistara después de interceptarlo en un pasillo del Jardín Borda. No sé cómo me atreví a pedírselo. Lo había leído, pero mi impresión más viva se debía al programa de televisión donde lo veía despotricar con agudeza, provocar, discernir y ejercer desde ahí una especie de magisterio. Sus programas eran lecciones de literatura, de filosofía. Me gustaban mucho las conversaciones que tramaba con María Pía Lamberti, Sandro Cohen o Ikram Antaki; la forma en que se le veía disfrutar de sus inteligencias. Entonces fui a entrevistarlo para una revista que creamos un grupo de amigos, todos jóvenes aspirantes a escritor, que llamamos Mala Vida. Al terminar aquella entrevista me dijo que podía seguir visitándolo. También me dijo, como de pasada: “Usted se llama Lidia”.

Tenía sus rituales con los jóvenes que lo iban a ver, les pedía por ejemplo que leyeran una página en voz alta. Diagnosticaba. Le parecía que ahí estaba la cadencia con que funcionaba una mente. Corregía. Preguntaba si ya se había leído esto o aquello. Detectaba lagunas, y algo muy importante: se interesaba, quería ayudar. Me prestó libros que devoré, me di cuenta de que yo no tenía la madurez para abarcar a Leopardi, pero también entendí el valor de leer algo que me superaba, a apreciar y amar la dificultad.

Cada vez que vuelvo a aquellos días no puedo evitar pensar que pude ser una discípula más constante. Vivía con una intensidad terrible una historia de amor que agonizaba, y algunas de mis conversaciones con el escritor se volvieron confidencias, las tribulaciones de una joven que él escuchaba con cierta avidez, ternura y, sí, envidia. Un día me dijo: “de modo que usted va y viene como si nada, a hablar conmigo de todo y de nada”. A mí me pareció que ya éramos amigos. Leyó y fue un crítico feroz de mis primeros cuentos, los que estaba reuniendo en un libro que se publicó en la editorial Tierra Adentro; en un gesto generoso, Ricardo Garibay escribió la cuarta de forros. También me aconsejó: “pida una beca para escribir, yo no la puedo recomendar porque me he peleado con todos. Pero no me desprecian. Yo los desprecio a ellos”, decía con talante soberbio. Igualmente absoluta era su entrega a la literatura: “escribo de rodillas, aquí sí soy humilde”. Sus batallas, las que más le importaban, ocurrían en el papel. Allá trasladó varias de las historias más poderosas de la literatura mexicana, por ejemplo Beber un cáliz, pero también La casa que arde noche, Par de reyes, los cuentos de Vamos a la huerta de toro toronjil, o las crónicas portentosas donde vemos a un observador implacable.

A algunos probablemente les parecerá importante situar a un Ricardo Garibay cercano al poder, a los políticos, y encontrar en esa cercanía ominosa una justificación para que no se lea más su obra. Me parece que a cien años de su nacimiento sus lectores y sobre todo quienes no lo han leído podemos otorgarnos mutuamente la licencia de acercarnos a sus libros sin prejuicios. Hay que darle el lugar protagónico que merece entre los autores de su generación. Este escritor, que le antepuso a la narración de la infancia la palabra “fiera”, se sentó a ver a su padre agonizar y escribió y trabajó ese texto de sobreviviente y lo publicó en 1965. Cómo no ver que se anticipó a la actual tendencia literaria llamada autoficción. Pienso en el relato de Annie Ernaux donde narra el padecimiento de su madre, enferma de alzheimer, en el que atraviesa su muerte y da cuenta de la atrocidad del duelo. Dos libros, dos escritores a la intemperie de un dolor semejante.

Serán sus lectores los que digan cuál es el peso exacto de esas obras en las que Garibay es todo el tiempo visible, personaje y voz, el hombre narrándose a sí mismo. No me parece que los libros donde apuesta por la ficción sean inferiores, su voz atronadora resuena siempre, la marca de su estilo, personalísimo, está allí, reconocible en toda su obra. Por eso sus enseñanzas solían apostar por la contención, por evitar “pensar”, lo que quería era mostrar la vida, con todo el dolor y la gloria que arrastra.

Recuerdo la nota con la que abre Beber un cáliz, que solo puedo citar de memoria: “no ha pasado el tiempo, no pasa, y tiemblo de saber que en la pena no pasa el tiempo”. Y temblé, he temblado también al comprenderlo en carne propia. La última vez que vi a Ricardo Garibay me regaló un cuaderno rojo. Con ademán burdo lo lanzó en mis manos. Eligió también una pluma fuente de las muchas que tenía en el escritorio. Tome, dijo, escriba. Hablé por teléfono con él cuando estaba hospitalizado, y con una voz por primera vez frágil me dijo: “escriba, escriba, escriba”. Murió a principios de mayo de 1999. Y ese mismo mes también murió mi esposo, ese muchacho del que me decía: “es tan alto y de facciones tan finas que parece un japonés al que hubieran estirado muchísimo”. Terminé escribiendo un diario de duelo en ese cuaderno. Sin quererlo, y habría dado cualquier cosa por no tener que hacerlo, la discípula también se sentó a mirar su pérdida para saber, como él, que el lenguaje no alcanza, pero también que no tenemos otra cosa más grande de la cual afianzarnos.

Gracias por todo, Ricardo Garibay.

 

Socorro Venegas es escritora y editora. Ha publicado el libro de cuentos La memoria donde ardía (Páginas de Espuma, 2019),  las novelas Vestido de novia (Tusquets, 2014) y La noche será negra y blanca (Era, 2009); los libros de cuentos Todas las islas (UABJO, 2003), La muerte más blanca (ICM, 2000) y La risa de las azucenas(Fondo Editorial Tierra Adentro, 1997 y 2002).  Ha recibido el Premio Nacional de Cuento “Benemérito de América”, Premio Nacional de Novela Ópera Prima “Carlos Fuentes”, Premio al Fomento de la Lectura de la Feria del Libro de León.  Es directora general de Publicaciones y Fomento Editorial de la UNAM. Su Twitter es @SocorroVenegas

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Posted: February 15, 2023 at 8:42 pm

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