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Pecados celestiales

Pecados celestiales

Ana Clavel

• Lourdes Hernández Fuentes, La cocinera atrevida. De sus diarios públicos, veinte años. Con prólogos de Romeo Tello, Armando Vega Gil, Jaime López y dibujos de Felipe Ehrenberg. México, Desliz Ediciones, 2019, 264 pp.

Hay libros que nos invitan a la perdición. Porque cuando hablamos de las tentaciones de la carne –la comida o el sexo– todo puede ser materia apetecible. Más todavía si los pecados y sentidos se entremezclan. La lujuria por la comida. La avaricia por todo tipo de placeres orales: esos que usted lascivamente imagina pero también ese otro arte no menos sublime, el de la conversación que igual se saborea en la boca… Ante no pocas conjunciones y entrecruzamientos sinestésicos me enfrentó el recién editado Diario público de una cocinera atrevida, de Lourdes Hernández Fuentes, alquimista de sabores, saberes, deleites y palabras.

Recuerdo que cuando presentamos El amor es hambre y le dije a mi editor que quería que me acompañara la Cocinera Atrevida, él —que desconocía los oficios sutiles de Lourdes— me mandó una serie de enlaces porno: mujeres con gorro de chef y mandil como única indumentaria y en poses procaces. Yo le dije que no era ninguna de esas madonas explícitas sino que se trataba de la escritora, gourmet y hedonista que en los años noventa tenía un programa en Radio Educación, en el que se contaban aventuras gastronómicas y deslices culinarios salpimentados con comentarios sobre literatura, arte, cine, música según la ocasión, y el humor y la inteligencia seductora de una Scherezade de la cocina que sabía paladear el lenguaje y hacer paladear la imaginación de sus escuchas. Pero había algo de cierto en su confusión. El “error” surgía de la palabra “atrevida” que adereza con tintes sugerentes el gastado oficio de una mujer en la cocina. Y es que el atrevimiento de un nombre tal lleva implícita la penitencia: algo de connotación provocativa se nos viene a la cabeza ante semejante cópula de palabras, la promesa de una trasgresión en la que seremos testigos y cómplices de un acto que va más allá de los límites establecidos, permitidos, esperados –pero íntimamente fantaseados.

A esta peculiaridad se sumaba el formato de Diario. Primo hermano de las memorias, la autobiografía y las confesiones, el diario comparte con ellos su naturaleza confidencial y una cierta tendencia impúdica: un exhibicionismo íntimo para abrirse de capa y mostrarse al desnudo, así sea de manera privada. Una puesta en escena del streptease emocional y vivencial. (¿Acaso no hay un capítulo memorable pero pocas veces citado de las Confesiones de Rousseau donde se habla del paliativo “suplemento” que lo sostiene en momentos aciagos y solitarios, eufemismo para hablar de la masturbación en un filósofo tan cercano al cuerpo y sus apetencias como el escritor francés?)

Ahora bien, proclive a la escritura de diarios desde su más lozana adolescencia, según nos confiesa la autora, reúne en el volumen de marras una selección de sus diarios “públicos”, es decir, deja de lado los de carácter privado por ¿indecentes, excesivos, procaces,  obscenos, inconfesables? Vaya que Lourdes Hernández sabe provocarnos la gula por sus devaneos en la cocina y en las fantasías y aventuras adyacentes por otros territorios de sensualidad y goce. De enero de 1994 data la primera confesión volcada en columna periodística, que transitó éxitosamente durante diez años por tres diarios de circulación nacional: El Financiero, Reforma y Milenio. Así admite: “Acababa de asumir públicamente que la cocinera atrevida podía darse el lujo de tener un diario público, una invitación abierta a todos los voyeristas, los curiosos, los distraídos, los ociosos, los lectores compulsivos y otros especímenes sueltos por la vida. Había un límite sutil, era el diario público de una cocinera atrevida, no el diario atrevido de una cocinera pública”. Juegos de palabras, espoleos al exceso, a divertirse, a disfrutar. Y es que Lourdes platica/escribe tan delicioso como cocina y como ama. Sí, ama y señora que nos receta un pollo en pebre, con su sabor de salsa ocre, de pasas, aceitunas y alcaparras, con “esa pizca de añoranza de tiempo bueno, de carne satisfecha, de alma contenta, de mesa de risas”, un poco después de un domingo de carnaval, de confesarnos que por unas horas quiso vestir la fantasía de ser una diva de la pantalla:

Si fuera un poco menos púdica de lo que soy, escarbaría un tanto más profundo para buscar la raíz de esta mujer que sólo habla en carnaval. ¿Remordimientos, nostalgias, lamentaciones? Esta fiesta, cuyas percusiones me mantienen insomne, tiene mucho de esa fábula de la inocencia traicionada, de ese confuso, oscuro sentimiento de culpa alimentado, cuidadosamente nutrido, por la extorsión católica…

Quiero ser Ava Gardner

Ava Gardner enteramente desnuda, de labios rojos. O Rita Hayworth, vestida sólo con guantes, guantes hasta los codos. Me los arrancaré llena de sensualidad y los pasaré por su rostro. Confuso con la voz ronca, temblarán sus palabras cuando las pronuncie: ‘Comeré tierra y diré cosas de una ternura tan simple que tú desfallecerás’. ‘Lo dudo’, le responderé y permaneceré esperando. Él se pondrá de rodillas, en cuatro patas, tomará tierra del piso y esperará que yo diga que no, que no es necesario…

Y a estas alturas ya veo a la cocinera Ávida Gardner chasqueando los desnudos labios rojos y moviendo uno de sus deditos enguantados para decirle que no, que mejor venga a comer los manjares dispuestos en la mesa de su cuerpo.

En medio de confidencias, deseos, secretos, recuerdos se abren paso las recetas de cocina de una exploradora del gusto que le da vuelo y vuelta y revuelo muy a su gusto para aleccionarnos: “No existen recetas de cocina. Hay que iniciarse, hay que meter las manos hasta el fondo, chuparse los dedos, oler cada cosa, no tener miedo a jugar con fuego, ir lento pero con pasión, desarrollar los sentidos y probar todo”. Para alguien que se deja ir con tal hondura, no es extraño acumular frases de relumbrón y sabiduría: “Los pobres sólo tenemos el lenguaje y el hambre”, “La imaginación es un animal al que le gusta andar suelto”, “Somos lo que soñamos, lo que hablamos, lo que comemos, lo que escondemos. No siempre somos lo que pensamos que somos”, “El ocio es la madre de todas las libertades” y así…

El corpus deleitoso que abarca este diario casi impúdico va desde la Familia Burrón hasta las novelas noir de Mankell, las mujeres del brasileño Jorge Amado: Tereza Batista, cansada de guerra, Gabriela, clavo y canela, doña Flor, su profesora de culinaria. Desde recuerdos de infancia con un padre periodista, consentidor y cómplice, hasta las aventuras del que fuera compañero de su vida, el artista Felipe Ehrenberg, pasando por incontables amores reales e imaginarios: chefs, estrellas de la televisión y del cine, escritores, amigos entrañables con quienes se comparte el dominó, la pasión por el futbol y por el arte de la buena vida que empieza por la sábana de la mesa. De telón de fondo el cancionero popular y las melodías de los amantes que saben que “nada es para ahorita” –Chico Buarque dixit–. ¿Y las no-recetas? Sólo diré algunas de mis favoritas para abrir boca: un pescado a la sal que deshoja las magdalenas de la memoria, una salsa para acompañar alcachofas que nos enseña la ontología de chuparse o no los dedos, tortilla de mejillones para cocinar y amar a oscuras, una sopa de chocolate para medirle el agua a los excesos, un dulce de guayabas encurtidas en vinagre balsámico y hierbas de Provenza para cifrar el olor del deseo, unos “besos” que condensan el placer del paraíso en unos labios de azúcar, salsa de picote para estimular diablura y secreto, picaresca culinaria pura.

No puedo resistir contagiar el goce, la culpa y la redención de un fragmento de “Cuaresma” cuando la Cocinera se pregunta: “¿Cómo vivir sin el melodrama, sin hacer de la vida un ensayo entre Nosotros los pobres y Ustedes los ricos? Nunca fui tan feliz como en los momentos en que podía sufrir sin trabas”. Y su respuesta entintada del bermellón más lúbrico que invita a la carnalidad de los verdaderos paraísos terrenales:

El rojo y la concupiscencia

Prendas de color crudo. Que tu rostro no refleje emociones, serena, morena, era la consigna en cuaresma. Nada rojo, hija, que el rojo es un color que llama a los malos pensamientos. Y yo guardaba mis zapatillas favoritas, escotadas y de tacón altísimo para usarlas después del Domingo de Resurrección. La cuaresma era una temporada caliente, sorda, a veces corrían vientos y nos permitían durante unas horas salir a volar papalotes, nunca un rato grande, eran tiempos de guardar. Pasaba horas, viendo por la ventana cómo la naturaleza se rebelaba.

En la casa había un colorín, guarida de los terribles azotadores, más hermoso en sus vainas con semillas rojas. Alguien me dijo que era posible degustarlas, bastaba con cocerlas en agua con un diente de ajo y su sabor sólo era comparable a la carne de borrego en barbacoa. Pero mi mamá desconfiaba que fuera comestible. Excesivamente rojo. Beto, mi hermano, me enseñó de qué manera utilizar la semilla como arma secreta: había que frotarla contra una superficie áspera y en seguida colocarla sobre la piel enemiga. Tiempo después supe que en época precolombina, la semilla de colorín fue utilizada como alucinógeno en ceremonias rituales, causando la muerte de algunos sacerdotes no muy duchos, que al ingerirla en grandes cantidades, morían envenenados por su alto contenido de alcaloides. Suicidarse con semillas rojas, mensaje secreto para el amante ruin, yo soñaba.

Cada vez son más los que confían en el colorín para contrarrestar el “mal de ojo”. A mí me encanta comerlo en cuaresma, su rojo es más insolente que comer carne y me da una sensación de libertad. Además, es realmente sabroso. Sólo tengo una duda, y no sé cuál es el origen del sonado “Colorín, colorado, este cuento se ha acabado”. Es carnaval. Al diablo la comida casta, sin el sazón del deseo, sin la sal de tu voz. Ven, me llamaba. Y hubiera comido de su mano, porque si para algunos la culinaria es un arte, para mí es religión.

Vaya que este Diario público de una cocinera atrevida incita a la perdición, esa por la que también somos salvados en cuerpo y alma, por fin reconciliados en nuestra inocencia original. Jardín, mesa, cama de las delicias y de los placeres terrenales, de los vicios celestiales exacerbados por el más sublime de los pecados: el de la imaginación. Pasen a leer y a gozar, que a la mesa y a la cama, con la cocinera atrevida, no una sino muchas veces se llama…

 

Ana V. Clavel es escritora e investigadora. Ha obtenido diversos reconocimientos como el Premio Nacional de Cuento Gilberto Owen 1991 por su obra Amorosos de Atar y el Premio de Novela Corta Juan Rulfo 2005 de Radio Francia Internacional, por su obra Las violetas son flores del deseo (2007).  Es autora de Territorio Lolita, Ensayo sobre las ninfas (2017), El amor es hambre (2015), El dibujante de sombras (2009) y Las ninfas a veces sonríen (2013) entre otros. Su Twitter es @anaclavel99

 

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Posted: May 27, 2019 at 8:09 pm

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