Escribir
Dainerys Machado Vento
En la escritura que se hace pública, casi siempre me resisto al yo. Cuando me atrevo a saborear la primera persona en la no ficción, es porque creo que será un yo colectivo; porque tengo la certeza de que ese yo esbozará, de alguna manera, un nosotros, que reflejará acaso un sentimiento o evocará una aventura compartida por un puñado de gente. Por lo general, no me interesa publicar monólogos, y creo que de esos ya tenemos bastante en este mundo.
Pero he de ser honesta: Mi escritura más privada, mi yo más cruel y personal, el más descarnado, sobrevive en otros formatos, disperso en una decena de diarios que no desearía jamás que mis amigos ni mis amores leyeran. Mi particular relación con estas libretas íntimas, llenas además de recortes, empezó cuando yo tenía 10 años y mi madre me regaló un cuaderno de tapas duras, el primero que vi en mi vida. “Tienes que escribir todos los días, o me lo devuelves”, sentenció. Ella siempre ha sido una mujer muy persuasiva, que además cumplía sus palabras, especialmente las más amenazadoras, con precisión de relojera. Así que, está de más decir, que escribí y escribí todos los días, aunque fuera una línea, todo para conservar aquel cuaderno.
Si hoy tomo el riesgo de juntar estas palabras tan personales para romper el pacto que tengo conmigo misma, si traigo este yo privado a un espacio donde usualmente intento anestesiarlo, mezclarlo con aquello que lo contiene, pero lo supera, es porque personas muy diferentes, en lugares muy distintos, me han preguntado en pocos días sobre la manía que tengo de escribir todo el tiempo sobre cualquier pedazo de papel. Y yo nunca he sabido responder.
El diálogo empezó, precisamente, con mi madre, cuando me confesó que me regaló aquella libreta de tapas duras porque tenía mi cuarto lleno de papelitos donde escribía yo esos cuenticos siempre bien dramáticos, que a ella la asustaban un poco. “Ya eran muy parecidos a los que escribes ahora”, me deslizó sutilmente. Y pues a ella —ni entonces ni ahora— mi ficción han logrado conquistarla. Eso digo: que a mí madre no le gustan mis cuentos, “no sé, muy duros”, me reprocha siempre. Pero, a la vez, le fascina que yo escriba tanto. Eso también me lo ha dejado claro y, a veces, cuando callo por muchos días, hasta me lo reprocha.
Mi fascinación por la palabra es historia antigua en mi familia. Aprendí a leer sola a los 4 años. Bendecida por la fonética del español y por una tremenda curiosidad, le preguntaba a mi abuela o a mi hermana cómo sonaban las combinaciones de las letras: “¿y la ‘de’ con la ‘a’, y la ‘ele’ con la ‘o’?”, hasta que logré descifrar todos los sonidos posibles del abecedario y pude leer sola una frase que cubría la primera página de un periódico cubano llamado Trabajadores. Recuerdo que estaba sobre la cama de mi hermana, recuerdo la presión de mis codos sobre el colchón, recuerdo que el periódico me parecía inmenso. Y recuerdo, con exactitud, a mi cabeza armando los sonidos de aquellas letras que leí casi de corrido en voz alta para mi abuela. Tengo aún en los ojos el color anaranjado de las tres palabras que formaban aquella primera frase que inició el camino. Si me la reservo es para no manchar con política al yo personal de este ensayo. El periódico se llamaba Trabajadores, el país era Cuba, el año 1990 y, como imaginarán, toda la prensa era sobre política.
Después de que empecé a leer sola, escribir fue cosa fácil. Imitaba las formas de las letras, de las que ya me sabía los sonidos. Y hasta hoy, nunca me detuve. Para mí no es un lugar común decir que no siempre escribo para otras personas. Muchas veces soy mi único destino. Por eso mi yo privado es el más sórdido, honesto, cruel, romántico, y desborda decenas de diarios personales que me han acompañado por años. Solo en pandemia, he agotado cuatro libretas. Son muchas, ya de formas y colores diferentes, a las que habría que sumarles dos que he decidido quemar en distintos momentos de la vida. Acaso para evitar releer mi propia crueldad, acaso para evitarme revivir historias tristes, quemé una vez el diario que mantuve en el preuniversitario, y hace poco, el diario de los primeros meses del covid; quemados por mí, por las mismas manos que los escribieron, para que nadie pueda cuestionarme lo que siempre le cuestiono a Kafka: ¿por qué, querido, no le prendiste fuego a todo tú mismo?
Kafkiana fue otra de mis conversaciones de esta semana sobre mi manía de escribirlo todo. Después de que mi madre y yo nos reímos recordando a todos los muertos y deprimidos que adornaban mis primerísimos relatos, un niño que nació en Chicago, de ojitos miel y pelo como panal de abeja, me preguntó por qué yo tomaba notas al margen del programa de un evento donde compartíamos fila. No sé si se asombró de verme escribiendo mientras los demás celebraban la “próxima” libertad de Cuba; no sé si verme allí, sin que realmente mi cabeza estuviera presente, le pareció una reverenda tontería, pero supuso que algo muy personal estaba pasando: “No me tienes que contar, pero ¿por qué escribes?”, me dijo más o menos. Le respondí desde mi sorpresa: “La verdad es que no sé por qué escribo, pero no logro parar de hacerlo, aunque estas notas luego no me sirvan de nada”.
Quizás porque me lo preguntaba la persona menos esperada del mundo; quizás porque me lo preguntó en inglés; quizás porque no sabía que él me estaba observando; la verdad es que no supe qué decir. Su pregunta, sin embargo, me develó un hecho que nunca antes había entendido: Escribir es, para mí, el más seguro de todos los lugares.
Si tengo dudas, escribo; si la crueldad de Estados Unidos y sus masacres me aplastan el espíritu, escribo; si no quiero estar en algún lugar, pero no me puedo fugar, yo escribo; si me enamoro y no me corresponden, escribo; si me enamoro y me corresponden, más escribo. La escritura me alivia y me protege, en ella soy más libre que en el sexo, más feliz que en el mar, más ingenua que en toda mi niñez. Tomo notas de lo que veo, de lo que siento, de lo que imagino. Cedo a la cursilería. Tengo cajas de cigarro llenas de pensamientos; papeles sueltos, entradas de teatro con noticas al margen y sí, también conservo aquella libreta de tapa dura que mi madre me regaló y cuyas líneas finales llené hace poco tiempo, después de mi más reciente viaje a La Habana: “2 de marzo de 2022: Estoy de regreso a Miami. Quizás el destino está escrito antes de que uno pueda elegirlo”.
Me alegra que la niña que empezó ese diario el 12 de enero de 1997 ya no escriba “empesar de un nuevo año” con “ese” en vez de con “zeta”. Pero me alegra también que, para ellas, las palabras sigan siendo un lugar seguro al cabo de tantos años. “Escribo porque escribiendo estoy segura, porque entre las letras no hay soledad ni dudas,” debí responderle a aquel niño que nació en Chicago y nunca conocerá mi Habana, a ese que me preguntó con curiosidad sin darme chance a articular muy bien mi respuesta en un idioma ajeno. “Escribo, madre, gracias a ti. No solo porque me amenazaste para que lo hiciera, sino porque no me dejas callar, porque me llamabas a comer cuando la mesa estaba puesta para que no perdiera el tiempo cocinando, si todo lo que yo quería hacer era escribir”, le confieso ahora, en estas líneas finales, a la dueña anterior de la libreta de tapas duras que me ha acompañado por 25 años.
Y ojalá el yo de esta evocación sea tan colectivo como el de un ensayo sobre el desarraigo o las bibliotecas. Eso significaría que muchas nos encontramos a salvo en el acto de escribir.
*Foto de Claudio Olivares Medina
Dainerys Machado Vento (Cuba, 1986). Traducción del inglés–Dainerys Machado Vento es una escritora y académica cubana. Nació en La Habana en 1986. Estudió periodismo en la Universidade de Habana, seguido de estudios de doctorado en lenguas modernas y literatura en la Universidad de Miami. Es autora de Las noventa Habanas (Katakana, 2019).
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Posted: June 2, 2022 at 12:29 am