La muerte de la literatura en Twitter
Alberto Chimal
Esta nota tiene un título alarmante a propósito. Es un cebo. Muérdelo: sigue leyendo.
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El término tuiteratura se inventó en 2009: apareció en el libro Twitterature: The World’s Greatest Books Retold Through Twitter de Alexander Aciman y Emmet Rensin. El libro es más bien una colección de chistes, una serie de resúmenes de obras clásicas en 140 caracteres; su objetivo es ridiculizar la idea de que pueda escribirse algo significativo en tan poco espacio. Sin embargo, el término se quedó en el vocabulario de internet y fue reutilizado para referirse a la práctica de la escritura literaria, o las muchas prácticas posibles, en aquella plataforma de comunicación.
Más de una vez he escrito acerca de este tema, porque en su momento –hace más de diez años– estuve entre las personas que se dedicaron a promover en México la (insértese emoji sonriente) escritura tuiteraria. Incluso, el entusiasmo me llevó a hacer no menos de tres libros con textos redactados inicialmente en línea y luego adaptados para su publicación impresa. Son, como otros de su especie, “raros”: aunque están hechos de partes diminutas, no pertenecen a la escritura fragmentaria, costumbrista y difusa de hoy, sino que sus aspiraciones son experimentales, al estilo de los textos modernos del siglo XX con los que muchos de sus autores crecimos. En cada uno de ellos hay algo entre minificción latinoamericana, aforismo a la Shonagon y sigo-sin-saber-qué, y sus colecciones son recipientes de formas caprichosas, en los que cada texto es una pieza montable en muchas configuraciones diferentes. Las piezas se quedan sueltas, para que quien las lea haga con ellas lo que le plazca, o bien se ensamblan de tal o cual modo que no cuadra exactamente con ningún género tradicional: narración mutante, le decíamos, y el término quería sonar a cosa de laboratorio, a monstruo en un frasco pequeñito.
Hay decenas o centenares de libros publicados que fueron escritos de la misma forma. He dicho que ha habido más gente interesada en la escritura por Twitter, y la verdad es que ha habido muchísima. Si ustedes le preguntan a periodistas y profesores de literatura de este periodo (que no detesten la escritura por medios no tradicionales, se entiende) cada uno tendrá, casi con seguridad, su tuiterata o tuiterato favorito. Más aún: algunos de ellos, como Margo Glantz, José Luis Zárate o Cristina Rivera Garza, serán conocidos por lectores o lectoras “normales” de México, sin contacto alguno con Twitter.
Lo curioso es que, a pesar de que el nombre y los autores de la tuiteratura llevan casi tres lustros en el mundo, la práctica misma no se asienta como una forma reconocible de literatura. Esto se ve en que su existencia se olvida: cada año, más o menos, alguien vuelve a anunciar su aparición. “¿Sabían que se puede escribir literatura en Twitter?” “¡Textos brevísimos contienen narrativas o poesías!” “Los hilos de tuits son las series de Netflix del futuro”, etcétera, etcétera. Yo quería atribuir estos avisos repetidos (y que mucha gente se dejara engañar por ellos) a la desmemoria: la suspensión en un presente perpetuo a la que nos han acostumbrado los medios de nuestro tiempo, pero la verdad es que no es así. Me apena reconocerlo, pero la tuiteratura nunca ha dejado de ser una curiosidad, una novedad en el sentido despectivo de la palabra inglesa novelty: “algo –como una canción o un platillo– que provee un gozo momentáneo y se basa frecuentemente en algún tema [conocido]”. Algo lustroso que llama la atención por un momento, pero no una costumbre que sea adoptada como parte de la vida digital de millones de personas, especializadas o no.
No tendría que haber sido así. No sucedió porque sea un desatino usar las herramientas de escritura que la tecnología nos pone delante, y no creo que la escritura como tecnología vaya a ser desterrada de internet a favor del video, como se dice también cada año más o menos; de hecho, no creo que deje de haber quien escriba textos literarios breves e híbridos en línea.
Pero las redes sociales no están hechas para fomentar la escritura literaria, como se entendía cuando apareció el concepto de tuiteratura. Será siempre la criatura en el frasco: el fenómeno ligeramente llamativo que no deja huella. Nuestra vida con la red ha seguido otra ruta.
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Cuál es esa ruta tiene mucho que ver con el título de estas palabras y su carácter de cebo, desvergonzado y obvio. Estas dos son cualidades centrales de la escritura verdaderamente exitosa (estimulada, popular, repetida) en las redes sociales. De la misma forma que el meme, el video viral o los ajusticiamientos públicos como ceremonia comunal virtual, los géneros realmente importantes de la escritura en línea –como el troleo, la incitación a la ira o la frase supuestamente sabia– tienen una aspiración distinta de lo “literario”: lo que les interesa es llamar tanta atención como puedan, sin importar el costo, para obtener un beneficio real o imaginado de las interacciones y reacciones que puedan causar.
Los usuarios de la internet realmente existente hemos aprendido a hacer esto desde hace años. Instrumentalizar las relaciones sociales y el contacto humano –sacarles algo, verlos siempre como un medio y no como un fin– es el hábito y el ideal que las grandes empresas de internet han impuesto al mundo.
Parece mentira ahora, pero este no parecía ser el destino de la “red mundial” en 1996, cuando empezaron a popularizarse los navegadores de internet, ni siquiera en 2009, cuando apareció el término tuiteratura. Al año siguiente, 2010, la aplicación Instagram debutó y el mundo entró de lleno en la era de las redes sociales como canales de contenido, en vez de herramientas para “conexión” entre individuos. Ésta había sido la premisa inicial de todos los servicios anteriores, desde los olvidados Friendster o MySpace hasta Twitter y Facebook. Pero el ascenso de la “economía de la atención”, con la búsqueda de la viralidad como su principio y los influencers –las personas que llaman la atención en redes sociales– como sus figuras centrales, cambió el foco de las plataformas ya establecidas que consiguieron sobrevivir.
Incluso al mismo tiempo que le hemos confiado una gran cantidad de las actividades y la información vitales para el funcionamiento de las sociedades del presente, nuestra relación con la red mundial –el depósito externo de memoria humana más grande que haya creado la especie– se centró en tecnologías dedicadas en el control y la manipulación de nuestra atención, por medio de estímulos cada vez más inmediatos y más simples. Así, los servicios de red de uso cotidiano se volvieron no una especie de televisión interactiva, como se pensaba a fines del siglo XX, sino algo más extraño e insidioso: un órgano artificial, externo, de distracción, ubicuo y persistente, que nos seduce con promesas constantes de validación y fortuna y con descargas de placer negativo, venido principalmente de la ira, la indignación o el resentimiento.
En semejantes sistemas, la mera escritura literaria jamás tendrá un sitio de privilegio. Ni siquiera el verdadero “talento” para la redacción de frases malévolas parece contar demasiado: un ejemplo es el del magnate Elon Musk, quien cuando escribo estas palabras lleva pocas semanas como dueño de Twitter, tras haber comprado la empresa por 44,000 millones de dólares. A pesar de que es uno de los trolls más famosos de la que ahora es su plataforma, Musk se ha colocado en esa cima de la atención global gracias a su dinero y su reputación como empresario, porque como autor de tuits es más bien mediocre, firmemente en el promedio de la creatividad y la estupidez.
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Desde luego, hace falta notar que la compañía de Musk se encuentra en crisis. Reviso este artículo el 18 de noviembre, un día después de una renuncia masiva de empleados de Twitter, que no quisieron aceptar un ultimátum de su nuevo jefe y someterse a una serie de reglas draconianas de trabajo, pensadas para compensar el despido masivo, hace dos semanas, de la mitad de los empleados que tenía la empresa antes de la llegada de Musk. Como los servicios de internet necesitan gente que los mantenga en funcionamiento, y equipos enteros de operación han desaparecido de Twitter, se temió que la plataforma pudiera dejar de funcionar anoche. Repitiendo los modos de comportamiento e interacción que hemos aprendido de las redes para llamar la atención de otros, decenas de miles de usuarios en el continente americano hicieron una especie de espectáculo colectivo, hecho de burlas y comentarios entre sarcásticos y angustiados, en tuits marcados con etiquetas como #RIPTwitter, para dejar constancia de su ¿alegría?, ¿enojo?, ¿desazón?, ¿emoción violenta y desarticulada?, ante la inminente desactivación del servicio.
Unas 12 horas después, el servicio sigue activo y Elon Musk se burla con memes de sus usuarios al tiempo que intenta reclutar nuevos empleados. Pero el daño estaba hecho desde hace tiempo: Musk ha cometido errores garrafales de administración que amenazan la existencia misma de la empresa y ya provocaron que una buena cantidad de usuarios y anunciantes se marche de Twitter, al descubrir que el costo de quedarse en la plataforma (fallas en el servicio, conversaciones tóxicas, discurso de odio) empieza a ser claramente mayor que sus beneficios reales o supuestos.
Quizá Twitter muera después de todo, sólo que más despacio. Quizá, como se empieza a decir, la era de los grandes explotadores de nuestra atención esté llegando a su fin. Quizá sea posible, a pesar de las enormes dificultades y ajustes que harían falta, replantear nuestra manera de vivir en internet, renunciar a los servicios centralizados y encontrar otras alternativas de comunicación colectiva.
Entretanto, me he hecho una cuenta en un nodo o instancia de la red descentralizada Mastodon –como varios de quienes leen esto habrán hecho ya– por si Twitter queda en bancarrota, se vuelve incosteable para sus usuarios, se convierte en un vertedero de discurso de extrema derecha, se rompe definitivamente o todo a la vez.
Pero no pienso usarla para escribir narraciones. Ya anduve por ese camino.
Habrá que pensar en formas distintas, quizá más simples y menos estridentes, de hablar (y de callar) en la red eléctrica que todavía nos junta, querámoslo o no.
*Pictografía de 1946 de Adolph Gottlieb
Alberto Chimal es autor de más de veinte libros de cuentos y novelas. Ha recibido el Premio Bellas Artes de Narrativa “Colima” 2013 por Manda fuego, Premio Nacional de Cuento Nezahualcóyotl 1996 por El rey bajo el árbol florido, Premio FILIJ de Dramaturgia 1997 por El secreto de Gorco, y el Premio Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí 2002 por Éstos son los días entre muchos otros. Su Twitter es @AlbertoChimal
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Posted: November 22, 2022 at 10:17 pm
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