Essay
Los libros que perdimos
COLUMN/COLUMNA

Los libros que perdimos

Andrés Ortiz Moyano

Tardé un tiempo en convencerme de que prefiero la Feria del Libro Antiguo a la Feria del Libro. No por desdoro, desde luego, y sí quizás por la irreflexiva adolescencia que asume que lo nuevo es mejor. En las modernas ferias del libro, con sus enjambres de autores, sus retumbantes charlas comerciales, los lanzamientos de derivados y sus escuálidos descuentos, rara vez vuelvo a casa con alguna compra. En cambio, en la Feria del Libro Antiguo, mis bolsas siempre rebosan.

Es una experiencia sensorial. El vértigo se dispara al descender a precios literarios cuando buceo entre las librerías presentes. Cada una parapetada en un puesto genuino, distinto al anterior, menos preocupado por la estética de la feria mercantil y sí en la muestra ufana de producto añejo.

Es un tobogán de arqueología literaria, un placer que afecta a los nervios y a los sentidos, en especial al olfato colmado de vieja edición de páginas quebradizas.

En el epicentro de un torrente de emociones por cierta situación personal, mi última visita se tradujo en varias horas de prospección literaria. Motivado por el gancho de encontrar un volumen de Los cuatro jinetes del Apocalipsis de Blasco Ibáñez que nunca encontré, sí disfruté de una deliciosa travesía que arrancó con un ejemplar de La isla del tesoro, a la que llegaba con varias décadas de débito. Proseguí mi peregrinaje adquiriendo varios libros de ciencia ficción y un ensayo de principios del XX sobre arqueología y exploración, una suerte de hagiografía de grandes sabios y eruditos a la postre fundamentales en la historia del conocimiento humano.

En ese sendero transitado con fervor stendhaliano revisé antiguas ediciones de escritos que tengo aún pendientes. Desde clásicos hasta libros malditos; otros de dudosa calidad, pero cuya portada antigua me seduce como un súcubo de papel. Libros, libros y más libros; todos ante mí, provocando un vórtice insalvable, poderoso y placentero.

Pero entonces, un fogonazo en mi cabeza; una parada repentina, sequedad en la boca. Caí en la cuenta de que esos libros llevaban ya demasiado tiempo en esa estantería mental de la categoría de los ‘algún día’. Y de ahí, en apenas un instante vulgar, al hondo vacío. Por primera vez en mi vida comprendí que no seré capaz de despejar ese estante, que aun abstracto, resulta más real que otros muchísimos tangibles de la vida .

Nunca rehuí cobarde del tiempo finito que tenemos, en ocasiones demasiado breve por accidentes, enfermedades, o simple mala suerte. Pero asumir con consciencia la certeza de que nunca podré leer los libros que tengo pendientes derivó en un profundo y terrible dolor.

Aún no encuentro las palabras más precisas para describirlo; quizás sólo aquellos que lo hayan experimentado entiendan estas torpes líneas.

Más aún en mi desdicha, reconocí que, de forma inconsciente, llevo años leyendo únicamente ensayos históricos, clásicos universales y novelas de ciencia ficción. Una renuncia terrible que no por inconsciente es menos lacerante. Siguiendo el consejo de Thoreau, ya había renunciado a un mundo infinito de historias por la afinidad de algunos géneros y títulos elegidos. Y, sin embargo, aún insuficientes. Tenía razón el francés, incluso leyendo los buenos libros primero, no podremos alcanzarlos a todos. Qué terrible realidad, qué aflicción por las historias que nunca disfrutaré, que nunca descubriré y que, en definitiva, nunca viviré. Ni en las más cruentas batallas de los imperios antiguos hubo una pérdida semejante.

Son los libros que perdimos, los que siempre estuvieron ahí, pero que nunca llegarán.

No recuerdo dónde leí que un hombre es el cúmulo de las experiencias que ha vivido y de los libros que ha leído; un aforismo adamantino.

Y en estos tiempos de estridente autobombo vacuo, el recordatorio analgésico, mas honesto, de nuestra limitación es quizás la mejor terapia para el sosiego necesario.

Esta confesión, no obstante, no pasaría del mero sentimentalismo de aquél que, cercano a los cuarenta, ve que el camino es ya equidistante por delante y por detrás. No me preocupan tanto las oportunidades perdidas, pues se suplen por otras que forjan la experiencia vital, pero sí aquellas lecturas que no enriquecerán al lector.

Y en la oscuridad de nuestros días, aquellos que queman libros como los bomberos de Fahrenheit 451 han vuelto amenazando con quemarnos a todos y a lo más hondo de lo que nos convierte en hombres y mujeres. Porque quien quema un libro, quema una vida.

Los árabes dicen que libros, caminos y días dan al hombre sabiduría, y, por ello, esta época de destrucción creativa, aun cuando los recursos son casi ilimitados, arriesga el porvenir de nuestra especie. Se escandalizarán los profetas del ecoterrorismo, pero deben saber que tan terrible es que se extinga un animal que se censure la palabra escrita.

Y, sin embargo, los nuevos camisas pardas están ahí, con sus mordazas, sus piras y su ceguera, aleccionando al otro sobre qué sentir, qué decir, qué hacer, cómo amar, o qué leer. Entes perversos y enemigos de lo que, en definitiva, es el cúmulo de bonanzas que ofrece un libro y que sublima en el concepto más puro e irredento: la libertad.

Porque el hombre libre, la mujer libre, ha sido alguien que ha leído, que ha dudado, que ha reído y que ha llorado en unas páginas. Alguien que se ha descubierto el mundo y la aventura a bordo del Nautilus; alguien que se ha posicionado junto a Atticus Finch frente a las peores injusticias; alguien que ha combatido molinos o que ha padecido la peste en Orán; alguien que se ha preguntado si los robots tienen alma; alguien que ha cometido un crimen y siente en su ser un terrible castigo; alguien que ha pagado sus deudas con una libra de carne, alguien que ha gozado del amor, del cantar de los cantares y que ha tocado el corazón de las tinieblas. Alguien que ha cabalgado a lomos de dragones en Terramar y ha perseguido sus propias ballenas blancas.

Ese alguien, ese ser que por lecturas alcanza la libertad eterna, bien merece heredar un mundo e insuflar la propia vida y riqueza que mana de las palabras.

 

*Foto de José Luis RDS

Andrés Ortiz Moyano, periodista y escritor. Autor de Los falsos profetasClaves de la propaganda yihadista; #YIHAD. Cómo el Estado Islámico ha conquistado internet y los medios de comunicación; Yo, Shepard y Adalides del Este: Creación. Twitter: @andresortmoy

 

 

 

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Posted: April 24, 2022 at 5:20 pm

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