Fiction
Agujeros negros
COLUMN/COLUMNA

Agujeros negros

Alfredo Núñez Lanz

Cuento de Navidad

Se entrega al laberinto de cuadritos presionando los botones del control remoto; cada cuadro en la pantalla ofrece la sinopsis de la película o serie en cuestión. Es un menú variopinto: comedias, documentales, o categorías nuevas como feel good movies y “series de atracón”. Le gustan los dramas históricos, siempre y cuando les crea, esa es su única petición, pues en las adaptaciones modernas los personajes tienen el sexo desenfrenado propio de la generación de su nieta de veintiséis.

Ya lo ha visto todo en esa categoría: la semana pasada se atracó de elegantes vestidos y mansiones. Mira el calendario de pared tratando de recordar si por la mañana arrancó la hoja: sábado 24 de diciembre. Antes, los 24 podían ser concurridos; llegaba alguno de sus hijos a saludar o a llevarle un sobre navideño con billetes: una cantidad extra a la de los primeros días de cada mes y que ella guarda en el tercer cajón de la cómoda. Ojalá nunca olvide ese escondite donde ha puesto el dinero por cincuenta años, confía en que por instinto de costumbre podrá con lo básico para no darle molestias a nadie. 

Su amigo de todos los días, el periódico, yace al lado de la taza de café a medio beber que todavía no ha llevado al fregadero. Para qué, nadie vendrá hoy, mañana tampoco. A sus hijos les toca pasar la Navidad con los suegros; se turnan y a ella le tocan los años impares. Esta vez la nochebuena cayó en sábado, antes habría celebrado la casualidad. Ahora los sábados se parecen a los lunes, que desde niña odió por ser día de escuela.

Apaga el televisor, se endereza y en la primera plana evita los escándalos, la corrupción, la austeridad; dirige su atención a un cuadrito discreto: «Descubren agujero negro más cercano a la Tierra». Hay que ir a la página quince donde está la nota completa. Despliega el papel. Varias secciones se desprenden y caen. Se sienta al borde de la cama, se inclina y, una vez más, sucede: las rodillas no responden, el dolor ataca. En un segundo resbala con todo y colchas.

El golpe la aturde, ha caído de nalgas. ¡Mierda!, grita en voz alta mientras la rabadilla punza y palpita; con el puño enclenque golpea la duela. Instinto primario: buscar el bastón, pero lo ha dejado recargado en la cómoda, burlándose de ella. Ahí mismo yace el teléfono inalámbrico –fuera de su pedestal–, tendrá que arrastrarse. ¡Qué bruta! De vieja, la gravedad es enemiga. Le duele la mano diestra, la fuerte; habrá caído su peso sobre ella, pero comprueba que puede moverla sin tanta dificultad. Mira el reloj de pared que fue de su madre, marca las once, muy tarde para recibir visitas.   

Ni siquiera intenta hincarse; teme que su peso destruya sus frágiles rodillas y ahora sí, a vender la casa para comprar las prótesis biónicas con fecha de caducidad de diez años. Hasta esta Navidad ella planeaba vivir más, pues su verdadero y único problema está en esas brújulas descuadradas no le responden; ya no hay cartílago y el hueso casi roza contra el hueso. Un nuevo par vale lo mismo que su vieja casa de dos recámaras, lo único que dejará en herencia.

Pues de nalgas será, y comienza el largo camino hacia la cómoda. Si no estuviera así de gorda reptaría mejor, pero ¿cómo mantenerse delgada si el esqueleto ya no le permite ejercitarse? Hace una pausa y mira el periódico deshojado. ¡Por tu culpa!, le increpa en voz alta y sigue su camino, adolorida. Ha avanzado unos centímetros, se le ocurre ir hacia el librero, aferrarse a uno de los estantes bajos como si fuera a treparlos, uno a uno. Pero descarta la idea, teme quedar sepultada entre los libros igual a ese personaje de E.M Forster que deja en estado interesante a una señorita de buena familia; con una espada lo acorralan al librero y éste lo aplasta. Mejor continuar a paso de oruga.

Padece una de esas leyes del universo: todo puede ser siempre mucho peor. Una joya es la vida. Algo extraordinario. Ahí estaba ella, con sus ganas de entretenimiento baladí, segura entre sus descascarados muebles y en un segundo acaba en el suelo. En vez de esos absurdos aparatos que venden a cualquier hora en la televisión, deberían inventar una máquina para recoger viejos. Algo así como un imán que se adhiera a las prótesis robóticas que ahora todos llevan en vez de huesos.

Al fin llega a donde está el bastón. Antes de cogerlo, seca el sudor de su frente. Hay que hacer el intento de levantarse, ella practicó gimnasia con sus amigas muchos años; todavía carga las bolsas del supermercado, arrastra muebles al trapear, limpia los mosaicos de la cocina… algo de músculo debe quedar. Uno, dos, tres.

Qué fácil era cuando papá la levantaba en brazos para sentarla en sus grandes hombros y enlazaban las manos; las de él, negras por la grasa de los automóviles que reparaba en el taller mecánico, cuando ella era ligera. Desde arriba el parque le parecía pequeño, los pájaros más cercanos, el sol más amarillo. En cambio, ahora, sus brazos no pueden con ella y ya lleva tres intentos. Ahora. Qué palabra más rara, no sólo señala el momento presente, ahora es también un cruel recordatorio: un minuto más que el pasado, un día más que ayer, una noche a ras de tierra que la artritis aprovecha para avanzar. Ahora puede pasar semanas sin intercambiar una palabra con nadie. Ha desaparecido hasta la banal conversación de puerta con el joven de la basura. Pero ella todavía tiene poder sobre los controles en la sala de mando y no le entregará su ahora a la gravedad: los dedos se tensan, los hombros se endurecen, la zona lumbar se arquea. ¡Arriba!

Abajo. Y casi al mismo tiempo, el péndulo del reloj de su madre deja de oscilar. Se habrá quedado sin cuerda, como ella. Mejor calmarse, descansar un poco, despejar la mente de ansiedades y peligros. Faltan veinte minutos para la medianoche, todavía es sábado; el día favorito de su padre, cuando volvía temprano del taller. Qué elegante era: nunca salía de casa sin rasurarse. No como ahora que se dejan esas cochinas barbas donde puede anidar un gorrión; y piensa en su nieto, el mayor, que vive con otro compañero idéntico. Entre los dos la levantarían en un santiamén.

Un extraño hormigueo en las piernas la pone nerviosa, mejor no seguir intentándolo. Pedirá ayuda a sus hijos, que de algo sirva haber parido dos veces, ya se las arreglará para convencerlos de que no irá a ningún asilo. Mejor llamar a algún amigo. Vaya idea, cuántos amigos tengo; los vivos estarán cenando pavo, mientras yo, casi congelada y hecha una piltrafa, me lamento. No recuerda qué adorable y cínico francés dijo que en la adversidad de nuestros mejores amigos siempre encontramos alguna cosa que no nos desagrada del todo. ¿La Bruyère? ¿La Rochefocauld? ¿Boileau? Se regaña por perder el tiempo con un montón de autores franceses cuando debería salvarse del suelo frío. 

Se las arregla para empujar el teléfono inalámbrico con el bastón. El aparato cae del otro lado de la cómoda, muy cerca de la pared. Sin pensarlo, se acuesta en la duela con tal de alcanzarlo; las vértebras le truenan. Aparece otro dolor, uno más a la bonita colección. Alcanza el teléfono y, con trabajo, se incorpora. Suspira, ahí está la salvación en su mano. ¿A quién de sus hijos llamará? ¿Silvio o Laura? Él es más parrandero, estará bebiendo sidra. Laura es comprensiva la mayoría de las veces, aunque nunca han sido muy cercanas. Aprieta el botón verde del auricular. Nada. Malditas baterías. Cualquier cosa tiene baterías en estos tiempos inalámbricos. ¿El teléfono celular? Lo ha dejado enchufado en la cocina, pues a últimas fechas disfruta de escuchar música mientras come. ¿Qué hacer? No hay manera de pedir auxilio. Y la vejiga empieza a sentirse llena. Hay que ver el lado positivo de las cosas, preferible no molestar a los hijos, pues pretextos quiere el diablo; se ve en una conversación interminable donde ellos la tratan de convencer de que la casa de reposo es lo mejor. Será lo mejor para ellos, pero yo no trabajé en balde, tengo un lugar dónde caer muerta. Y así será.

Te duele, ¿verdad?, adivinó su hija el martes pasado. No es eso, ahora soy más lenta al subir las escaleras porque prefiero prevenir que lamentar, se defendió. Espera que con eso su hija se haya quedado tranquila. No quiere más médicos; las pastillas han arrasado su flora intestinal y está convencida de que aquello que arregla una, lo descompone la otra. Si cualquiera de sus hijos supiera que ya no ve bien con esos lentes, que sus encías se han encogido y la prótesis dental no muerde como debiera, que a veces recibe los primeros rayos del día sin pegar las pestañas en toda la noche, que el bastón peligrosamente se atora en la alfombra, la condenarían al asilo. Y ni mencionar ante ellos los desperfectos de la casa, pues ya han sugerido venderla.

No logra comprender por qué no cayó muerta allí mismo, aunque la encontraran hecha una momia. Sí, habría sido como ganar la lotería, pero en estos tiempos la suerte también anda escasa. Peor es estar en un incendio a medianoche en altamar, se convence. El hormigueo de las piernas desapareció, ahora no siente nada, sólo la callada resignación. Se arrastra de vuelta al pie de la cama usando sus nalgas y brazos. Las muñecas le pasan factura, sobre todo la diestra. Si fuera religiosa, aquel momento sería oportuno para rezar; tendría vecinas con las que ir a la iglesia, que podrían visitarla los viernes de rosario o los jueves de lecturas bíblicas. O los sábados de alabanzas al niño que ha nacido para salvar al mundo.

¡Auxilio! ¡Ayuda!, pero los vecinos cantan villancicos o quiebran piñatas, alzan la copa o se atiborran de ensalada de manzana. Se arrastra hacia la cama y acomoda la almohada entre el buró y su sufriente espalda. Siente las piernas como témpanos; las envuelve con las cobijas que la hicieron resbalar. Afuera, el aire aúlla. Bonito momento para ser visitada por fantasmas de navidades pasadas. Admite que nadie desea estar con ella, que los intentos de pareja fracasaron luego de enviudar a los cuarenta y tres años; que los familiares tienen otras preferencias para compartir las navidades y que los amigos han dejado de serlo, pues el teléfono sólo suena para oír a los candidatos de alcalde o diputado.

Vuelve a gritar, pero los villancicos suenan más fuertes. Resuelve guardar la voz, tratar de dormir hasta que amanezca. Pedirá ayuda cuando haya más gente en la calle, así podrá salvarla algún desconocido sin que lo sepan sus hijos. Además, no es una emergencia como tal, sino un accidente. No se ha quebrado nada, sólo son esas rodillas quebradizas. Se acomoda las almohadas pensando en sus alumnos universitarios. ¿Habré sido una pésima profesora? Bien. Vas perfecto. Por este camino se va a la melancolía galopante. Quizá se deba a que es la hora de los muertos, la hora del diablo: 03:33 a.m. marca el despertador de su buró. ¿Y dónde quedaron los fantasmas, los demonios? Les da unos minutos para que se manifiesten, pero ahí sólo la rodean sus viejas cosas; eso sí, ahora le parecen amenazantes. A partir de ahora tendrá cuidado hasta de las esquinas puntiagudas.

Se arrepiente de haber apagado la televisión, al menos tendría luz. Piensa en su aspecto cuando llegue el día y alguien la ponga en el sillón: algo salido de la casa Usher. Supone que a estas alturas ya no importa. ¿Qué hará la gente para dormir además de contar ovejas? Ella detesta las ovejas, mejor pensar en renos. ¿Y si rompo una ventana? Pero afuera ya no suenan villancicos, sino música de baile y parranda. Calma, calma, ¿qué ganas desesperándote? Acompasa la respiración concentrándose sólo en los diminutos ruidos de una casa vieja que poco a poco la llevan al día que chocó en el taxi, sus viejas casas, las travesuras de sus hijos y más atrás: a aquellas huidas al mar de recién casada, cuando el soplo en el corazón de su marido era un secreto.

Hace tanto tiempo de aquello y todo ha ocurrido tan rápido. Es como si todavía fuera una niña. Los libros, los alumnos, los hijos, los nietos, su casa: ese enorme cúmulo de vida para acabar ahí, entre el mundo de arriba y el subsuelo. ¿Y si muero de hambre y sed antes de que me rescaten? Siente que la duela se tambalea bajo su peso, se hunde. Intenta acompasar la respiración. Uno, dos, uno, dos. No, alguien la pondrá en el sofá, ella le dará una buena propina por su ayuda y seguirá cobrando la pensión, preparándose el desayuno en su cocina. Nada tiene por qué cambiar. Las manos sudan, pero el aire entra mejor. Lo retiene y lo suelta, liberando el pánico. Por la mañana se arrastrará hasta las escaleras donde está el amplio ventanal y gritará desde ahí, toda la mañana si es preciso.   

No puede aguantar el decoro por más tiempo y suelta el esfínter. Total, es sólo agua y residuos. Mientras moja el tapete de periódicos acomodados para ese propósito piensa que sería divertido tener una manguerita de hombre y dirigir el chorro a las caras estupefactas de sus espectadores de papel. Entre los que la miran orinar están los senadores, diputados, el propio presidente. Ojalá ellos fueran los postrados; desde un podio ella los bautizaría de ácido úrico. Y ya que estamos de placeres, ¿si le quitara lo úrico y quedara el puro ácido? Suelta una carcajada que la conduce a toser.

Qué regalo le ha traído esta Nochebuena, trata de distraerse pensando en los que recibió en mejores años, olvidar la vergüenza. Ahora ella pide tan poco, que lo mágico se limite a su rescate, quizá dormir y, con suerte, amanecer seca. El niño Dios no hace esto por maldad, quizá sólo sea una manera de expresar su buen humor: lo visualiza ahora mismo en el pesebre celestial mirando los cuadritos de las vidas humanas y eligiendo la suya, pero él tiene más y mejores opciones; puede combinarlas a placer. Dispuso: cuerpo decrépito en mente lúcida. Y ella quedó atrapada en el “ok” de su control remoto. El hambre y la sed traerán delirios, debilidad. Romperá la ventana con el bastón y gritará en cuanto la fiesta navideña termine y las calles queden en silencio.

Un ruido la alerta. Es la puerta de entrada, alguien intenta abrirla. ¿Laura? ¿Silvio? ¡Aquí arriba! ¡Aquí estoy! Grita, desesperada. Escucha pasos nerviosos en la escalera. ¡Auxilio! Golpea la duela con el bastón. Los pasos retroceden. ¡Suban! Detiene la respiración. ¡Vengan! ¡No se vayan! ¿Serán ladrones? ¡Tengo dinero! En el umbral de su recámara al fin aparecen dos hombres vestidos de negro; uno lleva puesto un pasamontaña, el otro, más pequeño y rechoncho, una brillante máscara de Santa Claus. Ambos arrastran sacos negros y el rechoncho lleva una pistola. Ella señala la cómoda de inmediato: el dinero está en el tercer cajón, llévenselo, la pantalla es nueva, pero levántenme. Los ladrones se miran entre sí. Si me ayudan, ¡les digo dónde están mis joyas! La enorme sonrisa de la vieja los convence. Los dos se acercan, ella alza los brazos cerrando los ojos para imaginar a su padre alzándola en vilo; sabe que, desde arriba, en sus hombros, el mundo se verá mejor.

 

Alfredo Núñez Lanz. Cofundador de Textofilia Ediciones. Es autor de los libros Soy un dinosaurio (Conaculta, 2013), Veneno de abeja (Secretaría de Cultura, 2016) y El pacto de la hoguera (Ediciones Era, 2017). Becario del Programa Jóvenes Creadores del FONCA 2014 y 2016. En 2018 obtuvo el “Premio nacional de narrativa histórica Ignacio Solares” para obra publicada por El pacto de la hoguera. Su Twiter es @NunezLanz

 

 

 

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Posted: December 23, 2022 at 7:04 am

There is 1 comment for this article
  1. Viviana Ramos at 11:39 pm

    Woww, I can’t wait to know what’s going to happen with her.
    You caught me since the first paragraph
    Congratulations!!!
    Alfredo you are an extraordinary narrator

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