Reivindicar una literatura femenina
Michelle Roche Rodríguez
La sola mención de una «literatura femenina» causa molestia entre algunas personas. A mí misma me la produce, por ejemplo, pues tengo un rato pensando en si debía colocar ese adjetivo junto a un sustantivo con el peso semántico que tiene «literatura». Me pasa esto porque, si bien tengo años dedicada a los Estudios de Género desde la academia, aún me cuesta desligar el vocablo «femenino» de la connotación peyorativa que siglos de tradición misógina le han endilgado.
No estoy sola en mi desconfianza. Otras escritoras rechazan hasta la idea de una literatura femenina. Autoras de la notoriedad de la mexicana Cristina Rivera Garza o de la argentina María Negroni, entre otras, se han referido a la trampa que supone hablar de la escritura de mujeres, pues esta se convierte automáticamente en un tipo particular, que se contrapone a la «gran» literatura, calificando así de universal a las obras escritas por hombres y a las otras, de una excepcionalidad. «La tarea política es restaurar la letra, desbiologizarla y llevarla a habitar la precisión del sentido», escribe la chilena Diamela Eltit, en su colección de ensayos El ojo en la mira: «La obligación de democratizar la literatura ampliaría el sistema literario. Desde esa perspectiva, me parece urgente romper el binarismo: literatura de mujeres y literatura (de hombres, la verdadera)».
Mi propuesta de reivindicar a la literatura femenina no surge del desprecio. Jamás podría; considero a mis obras femeninas y feministas tanto por los temas que tratan como por los personajes que las protagonizan. Tampoco me propongo hablar aquí de la escritura de las mujeres como una excepción. Al contrario: mi planteamiento tiene que ver con la posibilidad de asumir esas obras como universales, en el sentido de que están en sintonía con la experiencia del presente.
Reflexionaba sobre este asunto mientras me preparaba para una mesa redonda en la que participaron la mexicana Brenda Navarro y la ecuatoriana Mónica Ojeda en Casa de América, titulada «El género, los géneros y las generaciones», el segundo encuentro del ciclo El Big Bang de la Literatura Hispanoamericana, el cual me invitó a moderar Anna María Rodríguez, especialista de Literatura de la prestigiosa institución emplazada en Madrid. La primera sesión había contado con la presencia de la española Marta Sanz y la chilena Alia Trabucco, quienes conversaron con Javier Rodríguez Marcos, director de «Babelia», el suplemento cultural de El País. Durante aquel encuentro, el moderador afirmó que las autoras hemos conseguido un lugar de enunciación distinto al que teníamos antes. De esta noción se desprende mi interés en la reivindicación que intento plantear en este texto.
Una nueva perspectiva.
Con lo anterior, Rodríguez Marcos quería decir que no solo ahora se publican y se leen a más mujeres que antes, sino que nuestra perspectiva se ha convertido, por primera vez en la historia, en una de las corrientes principales de la realidad, al menos en España, país donde se convoca el ciclo. Hasta la entrada del siglo XXI, las mujeres dedicadas a este arte se consideraban una rareza y había muchas que eran ridiculizadas por hacerlo. «La historia de la literatura sigue perpetuando el círculo vicioso por el que las mujeres virtuosas no podían saber lo suficiente de la vida como para escribir bien, mientras que aquellas que sabían lo suficiente de la vida como para escribir no podían ser virtuosas», escribió Joanna Russ en Cómo acabar con la escritura de las mujeres, una obra del año 1983, publicada en 2018 por primera vez en español por las editoriales Barrett y Dos Bigotes. Trascender el ridículo es una cosa, pero otra —y muy distinta— es poner la perspectiva propia en el centro del huracán. Por eso me interesa reivindicar, reivindicarnos.
Si, por fin, el punto de vista de las mujeres se encuentra en un territorio de enunciación privilegiado y se supone que hemos conseguido otro lugar —o lugares, más bien— desde donde producir una autoría que es nueva y, al mismo tiempo, consecuencia de un entorno cada vez más inclusivo, ¿qué tipo de perspectiva ofrecemos desde nuestra experiencia sociocultural de mujeres? Y, más importante: ¿Cómo esta literatura se articula en paralelo a los problemas sociales de nuestro tiempo? Dicho de otra manera: mi interés es comprender de qué manera el punto de vista femenino calza con esta época de diversos y múltiples movimientos feministas en que somos conscientes de que las mujeres somos la mayoría de los habitantes del globo. Una mayoría sojuzgada, por cierto, presa de esos mecanismos psíquicos del poder que son las representaciones y los roles sociales, pero eso es materia de otro texto. Lo importante aquí es el momento de esa enunciación. Las escritoras estamos proponiendo un nuevo tipo de autoría construida desde la perspectiva sociocultural de nuestra experiencia, hecha en paralelo al devenir de una generación feminista que vive en condiciones cada vez más precarias.
El género de una generación.
«Reivindicar» es un verbo agraciado; feminista hasta los tuétanos: me pone a pensar en Mary Wollstonecraft. Significa reclamar algo o argumentar en favor de alguien o de una idea. Me interesa reclamar el adjetivo «femenino», libre de las connotaciones peyorativas y argumentar a favor de la perspectiva que se puede ofrecer sobre la actualidad desde el constructo social que es mi género. Por su puesto que no todas las mujeres escriben con la intención de hacer reivindicaciones sociales, ni siquiera aquellas que, de hecho, logran hacer alguna en sus libros. Lo importante aquí es que su mirada se inclina a escarbar en las grietas más oscuras para contarlo.
Uno de los logros del feminismo ha sido discutir sobre las condiciones laborales de las mujeres y contraponerlas a las de los hombres, por lo general mejor pagados por el mismo trabajo. Pero si el problema fuera solo la diferencia entre sueldos sería fácil de arreglar con algún tipo de compensación económica o, simplemente, equiparando los sueldos. Pero el problema es de expectativas sociales y roles de género. Porque tal y como están las cosas, cuando salen del trabajo a las mujeres las espera en casa una segunda jornada laboral, tanto fuerte o más que la primera. «Si existe una modalidad histórica que pueda encarnar la explotación total de la persona por parte del capitalismo, esta figura es femenina», escribe Cristina Morini, en el ensayo Por amor o por la fuerza. Feminización del trabajo y biopolítica del cuerpo: «La modalidad de explotación de las mujeres tiene además fuertes aspectos de un no valor social, de flexibilidad infinita, de invisibilidad».
¿Es posible que el cansancio de las mujeres sirva de metáfora de una generación entera?, ¿y por qué no? Las condiciones de nuestra existencia —la de las mujeres tanto como la de los hombres— son cada vez más precarias, y cada generación que se incorpora a la fuerza laboral tiene menos oportunidades que la anterior. Todavía no llega al primer cuarto el siglo XXI y ya hemos padecido varias crisis económicas sucesivas entre las que se cuentan la generada por las hipotecas subprime, que irradió desde Estados Unidos al resto de mundo; la ralentización de la economía a consecuencia de la pandemia y la crisis energética en la que estamos ahora, resultado de la Guerra en Ucrania. A todo esto deben sumarse las crisis específicas de cada país de Hispanoamérica que son, por desgracia, numerosas.
En el ensayo de Morini se usa la frase «feminización del trabajo» para señalar la creciente inserción de las mujeres en el mercado de la economía de servicios igual que para nombrar al crecimiento exponencial de los oficios a bajo coste en los mercados globales, trabajos disponibles para ellas tanto como para los hombres. Es a través de esta equiparación de una condición laboral particular con otra general que me permito proponer la mirada desde la experiencia femenina como la ideal para escudriñar en las condiciones materiales a las que se enfrentan las generaciones actuales. Si bien alguien podría mostrarse en desacuerdo con el reduccionismo de la comparación, al menos deberá coincidir conmigo en que, al menos, se trata de una hipótesis que valdría la pena discutir. Quizá vuelva sobre ella en el futuro, no deja de darme vueltas en la cabeza.
Notas
Diamela Eltit, en su colección de ensayos El ojo en la mira, Ediciones Ampersand, Buenos Aires, 2022.
Cristina Morini, Por amor o por la fuerza. Feminización del trabajo y biopolítica del cuerpo (traducción Gual Bergas y Joan Miquel), Editorial Traficantes de Sueños, Madrid, 2014.
Joanna Russ, Cómo acabar con la escritura de las mujeres, Editorial Barret y Editorial Dosbigotes, Sevilla, 2018.
Michelle Roche Rodríguez (Caracas, 1979) es narradora, crítica literaria y periodista. Ha publicado Álbum de familia: Conversaciones sobre identidad y cultura en Venezuela (2013), Madre mía que estás en el mito (2016), la colección de cuentos Gente decente (2017, Premio de Narrativa Francisco Ayala) y Malasangre (2020). Colabora con varias revistas literarias españolas y medios culturales venezolanos. Trabajó en el diario El Nacional, fue profesora en la Escuela de Letras de la Universidad Católica Andrés Bello y fundó Colofón Revista Literaria en 2014. Reside en Madrid desde 2015. Su página web es www.michellerocherodriguez.com.
Fotografía © Emilio Kabchi.
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Posted: May 28, 2023 at 9:04 am