Essay
Santos días en CDMX
COLUMN/COLUMNA

Santos días en CDMX

Gisela Kozak Rovero

Puede que para los chilangos, los oriundos de Ciudad de México,  encontrarse en la entrada del Palacio de Bellas Artes con amigos que vienen del exterior sea un lugar común o una extravagancia, sobre todo si viven en el sur. Para una caraqueña asimilada al espíritu chilango, no hay mejor lugar. Vivo a seis estaciones de metro de este centro cultural, un sitio que me provoca una peculiar forma de alegría. Me resulta inconcebible una mejor forma de ser latinoamericana  que la feroz y bella lucha con nosotros mismos, escenificada en los grandes teatros emblemáticos del continente. En Bellas Artes el muralismo mexicano se da la mano con la afrancesada arquitectura del período del porfiriato y con las exigencias culturales posrevolucionarias. No es de extrañar que en su sala principal haya cantado Juan Gabriel y dirigido Carlos Chaves; tampoco que la música de Silvestre Revueltas y Manuel de Falla pudiesen convivir quizás en una misma noche. Igual se ha celebrado un evento sobre el racismo y la colonización que una exposición de  Amadeo Modigliani o de las versiones artísticas de la imagen de Emiliano Zapata. El público amante de José José le rindió en sus espacios un último tributo, al igual que los lectores de Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes. No faltan en las adyacencias del palacio los grandes letreros con exigencias laborales  ni las carpas de grupos protestando por los más diversos motivos; tampoco la mendicidad y la economía informal. Semejante mezcla de caos y hermosura indomable no es muy corriente.

Lynette Gomez y yo nos reunimos, por fin, con nuestros amigos Roberto Martínez Bachrich y Víctor García, ambos escritores y, para ese entonces, estudiantes de doctorado en Nueva York. En aquel feliz jueves santo del año 2019, pude abrazarlos después de varios años;  luego caminamos hacia la Catedral Metropolitana y  comenzamos  con pie virreinal la visita a las siete casas, costumbre católica propicia a aquellos cuatro pecadores, amantes del buen arte. Los ríos de gente en las calles Madero, Cinco de Mayo y México Tacuba eran invitantes y seductores. Una pareja lésbica y una homosexual, venezolanos en Ciudad de México, se codeaban con turistas y lugareños en una danza entre sensual y espamódica. Los, aproximadamente, dos litros de jugos de frutas consumidos en una lonchería alegraron dos vidas empañadas por el reciente invierno neoyorquino.

-Esto allá es carísimo -comentó Roberto, secundado por Víctor.

La gula fue el pecado capital que lideró nuestras aventuras de pequeños demonios criollos. Las risas escandalosas se mezclaban con la música callejera de un país muy católico, en el que  amantes del pasado bailan al lado de la Catedral danzas anteriores al español y su cruz; su nada  bendito  propósito es que la gigantesca edificación caiga, como una vez cayeron los regios templos del imperio azteca. El Museo del Templo Mayor y la Catedral se miran, enfrentados y fundidos en el sabor y color de  la sangre, savia de la historia. Hablamos sin entusiasmo de la sobredosis de pensamiento decolonial necesaria para seguir con vida en el mundo académico actual; nos confesamos seguidores de Coatlicue y de la Virgen de la Guadalupe; también de la ranchera en la española voz de Rocío Dúrcal, en las mexicanas de José Alfredo y Juan Gabriel y en las gargantas borrachas del continente. La soberbia iglesia nos obligó a hablar muy bajito; me di cuenta que mostraba todo emocionada como si este país me perteneciera enteramente. Los órganos de la Catedral, sobre todo cuando suenan los dos al mismo tiempo, no tienen parangón. El cuidador del coro nos contó de la denodada lucha de la principal iglesia de la ciudad contra la vulgaridad circundante, en especial contra la bullaranga herética de los conciertos en la plaza; la Catedral es una fortaleza rodeada de pecadores y de pastores evangélicos tronando contra la idolatría católica, por no hablar de los ya mencionados danzarines que recuerdan paganas libertades.   Así se lo relaté a Roberto, un melómano irredento, capaz de mezclar en una playlist a Stravinsky con Paquita la del Barrio; desde luego, le dio la razón a los curas, al igual que Lynette. Corrimos al Colegio de San Ildefonso e importunamos a la guía con alguna pregunta técnica acerca de los murales de  José Clemente Orozco; nos había dado un baño de retórica revolucionaria, que, en el caso de los venezolanos migrantes, quema, como el agua bendita en los exorcismos.

 Roberto y Víctor aman sinceramente lo popular, malvadamente lo cutre y felizmente todos los registros intermedios. Me gusta la comida del Café Tacuba;  la música de sus madrigalistas me recuerda a las viejas mujeres de mi parentela, casi todas muertas. Los amigos disfrutaron mucho del restorán; comimos y también  comentamos  los excesos teóricos del mundo académico, además de rememorar a nuestra gente; alguna lagrimita se enjugó, seguramente. Faltaban  seis casas más; San Ildefonso, todo un templo del arte como visión del Estado, no contaba. Había que apurarse. El templo de Nuestra Señora del Pilar, la Enseñanza le gustó a Roberto y a Víctor más que la Catedral. Claro, les indiqué, educaban a las señoritas, guardianas del futuro moral de la grey cristiana, hasta que llegamos nosotros los demonios laicos. Las niñas se perdieron en la vorágine volteriana del siglo XIX y del XX.

-Eran mejores tiempos, imaginate a las jovencitas absorbiendo la sabiduría barroca en amores -afirmó Roberto, quien en materia arquitectónica no pasa del siglo XIX y sus epígonos.

Luego del paso por la  iglesia de Santo Domingo, contemplamos los arcos de la plaza,  en los que se apostaban los escribientes. Una magnífica manera de ganarse la vida. La alfabetización masiva y las computadoras nos privaron de tan amable oficio; habríamos sido autores de cartas burlonas y panfletos embusteros; de crónicas de bebedores y de amores frustrados; de recetas de comidas insólitas; de anuncios de productos mágicos. Lynette y yo seguramente habríamos tenido que disfrazarnos de hombres para ejercer. 

El calor nos agitaba tanto como el gentío, el tiempo se derretía y las horas cabalgaban veloces. Nos dirigimos al Templo de la Profesa, que nos brindó un instante de maravilla: por alguna razón estaba casi vacío y la belleza se hizo en nosotros. Café, agua, sanitarios, el trío salvador de las comidas opíparas y debidamente rociadas, nos dieron el ánimo preciso para seguir con nuestra ruta. La guía que escribe esta líneas indicó que las iglesias de San Francisco de Asís y de San Felipe Neri eran nuestras próximas visitas. Nunca he podido olvidar que, en una incursión nocturna a la primera, un joven sacerdote se ordenó; hablaba tan parecido a los actores mexicanos de las películas que veía mi abuela. Me encariñe con la iglesia desde entonces. Luego de una rápida mirada al templo, pasamos a San Felipe Neri, con sus frescos de  reminiscencia bizantina, abarrotada de feligreses en medio de lo que pasamos entre roces y cortesías, un baño de multitud imposible un año después. De las siete casas, San Felipe perdura en mis recuerdos de esa jornada porque contrastaba con los otros templos, tenía un sabor peculiar, ajeno al barroco novohispano. La gigantesca luna del calor y de los días santos indicaba que había que apurarse para culminar el recorrido en la Capilla de Nuestro Señor de la Humildad, llamada también de Manzanares, lugar de culto popular que contrasta agudamente con la grandeza de la Catedral Metropolitana. En aquel pequeño templo, los demonios criollos aplaudieron la grandeza de México y decidieron entregarse al mundo profano. Buscamos una cantina que me recomendó un amigo;  no fue posible encontrarla porque estaba en el Barrio Chino y no llegamos, pero se hizo el milagro y apareció un bar con el encanto elegante de otros tiempos de madera y vitral: el Mancera. La sed y el fondo musical de jazz nos llevaron a tiempos remotos y cercanos en sensibilidad y buena onda. 

Catorce horas pasamos juntos; catorce horas durante las cuales  Roberto se compró un cigarrillo detallado en Eje Central, para mi espanto y carcajadas; Lynette y yo bailamos en alguna calle;  Víctor cantó “Rata de dos patas”. Catorce horas transcurridas entre cervezas, vino, paletas de chongo zamorano, helados Santa Clara, mango con chamoy, jugos de frutas y litros de agua. Catorce horas son insuficientes para la nostalgia y suficientes para la felicidad.

Meses después vendrían los casi dos años de encierro.

 

Imagen de Eneas de Troya

Kozak Rovero es una escritora, activista política y profesora universitaria venezolana. Doctora en Literatura y profesora titular de la Universidad Central de Venezuela. Reside actualmente en México. Su último libro es el volumen de cuentos Casa de ciudad (Ilíada Ediciones, Berlín: 2021).

 

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Posted: May 10, 2022 at 8:27 pm

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