Contra la condescendencia
Malva Flores
Los negros son negros en su poema y son también luminosos. No necesita referirse a ellos como “gente de color”, como si el resto de los hombres fuera transparente, o ahora, tan bien portados, que los llamen “afrodescendientes” o todas esas voces que han inventado en la academia.
• Aimé Césaire: Cuaderno de un retorno al país natal / Cahier d’un retour au pays natal (Universidad Veracruzana, Xalapa, 2003). Traducción de José Luis Rivas.
Estoy frente al doloroso país natal de Aimé Césaire, porque estar con un libro en la mano equivale a estar a punto de trasponer un umbral. Antes de hacerlo recuerdo unas pocas palabras del poeta martiniqueño en su carta de renuncia al Partido Comunista Francés, ocurrida el 24 de octubre de 1956, hace casi 70 años. En aquella ocasión, Césaire escribió a Maurice Thorez: “Opto por lo más amplio contra lo más estrecho; por el movimiento que nos coloca codo a codo con los otros y contra aquel que nos encierra; por aquel que reúne las energías contra aquel que las divide en capillas, en sectas, en iglesias.”
Como probablemente sabemos, la renuncia del poeta ocurrió en el marco del informe secreto de Nikita Krushev ante el vigésimo congreso del Partido Comunista Soviético y a las tensiones internacionales que llevarían a la sangrienta invasión de Hungría por parte de la URSS, ocurrida apenas una semana después de la escritura de esta misiva. Sabemos que Césaire estaba indignado, lleno de “estupor, dolor y vergüenza”, por la revelación de los muertos, los torturados y los supliciados por el régimen de Stalin que el informe ponía en evidencia y porque, escribe, “en nombre del socialismo, burocracias separadas del pueblo, burocracias usurpadoras de las cuales se ha probado actualmente que no hay nada que esperar, han logrado el lamentable prodigio de transformar en pesadilla lo que durante largo tiempo la humanidad acarició como un sueño: el socialismo”.
No abundaré en esta historia porque estoy a punto de trasponer el umbral de uno de los libros de poesía más hermosos que se han escrito: más hermosos y más dolorosos, también. Inicié con esa historia y con la cita sobre el universalismo que exigía Césaire pues, aunque esa frase ha servido para que se ponga en duda su verdadera vocación liberadora e, incluso, ha sido leída por los inquisidores como una frase “blanqueada”, a mí me importa muchísimo pues no me interesa hablar del colonialismo —aunque Aime Césaire sea símbolo de la lucha contra los estragos de esa lacra—, tampoco me interesa hablar de los afrodescendientes —como les gusta referirse ahora a los descendientes de la raza negra— a pesar de yo misma serlo, pues nada me parece más ofensivo que esa nueva segregación que se quiere bondadosa pero que no oculta su rasgo distintivo: el racismo disfrazado que el imperio ha construido con esos eufemismos “buenistas” para que algunas personas sientan que pagan sus culpas; esas mismas personas que siguen viendo con condescendencia a alguien que les resulta distinto, pero que ahora le quieren dar palmaditas en el hombro. No. Prefiero hablar de poesía, que es el vehículo del único elemento cuya aspiración en verdad nos reúne a todos, más allá de los accidentes genéticos: la libertad.
A propósito de Césaire, Breton decía que su obra era “bella como el oxígeno naciente”. Más puntual, Enrique Molina pensaba que el conflicto dialéctico que suponía su poesía —una poesía nacida en la “encrucijada de una serie de fatalidades, nacidas de la inferioridad a que su raza es relegada en el mundo blanco, de la dependencia colonial de su país, de su conciencia social, de su sensibilidad, condicionada a la vez por su raíz negra y el paisaje americano del trópico, en pugna con las formas artísticas del mundo culto occidental, etc. Teatro de una serie de oposiciones dramáticas, éstas concurren a crear una expresión nueva capaz de contenerlas a todas y de reunir en un solo haz sus energías antagónicas”— reverberaba “en medio de una extraordinaria magia verbal su diamante de pudriciones y cielos carniceros”.
La Universidad Veracruzana ha puesto en circulación nuevamente Retorno a un país natal, en versión del poeta José Luis Rivas, que ha traducido y vuelto a traducir este poema ya muchas veces. Escrito en 1939, cuando Césaire había vuelto a su patria después de haber vivido en Francia donde se había formado, el poema se convierte para muchos en un espacio de denuncia, pero la literatura de “denuncia” es generalmente pobre y no ocurre así con este retorno que se vuelve revolucionario no por su tema, sí por la maravillosa explosión de libertad de la lengua que nos hace ver, como diría Octavio Paz, que la poesía es la expresión de sílabas ardientes y para quien la libertad no era “una filosofía y ni siquiera es una idea: [sino] un movimiento de la conciencia que nos lleva […] a pronunciar dos monosílabos: sí o no.” Es decir, la libertad es la posibilidad de elegir. ¿Podía elegir Césaire? De hecho, lo hizo, y su poema es muestra del poder de la poesía como agitador social, pero, sobre todo, como agitador de la lengua, en la suya —el francés—, en la nuestra o en cualquiera.
Cómo obviar el tema social, me dirán, si desde la segunda línea del libro, Césaire nos centra en el problema cruel del vasallaje o la interminable represión cuando recuerda “La atroz inanidad de nuestra razón de ser” y escribe: “¡Lárgate, le decía, jeta de gendarme, jeta de soplón, lárgate, aborrezco a los lacayos del orden y a los tolondros de la esperanza. Lárgate grisgrís de mal agüero, chinche de monaguillo.”
Apenas amanece en el poema y a la “vuelta del alba” nos enfrentamos a un dolor que habrá de continuar todo el trayecto y así nos enteramos de que “nadie sabe mejor que este cerro bastardo por qué el suicida se ahogó en complicidad con su hipogloso retrayendo su lengua para tragársela; por qué una mujer que parece flotar en el río Capot (su cuerpo luminosamente oscuro se organiza dócil a la voz de mando de su ombligo) no es más que un bulto de agua sonora.”
Un “bulto de agua sonora”, ese cuerpo luminosamente oscuro al que Césaire no se refiere con eufemismos. Los negros son negros en su poema y son también luminosos. No necesita referirse a ellos como “gente de color”, como si el resto de los hombres fuera transparente, o ahora, tan bien portados, que los llamen “afrodescendientes” o todas esas voces que han inventado en la academia para decirnos que sí, que nos aceptan, pero que merecemos un trato “especial” con las palabras. Nadie que no haya sido humillado, despreciado por su color puede entender el pesar soterrado y la rabia que nace de las palabras del poeta. Pero Césaire le dice a las cosas por su nombre, no le tiene miedo a las palabras y anota: “Y está el chulo negro, el áscari negro, y todas las cebras se contonean a su modo” Y Césaire, canta, baila, todo en él es ritmo, que equivale a decir: todo en él es vida.
Y para mí mis danzas
mis danzas de mal negro
para mí mis danzas
la danza rompe-yugo
la danza salta-prisión
la danza es-bello-y-bueno-y-legítimo-ser-negro
Para mí mis danzas y que estalle el sol en la raqueta de mis manos
mas no, el sol desigual ya no me basta
enróscate, viento, a mi nuevo crecimiento pósate
en mis dedos comedidos
te entrego mi conciencia y su ritmo de carne
te entrego los fuegos en que espejea mi fragilidad
te entrego la cuerda de presidiarios
te entrego el pantano
te entrego el intourist del circuito triangular
viento devora
te entrego mis palabras abruptas
devora y enróscate
y enroscándote abrázame con un más vasto
estremecimiento
abrázame hasta el nosotros furioso
abraza, abracémo-NOS
¡pero habiéndonos igualmente mordido
hasta la sangre de nuestra sangre mordido!
abraza, mi pureza sólo se anuda a tu pureza
pero abraza pues
como un campo de apretadas casuarinas
en la noche
nuestras multicolores purezas
y estrecha, estréchame sin remordimientos
estréchame con tus inmensos brazos de arcilla luminosa
estrecha mi negra vibración con el ombligo mismo del mundo
estrecha, estréchame, áspera fraternidad.
Hay algo en estas palabras que resuena más allá de cualquier teoría decolonial. Es el ritmo de la libertad: el que nos une, el que nos hace iguales, en el que todos podemos bailar y reconocer al otro. Esa libertad sólo puede encontrarse en el lenguaje, en el milagro que produce el ayuntamiento de una palabra con otra y eso, que existe en el original, ha sido trasladado a nuestra lengua de manera prodigiosa por José Luis Rivas.
No asombra que haya sido Rivas quien diera voz a este extraordinario poema: no sólo es un gran traductor, sino que nadie como él conoce la textura vital de la tierra natal: sus escondrijos, sus pesares y la maravilla, incluso, de su ruina. Pocos como él pueden cantar de esta manera y construir un mundo con el ritmo, hacerlo suyo y ofrecérnoslo: es decir, hacerlo nuestro. Esta hermosa edición bilingüe nos permite asomarnos también a la voz primera, al primer ritmo que en francés nos ofrece otro mundo posible: en el que el poeta elige, dice sí, dice no: discierne y eso es la libertad o —viene a ser lo mismo— la poesía.
Retomando a Molina, vale la pena preguntarse si, de veras, podemos ignorar —aún ahora, sobre todo ahora— la intransigencia de Césaire, una “intransigencia total hacia un orden social tras cuyo hipócrita humanismo se mantienen aún vigentes las más feroces discriminaciones raciales. Pero Aimé Césaire se halla muy lejos de la llamada poesía social, fruto de un espíritu reaccionario incapaz de comprender que es imposible reducir la verdadera poesía a la categoría de un epidérmico excitante elaborado con un tema político.”
No es, la de Césaire, una poesía victimizante, todo lo contrario. No necesitamos los negros o sus descendientes que nos digan “negro bueno”, el “buen negro de su buen amo”. No necesitamos esa condescendencia de cubículo y sí, hacer posible una fraternidad universal, esa condición que implica que no nos dividan o nos segreguen incluso con buenas intenciones o términos que evitan la palabra prohibida: negro, negra. Lo que necesitamos los hombres y mujeres de esta tierra —no importan su color, sus preferencias o su lugar de origen— es estar, recordando aquella primera cita de Césaire, “codo a codo con los otros”. Debemos, entonces, oponernos a quien divida las energías “en capillas, en sectas, en iglesias” (aunque sea para darnos una palmadita en el hombro o becas del “bienestar”).
Malva Flores es poeta y ensayista. Autora de La culpa es por cantar. Apuntes sobre poesía y poetas de hoy (Literal Publishing/Conaculta, 2014), Galápagos (Era, 2016), A extraña línea quebrada (Literal Publishing, 2019) y Sombras en el campus (Bonilla, 2020). Su libro más reciente es Estrella de dos puntas (Planeta, 2020), por el que obtuvo el Premio Mazatlán y el Premio Xavier Villaurrutia. En 2022 recibió el Premio Internacional Alfonso Reyes. Es columnista de Literal Magazine. Twitter: @malvafg
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Posted: June 28, 2023 at 9:32 pm