Una detective a la altura
Giovanna Rivero
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La figura de la detective mujer es relativamente nueva en el ámbito de la literatura latinoamericana. Digo esto un poco de memoria y orientada por lo que he leído, que es siempre una ínfima parte de lo que deseo leer o aún no sé que me gustaría leer. Sin embargo, no me negarán que también en lo referente al “olfato” detectivesco los personajes varones han ocupado históricamente el podio, como si eso, el olfato, la intuición, la astucia, hubiera sido desde siempre la sangre que bombeaba sus corazones.
A fines del siglo XIX la figura de la detective apareció en el horizonte, principalmente en la literatura inglesa, en gran parte porque la estela de feminicidios que dejó a su nefasto paso Jack, el destripador, había generado la urgencia de entender en la escritura la maquinaria del mal. Con la llegada del siglo XX la reina del género policial y de misterio, Agatha Christie, le daría vida a la detective Miss Marple, cuya gran inteligencia le permitió manejar con solvencia los viejos códigos de la razón. No obstante este giro importante en el género negro, en América Latina la administración de las epistemes en la esfera del crimen todavía no terminaba de incluir –en la producción literaria– la intervención de las mujeres. Si había un rol central para ellas, este se circunscribía al del sujeto que transgrede la ley. Así, amantes asesinas, herederas indignadas, viudas apresuradas, poblaron novelas policiales, con el mérito de intentar entender los móviles y modus operandi del ‘sexo débil’.
Tuvieron que pasar algunas décadas para que la detective como figura ficcional irrumpiera de un modo definitivo en algunas escrituras en español y trajera consigo otra concepción de la verdad, otro ethos moral. Por ejemplo, en España, Rosa Montero le dio vida a la inolvidable detective ciborg Bruna Husky; Cristina Fallarás instaló en las calles de Barcelona a la detective Victoria González, cuyo orondo embarazo no le impide tomar riesgos extremos y llegar donde detectives varones quizás no se habrían atrevido. En Argentina, brilla la obra de Claudia Piñeiro, cuyos personajes femeninos asumen la tarea de la investigación por cuenta propia y es así como llegan a los aspectos más crudos de la verdad. De la misma manera, Mariana Enríquez construye la poderosa estructura psíquica de la fiscal Marina Pinat, que en el cuento “Bajo el agua negra” no duda en adentrarse en las villas más peligrosas del gran Buenos Aires, todo por entender las hebras intricadas del misterio sobrenatural.
Desde Bolivia, para fortuna de este espectro de personajes (que, lo sé, es imperdonablemente incompleto), la escritora Virginia Ayllón ha arrojado a la violencia de la vida a su heroína Soledad Vaca. Su libro Las crónicas de Soledad V., editado recientemente (2023) por editorial Pirotecnia, nos invita a acompañar a la protagonista en su desafiante flanerismo andino; junto a ella descubrimos algunas tácticas para sobrevivir en el oficio, un oficio que está lejos del glamur y siempre cerca del abismo. Vale la pena afirmar, precisamente, que la novela episódica de Ayllón apuesta también por la picaresca como modalidad afectiva capaz de desarticular el género policial en su riguroso mecanismo lógico. En la picaresca policial de Ayllón, la protagonista hace de su genealogía un acertijo (como corresponde); este origen casi bastardo constituye la marca sociológica que hace de ella una criatura de ‘todo trecho’, una agente del pueblo, pero de ese pueblo que ríe y muere en una misma noche.
‘La Sole’ es ayudante de oficina del jefe de investigación policial en la ciudad de La Paz, aunque en realidad es ella quien termina resolviendo los enigmas de la delincuencia y administrando justicia por mano propia cuando concluye que en las instancias oficiales no habrá ninguna. La Sole vive en un conventillo en la Villa del Carmelo, lo que ha terminado de nutrir su base de datos mental y sentimental, elemento clave a la hora de atar cabos y tender trampas a maleantes y feminicidas. Por supuesto, esta detective del hampa de los barrios marginales también posee el don de pasar por alto delitos menores, delitos casi necesarios para llevar la fiesta y el preste a sus más dionisíacas alturas.
Su jefe, un teniente de poca monta, le asigna los casos desesperados, no porque sean oscuros, sino porque nadie de las jerarquías más altas quiere abordarlos. Alguien, pues, tiene que hacerse cargo de la borra social, de la delincuencia en ciernes, de la ácida insatisfacción de querer ser especial cuando la existencia ya tiene su plan. Esa criminalidad también pareciera ser organizada, no porque tenga clara su cadena de distribución y sus ajustes de cuentas, sino porque conoce bien en qué compartimento de la pirámide social debe ubicarse y contenerse. La Sole intuye eso y acepta los encargos de último momento, como cuando su jefe le dice:
Soledad, preciso que esta noche vaya a ese concierto de estos chicos metaleros, creo que así se llaman. Mire, Soledad, prometo que esta semana hago que le cancelen por estos oficios extra que le pido, que no están en su horario de trabajo ni en sus funciones como simple ayudante del jefe policial. Y remarca la palabra simple.
¿Qué podría hacer La Sole para que la institución policial mantenga una cierta dignidad? La prosa de Virginia Ayllón nos restriega esa pregunta con el sarcasmo y la irreverencia de un personaje que lo ha visto casi todo, pero que no deja de apostar por cierto romanticismo urbano. Su relato parece decirnos que la única manera de confiar en la Policía en tanto correlato institucional de un estado esquizoide (por un lado, es indiferente al dolor de sus ciudadanas y, por otro, está obsesionado con contener a los sujetos en los nichos sociales en los que nacieron) pasa por que en ese ámbito haya una mujer policía, una mujer detective, una ayudante de teniente capaz de ponerle el cuerpo a las balas o la costilla a la navaja cuando así lo amerite. Aunque es una más del entramado burocrático, La Sole brilla por su eficacia:
Soledad, el caso de Norma le está tomando mucho tiempo al oficial y ya me han llamado la atención, por favor deje nomás lo que está haciendo y vaya con ese oficial. Pero doctor, ya suman treinta las cartas que tengo que contestar para que Ud. las firme; hay tres bien urgentes sobre el cambio climático, doctor. ¿El cambio climático? ¿Y qué tengo que ver yo con eso, Soledad? Soy el jefe policial, ¡por favor! Es que esa ONG nos da plata, doctor, con eso pagamos a los policías que dice deberían atender el problema de la basura pero los hemos cambiado a la fuerza antimotines. ¡Por favor, Soledad, deje ese cambio climático o lo que se llame para otro día! Y sus ojos me ponen patitas fuera de la oficina.
La calle, ese hogar abierto en el que La Sole reconoce tanto a sus enemigos como a sus trágicas hermanas, le depara más de una sorpresa. Así, en uno de los breves capítulos, camino al cine La Sole y su amiga Vivi se encuentran con una adolescente acurrucada cerca de un basurero –¿estará muerta?, ¿acaso duerme una cruda a la fría intemperie y cerca de un contenedor, tal vez su última cuna?–. Pero ninguna está preparada para ese costado del extremo desamparo.
No Vivi, no sé qué hacer. Ya sé Sole, aquí cerca vive el dirigente de la zona, vamos allí y seguro algo nos va a decir o la tendrá en su casa hasta mañana. No habla castellano, solo aymara y ni la Vivi ni yo habamos aymara a pesar de que nuestras abuelas eran aymaristas, como dicen aquí. Está claro que la Vivi y yo nos perdimos en un camino donde dejamos el aymara y quién sabe qué más; tampoco somos antropólogas o sociólogas que parece que son las que mejor y más rápido aprenden el aymara.
Y si bien estas crónicas de la detective de los bajos fondos (o altos fondos, habrá que decir, respetando la topografía y cartografía del mundo de La Sole) tampoco son ensayos de antropología o sociología, mucho de eso hay también en la vitalidad de sus páginas. La naturaleza humana y los temores de una mujer que avanza en la oscuridad de la calle están aquí en toda su contundencia.
Por último, se me ocurre que La Sole es una gran candidata a manifestarse en otros formatos narrativos, tal como le sucedió al entrañable investigador setentero, Belascoarán. Hay en ella la pulsión del episodio, la palabra (des)apropiada y el charme de barrio como para cruzar esos puentes de la ficción e instalarse muy suelta de cuerpo en el imaginario latinoamericano.
Giovanna Rivero (Bolivia). Es doctora en literatura hispanoamericana por la University of Florida. Es autora de los libros de cuentos Tierra fresca de su tumba (2020) y Para comerte mejor (2015), y de la novela 98 segundos sin sombra (2014), entre otros libros. Fue seleccionada por la Feria Internacional del Libro de Guadalajara como uno de “Los 25 Secretos Literarios Mejor Guardados de América Latina” (2011). Académica independiente. Junto a Magela Baudoin y Mariana Ríos dirige Editorial Mantis. Coordina talleres de escritura y lectura online. https://giovannarivero.com/
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Posted: February 12, 2024 at 9:21 pm