Francoise Hardy, la melancólica perenne
Ricardo López Si
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En una de esas pesquisas que delatan mi agudísima obsesión revisionista, descubrí tardíamente a Françoise Hardy, quien murió recién a los 80 años, en Jeune & Jolie, una de las películas incomprensiblemente menos celebradas de François Ozon. Desde entonces, los versos de «L’amour D’un Garçon», íntimamente ligados a la actriz Marine Vacht —que en la cinta interpreta a una adolescente de clase media-alta desencantada que decide convertirse en prostituta de lujo para paliar su tedio existencial— me han acompañado ininterrumpidamente: La petite fille que tu as connue / Non, je ne suis plus. Esto, desde luego, queda muy desfasado en el tiempo de aquella primera irrupción pública y masiva de Hardy, con apenas 17 años en el lejanísimo año de 1962, en la presentación a nivel nacional del que sería su más grande éxito, «Tous les garçons et les falles», durante un referéndum montado por el general Charles de Gaulle con miras a autolegitimarse.
De a poco descubrí que aquello me había conmocionado tanto porque la belleza frágil de Hardy encarnaba, precisamente, la melancolía en su estado más puro. Quizá buena parte de esto se lo debamos al hecho de que la cantante y modelo de ojos azules y gesto abatido nació a la mitad de una alarma antiaérea en la París ocupada durante la Segunda Guerra Mundial, a la primigenia y traumática experiencia sexual que tuvo en la Sorbona tras haberse dejado seducir por un hombre de origen tunecino o la decepción que se llevó tras el concierto de su entonces ídolo Bob Dylan en el teatro Olympia de París, en 1966.
Es de sobra conocida la foto en el backstage de Dylan con Hardy, pero se ha escrito menos sobre el trasfondo de la historia. Dylan, como John Lennon con Brigitte Bardot, tenía un interés genuino en cortejar a Hardy, al grado de que, tras una primera parte del show bastante mediocre, se encaprichó con la idea de conocerla y exigió que se presentara en su camerino para continuar el recital. Cuenta el periodista Diego Manrique que el encuentro se prolongó al hotel George V, en donde al bardo de Minnesota le pareció buena idea utilizar «I Want You» y «Just Like a Woman» como fallidas armas de seducción.
Es probable que nadie haya desromantizado más la figura en torno a Dylan que la indomable Hardy, quien describió así aquel desconcertante encuentro privado: «Una vez delante de él me espantó su delgadez, su rostro cadavérico, sus uñas demasiado largas… Era evidente que enfilaba una cuesta abajo». Esto debería ser interpretado como un preludio de lo que después escribiría Sam Shepard en el libro documental Rolling Thunder: con Bob Dylan en la carretera: «Meñique blanco, arrugado, con articulación doble. Uñas largas que revolotean sobre el armonio de Allen como una criatura con tentáculos. Manos de cuero lechosas, curtidas, que nos dicen más cosas que su cara sobre la música y sobre dónde han estado. Manos antiguas, demoníacas, no humanas, que casi dan miedo».
Hardy se distanció del corset inherente a la generación yeyé a golpe de complejidad melódica e intelectual. Y, más importante aún, trascendió a ella a nivel cultural no solo por su popularidad y longevidad artística, sino por sus ideas. En una contexto social que le exigió posicionarse en términos de militancia y activismo político, Hardy, abiertamente anticomunista, siempre dejó patente su rol como promotora de los contraceptivos, el aborto, la libertad sexual y la legalización de la eutanasia, a la que consideraba un paliativo para erradicar «la cultura del martirio» que domina el pensamiento occidental.
Por todo esto fue especialmente paradójico que Hardy, tras padecer primero los estragos de un cáncer linfático diagnosticado hace casi dos décadas y después de uno de laringe, no haya podido recurrir a la eutanasia para morir con la dignidad por la que tanto luchó desde que fue testigo en primera fila de la degradación de su madre a causa de la enfermedad de Charcot-Marie-Tooth, un trastorno neurológico degenerativo.
Hace poco, su único hijo, el también cantante Thomas Dutronc, fruto de la tormentosa relación que sostuvo con Jacques Dutronc —al que casi siempre, pese a sus recurrentes infidelidades, idealizó como el amor de su vida—, le dijo a una radio local que, ante el imparable declive de su madre con el paso del tiempo, se cuestionaba si no hubiese sido mejor «dejarla marchar cuando estuvo a punto de morir hace ocho años», luego de entrar en coma.
Por suerte, de ese oscuro pasaje superado Hardy nos dejó como testimonio su último álbum de estudio y el vigésimo octavo de su carrera: Personne d’autre, publicado en 2018 —dos años después de verse cara a cara con la muerte por primera vez—, producido por el venerado artista musical Erick Benzi y concebido como «una despedida del mundo material» y la expiración del cuerpo en detrimento del alma.
Fiel a su espíritu rebelde, Françoise Hardy, la melancólica perenne, tuvo a bien valorar el disco que debía ser la cumbre del desasosiego como el menos triste de su inabarcable periplo musical.
Ricardo López Si es coautor de la revista literaria La Marrakech de Juan Goytisolo y el libro de relatos Viaje a la Madre Tierra. Columnista en el diario ContraRéplica y editor de la revista Purgante. Estudió una maestría en Periodismo de Viajes en la Universidad Autónoma de Barcelona y formó parte de la expedición Tahina-Can Irán 2019. Su twitter es @Ricardo_LoSi
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Posted: June 23, 2024 at 11:33 pm