La vitalidad del liberalismo
Raudel Ávila Solís
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Si hay algo que me hace preferir el liberalismo a otras corrientes ideológicas es el respeto al pluralismo. Mire usted a izquierda y derecha para observar el sectarismo de los ideologizados no solo contra quienes no comparten su credo, sino contra sus propios seguidores. Disentir es anatema lo mismo para los conservadores que para los autodenominados progresistas. En cambio, me precio de tener un amigo como Pablo Majluf con quien mantengo fuertes y profundas diferencias de opinión sin que pase nada. Compartimos la afinidad por algunos autores y elementos del credo liberal, pero diferimos significativamente en nuestra interpretación de la política y el liberalismo. Ni él pretende imponerme su opinión ni yo a él la mía. A veces él me concede la razón, a veces yo se la concedo a él. Tratamos de persuadir y ganar el debate con evidencias, no con presiones ni extorsiones sentimentales. La última entrega de Pablo puede leerse aquí (https://literalmagazine.com/la-brega-liberal/) y la entrega anterior de un servidor puede leerse aquí (https://literalmagazine.com/dice-pablo-y-dice-bien/.)
Lo más interesante de las memorias del primer ministro canadiense Jean Chrétien es el prólogo. Ese prólogo lo escribió Charles Joseph Clark, mejor conocido como Joe Clark, quien también fuera Primer Ministro de Canadá. Con una diferencia, Clark pertenece al partido conservador y Chrétien al liberal. Es decir, el mayor oponente de la carrera política de Chrétien escribió el prólogo del libro de su adversario. Y no escribe para arrojar lodo sobre las políticas de su antagonista, ni para manchar su reputación. Ni siquiera para desmentir alguno de los pasajes del libro. Todo lo contrario. Clark escribe el prólogo para demostrar que hoy más que nunca es importante recordar que en política se pueden tener profundas diferencias ideológicas, pero el respeto y la civilidad son indispensables. Clark cuenta cómo después de acalorados debates parlamentarios y encarnizadas polémicas, él y Chrétien se preguntaban sobre la salud de sus familiares, salían de la oficina para tomar una cerveza en un pub y veían juntos un partido de hockey sobre hielo. La política es, o debería ser, y más en la era Trump, un intercambio civilizado, dice Clark. Dada la seriedad de las pugnas, es indispensable el respeto al oponente.
Éste es el primer componente del futuro del liberalismo que veo en riesgo. El debate mexicano e internacional contemporáneo, por su misma polarización, no permite reconocer cuando quien opina distinto a nosotros también tiene razón. De ahí frases categóricas como ésta de Pablo “Difícil saber cuál será la manifestación final de este régimen, pues el umbral admite mucha imaginación, pero podemos anticipar que será imposible ganarle electoralmente en mucho tiempo.” Es extraño, yo vi otra cosa. En esta misma elección, la oposición le ganó a Morena la gubernatura de Jalisco (MC), la de Guanajuato (PAN) y la zona metropolitana de Monterrey (PRI), plazas nada desdeñables. ¿Cómo explicar eso? ¿Es imposible ganarle electoralmente al régimen? A continuación, trato de dibujar una refutación profunda de los dos cuestionamientos de Pablo a mis argumentos: el origen del liberalismo y la necesidad de su adaptación social.
El origen práctico del liberalismo
Pablo dice que “en el fondo Raudel parte de una interpretación materialista de la historia, según la cual las condiciones económicas anteceden a las ideas.” Y agrega “Yo pienso al revés: son las ideas y valores en una cultura lo que determina las condiciones materiales y políticas. Es fácil demostrarlo. Si vamos hacia atrás en el tiempo, todos estábamos en la misma precariedad en algún punto. ¿Por qué, entonces, unas culturas se volvieron libres, justas y prósperas antes que otras; y por qué otras no lo hacen nunca o aun retroceden? Por las ideas que las guiaron.” Precisamente, no sucedió así. Esa fue una justificación ex post para presumir la superioridad de un pueblo sobre otro. Hay mucho de accidente en la historia, aunque los hombres nos hagamos la ilusión de que todo obedece a nuestra voluntad y planeación.
Lo que yo digo es que el liberalismo nace de las costumbres, no de una idea o un conjunto de ideas formuladas por filósofos. Por ejemplo, Harold Laski en su libro clásico The Rise of European Liberalism expone el origen del liberalismo como una necesidad del pueblo británico. Al no vivir en una tierra especialmente productiva y dotada de un clima horrible, los ingleses se vieron obligados a navegar por el mundo y comerciar. No podían darse el lujo de vivir de los productos de su propia tierra, exiguos si se les compara con el campo francés o el español. Y si uno necesita navegar y comerciar para comer, es casi natural que empiece a postular como ideario de vida el libre comercio. La costumbre del libre comercio vino a los ingleses antes que la filosofía del libre comercio. No llegó un intelectual a decirles a los ingleses “el modelo de desarrollo más adecuado es el libre comercio”, sino que las exigencias de la vida se los impusieron y solo entonces, varios pensadores empezaron a concebirlo y proponerlo así.
Otro ejemplo: el constitucionalismo y el parlamentarismo. El profesor sir Anthony King en su libro The British Constitution explica cómo nacieron la constitución y el parlamento británico. No tuvo que ver con ninguna filosofía política previa, sino con la gallardía de los barones británicos, posiblemente descendientes directos de los muy aguerridos normandos. Un día en el siglo XIII, al rey Juan sin Tierra o Juan I se le ocurrió exigir más impuestos para financiar sus guerras. Y los barones dijeron NO, rebelándose contra varias medidas arbitrarias. Ya no puedes quitarnos dinero sin consultarnos cómo vas a gastarlo. Exigimos que tomes en cuenta nuestra opinión y reclamamos que te sujetes a una serie de compromisos políticos en un documento. Ese documento se llamó La Carta Magna, origen de todas las constituciones modernas. Nada más y nada menos. Con el tiempo, para que la corona tomara en cuenta su opinión, le impusieron el antecedente de todos los parlamentos modernos del mundo, ese que hoy está en el Palacio de Westminster y hospeda la Cámara de los Comunes y la Cámara de los Lores. Fue una cuestión de intereses (no nos quites más dinero) que se volvió una costumbre (las decisiones presupuestales deben incluir a otros aparte del rey). Los barones británicos no se caracterizaban por su sofisticación intelectual, simplemente eran hombres prácticos que cuidaban su dinero. Por eso, la facultad principal del poder legislativo en el mundo es la aprobación, asignación y monitoreo del presupuesto. Es decir, supervisar y limitar al poder, no presentar incesantemente iniciativas de leyes al tenor de las ocurrencias del demagogo en turno. El funcionamiento parlamentario no se trataba de una formulación teórica ni de una obra de intelectuales, sino de una serie de prácticas políticas (de nuevo, costumbres). No se levantó un filósofo ni un politólogo pensando “vamos a crear un parlamento que monitoree el presupuesto.” Sucedió en respuesta y rebeldía contra la arbitrariedad. Es decir, se observó la realidad y luego se la describió.
La libertad de expresión, uno más de los valores fundamentales del liberalismo, tiene una historia todavía más espinosa. A finales del siglo XVII y principios del XVIII empezaron a proliferar gacetilleros que por unas cuantas monedas publicaban infundios contra los parlamentarios. Si usted era enemigo político de algún miembro del parlamento, o quería cobrarle dinero, robarle a su esposa metiéndolo a la cárcel, o lo que fuera, le pagaba a un plumífero para desprestigiarlo, acusarle de corrupción, escribir invectivas e insultos contra él en función de preferencias ideológicas. La historia está contada anecdóticamente en un divertido ensayo de Alfonso Reyes “Las mesas de plomo”. O bien, con más seriedad y profundidad académica en el libro Power Without Responsibility: The Press, Broadcasting and Internet in Britain de James Curran y Jean Seaton. Entre esas plumas a sueldo hubo gente tan talentosa como Daniel Defoe, el autor de Robinson Crusoe. Algo similar a lo que hacía el poeta Francisco de Quevedo contra los ministros del rey de España. La diferencia fue que, como en otras cosas, los latinos no sabían cobrar por sus habilidades para difamar y los ingleses sí. Quevedo lo hacía por el mero gusto de versificar groserías escatológicas contra sus enemigos políticos, Defoe para hacerse rico. Fue a raíz de varios juicios legales por difamación en esa prensa temprana, que el periodismo empezó a profesionalizarse. La libertad de expresión quedó establecida en la ley, pero con el límite de que la información estuviera comprobada. Es decir, la libertad de expresión es un derecho, pero también una responsabilidad de no inventar cosas.
Por su parte, el mismísimo principio de separación entre Iglesia y Estado, o el cuestionamiento a la autoridad de los sacerdotes, fue más el resultado de la realidad carnal, que de la instrumentación de un programa teórico. El rey Enrique VIII quería casarse con varias mujeres, punto. Vale decir, la lujuria como motor político. “Si la Iglesia de Roma representada por el Papa, y el maldito socialista de Tomás Moro no me dejan tener una vida sexual licenciosa, los voy a mandar al diablo”, pensó el rey Enrique VIII. Y cumplió. Le declaró la guerra a Roma y le cortó la cabeza a Moro. Se deslindó de la autoridad papal y creó su propia Iglesia donde el divorcio estaba permitido. Es mentira que hubo consideraciones filosófico-teológicas o diferencias interpretativas sobre las Sagradas Escrituras. Era un rey, como tantos otros monarcas, presa de sus pasiones genitales e interesado en refocilarse con unas extranjeras, cual gringo en spring-break.
Hasta aquí, los orígenes del liberalismo en Inglaterra, su cuna y hogar desde siempre y para siempre. Dice Pablo “El liberalismo siempre ha tenido que luchar contra estas fuerzas porque no nació propiamente para buscar el poder sino para limitarlo”. Excepto que en Francia no fue así. Si uno lee La Historia del Liberalismo Político de André Jardin o Histoire Intellectuelle du libéralisme de Pierre Manent, puede aburrirse con la prosa soporífera de los pedantísimos académicos franceses, pero también puede ver que, en Francia, el liberalismo fue resultado de la lucha política de una serie de personajes que querían importar las prácticas inglesas. Por ejemplo, Voltaire, ferviente anglófilo donde los hay. De manera que, en Francia, una serie de personalidades como Benjamin Constant o su valiente amante, Madame de Staël, hacían política como en una novela de aventuras. Conspiraban, combatían, escribían y ella se volvió dolor de cabeza personal nada menos que del tirano Napoleón Bonaparte. Esto es muy importante, no solo por la anécdota histórica del inmenso poder de una mujer con ganas de joder a un hombre, sino porque el liberalismo en Europa continental tiene una tradición combativa que desmiente el argumento de Pablo. El liberalismo no era nada más un movimiento para limitar el poder, sino que en los países latinos era una lucha política para tomar por asalto el poder y cambiar las costumbres despóticas del absolutismo francés por algo más cercano al liberalismo británico. “La Europa de los cafés” le dice George Steiner al escenario de los conspiradores liberales. Y aquí una vez más se nota que lo que no viene de las costumbres, no cuaja. Francia todavía hoy sigue siendo un país renuente al liberalismo: estatista, patrimonialista y corporativista. Menos que Alemania sin duda, pero ahí la llevan. Francia le ha dado al mundo dos de los más grandes pensadores liberales de toda la historia: Alexis de Tocqueville y Raymond Aron, pero no ha logrado establecer el liberalismo como costumbre popular. Hasta aquí los orígenes consuetudinarios (y en el caso francés, no tanto) del liberalismo. Ahora respondo a Pablo los cuestionamientos al liberalismo social y a las posibilidades de sobrevivencia del liberalismo a futuro.
¿Liberalismo a secas o con adjetivos?
En México se puso de moda hablar de democracia sin adjetivos, en referencia a un ensayo brillante de Enrique Krauze. Sin duda, una contribución trascendente a la transición democrática, pero ahí se nota la condición intrínsecamente intelectual de Krauze. Democracia sin adjetivos suena categórico, rotundo, lleno de autoridad. Nada más que la propuesta no tiene asidero práctico ni sustento empírico real. La vida real y la política en particular están llenas de adjetivos, matices, adaptaciones, adecuaciones, etcétera. Y en México no se diga. El primer adjetivo que queremos para la democracia es liberal, pero no es el único. En los sistemas políticos no existen las ideas en estado puro, sino que son resultado de adecuaciones y acomodos a las exigencias impuestas por la realidad cotidiana. Lo contrario es muy peligroso, pues como documentó el profesor de Harvard Barrington Moore Jr. en su libro clásico Social Origins of Dictatorship and Democracy: Lord and Peasant in the Modern World, cada vez que un país intentó imponer la modernidad de arriba para abajo, es decir, de la elite hacia el pueblo, se produjo fascismo. Lo mismo si hablamos de Japón, Alemania o Italia, la imposición de costumbres no socializadas derivó en fascismo. Una imposición a las costumbres suscita, de acuerdo con Moore, una reacción inversa de corte violento. Y la realidad es que la democracia liberal en México tuvo mucho impulso de arriba hacia abajo, por más que se haya impuesto el mito de que respondió a una demanda popular masiva. No solo eso, sino que se quedó meramente en el adjetivo “electoral.” No es poca cosa, pero tampoco es suficiente.
Pablo, como gran discípulo que es de un maestro insigne (Enrique Krauze) cuestiona el hecho de que yo abogue por el liberalismo social. Caricaturizando un poco, Pablo cree en una suerte de liberalismo puro, sin adjetivos, inmanente, inalterable, nacido en el terreno de las ideas y destinado a ser aplicado en la realidad por los siglos de los siglos. Él dice “por eso un candidato liberal puede abrazar los programas sociales y de todas maneras el pueblo le va a dar la espalda. Así les sucedió a los liberales del siglo 19, a Reyes Heroles, a Salinas, y a esa tradición conocida como liberalismo social.” Primera noticia que tengo de que el pueblo le dio la espalda al liberalismo social. Lo que yo vi fue lo opuesto. El pueblo se quedó en el siglo XIX con la parte del liberalismo sustentada en sus costumbres y necesidades (el componente social), por ejemplo, la separación de Iglesia-Estado. No quisieron seguir sometidos a la autoridad de los curas. Se desentendieron eso sí, de la división de poderes. Y en el siglo XX, tomaron del liberalismo social salinista el libre comercio, pues si a algo se han acostumbrado las clases medias y medias bajas en México fue a los bienes del comercio exterior. Nadie vende la despensa tan barata como Wal Mart, por más que le duela a nuestra izquierda. Nada le gusta tanto al pueblo como los bienes importados de EUA. Por eso, incluso López Obrador al llegar al poder se vio en la necesidad de ratificar el tratado comercial norteamericano, aunque llevaba décadas criticándolo. No solo eso, los mexicanos han desarrollado un olfato fascinante para competir en el extranjero, a grado tal que hay taquerías de la franquicia del Farolito en China, pero también los Tacos Piña, una taquería callejera muy modesta de Hermosillo ya tiene sucursales en Tucson, Arizona. Ayer comí en La Parrilla Suiza, una taquería chilanga que se anuncia como propietaria de sucursales en Phoenix Arizona. Y así, numerosos ejemplos sobre la fortaleza de un liberalismo sustentado en la costumbre. Un cantante que entendía los gustos populares como nadie lo sintetizó mejor “No cabe duda que es verdad que la costumbre es más fuerte que el amor.”
Lo que ha rechazado sistemáticamente la población en México es el liberalismo que no ha encontrado contacto con ellos ni asidero popular. “Autonomía del poder judicial” ¿qué es eso? ¿Cuándo la impartición de justicia ha estado al alcance de los más pobres en nuestra historia? La respuesta es nunca. Por eso también es mentira el cuento izquierdista de que todo es culpa del neoliberalismo. En ninguna etapa histórica de México, ni antes ni durante ni después del neoliberalismo hubo un sistema de administración de justicia al alcance de los más necesitados. ¿Eso significa que los liberales debemos renunciar al principio de la división de poderes y la autonomía de cada uno de ellos respecto de los otros? De ninguna manera. Significa que lo que se quiere hacer asequible tiene que socializarse. “Plato de lentejas” le dice con desprecio Majluf. Yo le digo realismo.
Organismos reguladores autónomos ¿qué significa eso para el mexicano de a pie? A repetirlo una y mil veces. El fracaso liberal residió en no hacer de esas instituciones prácticas cotidianas socializadas por las mayorías. No imposiciones desde arriba, sino instituciones que se apropia y cuyos beneficios disfruta la gente como en el caso del INE. Fueron impresionantes las marchas de centenares de miles de personas en defensa del organismo electoral autónomo. ¿No que las masas no le entienden al liberalismo? ¿Qué diferencia hay entre el INE y el INAI? ¿Porqué al INAI nadie lo defendió fuera de la comentocracia? El INE lo conocen y lo usan cotidianamente millones de mexicanos. Sabían de su eficacia y eficiencia, así como estaban enterados que su burocracia era mayoritariamente honrada. Nadie pide mordida por tramitar la credencial de elector de un ciudadano.
Aquí viene, en mi concepto, la parte más débil del argumento de Pablo y mi diferencia más profunda con él. No cita ningún referente político vivo, solo ideas. Por lo tanto, se aleja de la realidad. “Creo que Raudel esboza dos posibilidades. Una es imitar a López Obrador desde el liberalismo, construyendo una poderosa maquinaria clientelar que aproveche los “usos y costumbres”… Muchos opositores derrotados ya están cayendo en esa tentación. Otra es volver a intentar el salinismo o liberalismo social…Yo sostengo que en ninguno de los dos casos estaríamos hablando ya de liberalismo puesto que ambos implican la corrupción de los ideales en pos de un dominio político autoritario.” Corrupción de los ideales dice Pablo. ¡Ah la pureza, ese ideal de los intransigentes! El ideal de quienes no necesitan preocuparse por los aspectos de la fastidiosa realidad. Eso que Adam Gopnik llamó en un ensayo reciente en el New Yorker los “liberales profesorales” sin ninguna experiencia profesional de la aplicación realista del liberalismo (https://www.newyorker.com/magazine/2024/05/27/why-liberals-struggle-to-defend-liberalism) . No sé cuándo se publique este texto, pero yo invito a Pablo a revisar el manifiesto electoral de los partidos conservador, liberal-demócrata y laborista en el Reino Unido. Tendrán elecciones nacionales el jueves 4 de julio. En el país que inventó el liberalismo y el capitalismo, todos los partidos incluyen en su programa electoral un sobresaliente componente de seguridad social. No se pueden ganar elecciones ni conquistar el poder con puras abstracciones y principios filosóficos. El liberalismo jamás fue un recetario teórico desconectado de la realidad. John Stuart Mill escribió con gran simpatía por algunas de sus ideas el libro Chapters on Socialism, aunque ahora nadie quiera recordarlo. ¿Quién va a ser el valiente que diga que John Stuart Mill no era suficientemente liberal porque tenía inquietudes sociales y era feminista? Solo cuando ganó la Guerra Fría, el liberalismo se desentendió de su componente social en todo el mundo.
A los liberales de mi generación les gusta citar como ejemplo de ortodoxia a Margaret Thatcher o Ronald Reagan, pero se olvidan que ellos dos respondieron a la crisis y colapso del modelo estatista socialdemócrata en la década de 1970. Es decir, el liberalismo thatcheriano solamente se impuso cuando fue necesario corregir los excesos estatistas y las crisis derivados del gasto público excesivo en las tres décadas anteriores. Pero lo cierto es que el modelo socialdemócrata surgió a gran escala en la postguerra debido a que a su vez, los excesos de un liberalismo desenfrenado en las décadas anteriores habían ocasionado el crack del 29 en la bolsa de valores y la crisis más terrible de la historia del capitalismo hasta ese entonces. Es decir, una generación de liberales de izquierda o con sentido social tuvo que hacerle frente al mundo después de la segunda guerra mundial. Franklin Delano Roosevelt, Harry S. Truman y Winston Churchill no defendieron jamás un fundamentalismo de mercado estilo Thatcher, y sin embargo nadie puede decir que no fueron liberales. De la misma manera, una generación de liberales de derecha tuvo que hacerle frente a las crisis resultado del dispendio gubernamental ya para 1980. Es decir, el liberalismo es adaptativo, responde a la realidad, no a un credo inalterable.
No obstante, después de la crisis financiera de 2008 no se ha desarrollado en México una nueva generación de liberales de izquierda para aliviar los excesos de un capitalismo desenfrenado. Digo en México porque en Inglaterra está por tomar el poder Keir Starmer, un izquierdista liberal y líder del partido laborista. Y aunque a muchos les disguste, yo sostengo que Joe Biden en Estados Unidos es un liberal de izquierda. El pobre viejo ya no sabe en qué día vive, pero sus logros de gobierno son impresionantes. El liberalismo entonces tiene entre sus cualidades, una capacidad, pero también una necesidad correctiva. Eso quiere decir que se adapta a la realidad y no sostiene el mismo programa en todas las épocas. Se inclina más a un lado del espectro o a otro dependiendo las exigencias de los tiempos. Por eso superó al comunismo y al fascismo, ideologías rígidas. Si el liberalismo vive amenazado en nuestra época, se debe en gran medida a que abandonó la fortaleza de su flexibilidad para asumir la debilidad de la rigidez.
Si lo anterior fue lo que me pareció más débil del argumento de Pablo, su conclusión es muy preocupante. “Lo que propongo es más complicado…El plan es difundir las ideas, educar, hacer pedagogía, mejorar los discursos y los relatos, no volverse mercaderes de platos de lentejas ni sobar al Pueblo. Como anticipé, la elección dejó muy claro que los liberales tenemos una vena antipopular y por eso somos una minoría.” Hay aquí la amargura de los derrotados, los Lucas Alamán, los Vasconcelos, los arrogantes. “Pueblo estúpido, no nos merece a los inteligentes y por eso está condenado a fracasar” parecen insinuar. Una actitud muy latina “Vivo entre gente sin cultura suficiente para entender la trascendencia de lo que yo digo”. Lo que termina sucediendo es que, en lugar de tratar de entender la realidad, los intelectuales que adoptan esa actitud se aíslan y amargan. Los intelectuales aislados y exclusivamente teóricos sí son antipopulares y minoritarios, siempre. Quienes adaptan sus ideas a la realidad no son ni antipopulares ni minoritarios. Pablo, por favor no sigas el ejemplo de ningún intelectual mexicano ni latino para cuestiones políticas. No te vayas a estancar en la esterilidad de lo teórico. Volteemos a otras latitudes. En un ensayo reciente en The Atlantic (https://www.theatlantic.com/magazine/archive/2024/03/woodrow-wilson-racism-civil-rights/677174/), David Frum recordaba cómo Woodrow Wilson, uno de los liberales más importantes del siglo XX, creador del moderno sistema liberal estadounidense y abuelo del sistema liberal internacional vivía en su burbuja académica en la Universidad de Princeton. Ahí se quejaba de la falta de impulsos reformistas en el pueblo estadounidense, hasta que decidió tomar parte en la política activa para enfrentar sus ideas con la realidad. Pudo haberse quedado en la universidad discutiendo con otros académicos y sus ideas jamás hubieran trascendido la lectura de unos cuantos profesores. Ese ejercicio lo llevó hasta la presidencia de Estados Unidos, desde donde pudo impulsar un ambicioso programa político de corte liberal e incluso diseñar la Sociedad de Naciones, antecedente directo de la Organización de las Naciones Unidas.
Así como el liberalismo en el siglo XX se salvó y triunfó en buena medida gracias a las ideas de Keynes, Popper, Russell, Berlin y otros intelectuales ingleses o nacionalizados ingleses, lo que yo le recomiendo a Pablo es leer el notabilísimo ensayo de Timothy Garton Ash The Future of Liberalism, publicado hace un par de años en la revista Prospect. Puede consultarse aquí: https://www.prospectmagazine.co.uk/politics/40827/the-future-of-liberalism
Hay traducción al español en Letras Libres: https://letraslibres.com/revista/el-futuro-del-liberalismo/
Garton Ash, profesor de historia europea y liberalismo en Oxford y Stanford, habla de la necesidad de “redistribución del respeto” y de los 3 tridentes para la reforma del liberalismo en el siglo XXI: la defensa de las libertades básicas (libertad de expresión o independencia del poder judicial, la crítica del fundamentalismo de mercado y el tratamiento de los desafíos internacionales del siglo XXI (China, futuras pandemias y cambio climático.) Ahí verá que aún el liberalismo británico, el original, busca encuadrarse en la realidad e introducir componentes sociales a su ideario teórico. Liberalismo social pues, que no es un invento mexicano ni una renuncia o traición al liberalismo. Mucho menos una corrupción de ideales.
Ya me despido pidiendo disculpas a los lectores por la extensión de esta respuesta a Pablo. Él cierra su texto preguntando “¿Cuántos demagogos antiliberales calcula usted que ha tenido Inglaterra? Por eso lo peor que podemos hacer es volvernos nuestro propio enemigo.” Bien, el último gran demagogo antiliberal británico antes de Boris Johnson o Nigel Farage (nuestros penosos contemporáneos) fue Oswald Mosley, el promotor del fascismo en el Reino Unido. En sus diarios, Harold Nicolson, el más grande diplomático británico del siglo XX refiere cómo el simple repudio social de las clases altas y bajas fue suficiente para ir aislando a Mosley. Pasó de ser una estrella en las reuniones sociales a un bicho mal visto y despreciado por todos. El fascismo en Inglaterra no tuvo necesidad de ser aplastado por la represión del estado ni por la condena y denuesto de los intelectuales. La fuerza de las costumbres liberales lo marginó. Las costumbres, mi querido amigo, han sido y serán, la base de la sobrevivencia del liberalismo. De otra manera, las puras ideas nos harán presa fácil de quienes sí toman en cuenta la realidad. Un abrazo liberal. —Raudel.
Posted: July 4, 2024 at 9:22 pm
Que las formas actuales y las leyes no son el resultado de grandes filósofos o grandes genios políticos que las hubiesen ideado, sino que surgen de las costumbres y los principios prácticos aplicados por las personas comunes en una sociedad, es el argumento de Vico para justificar la Ciencia Nueva y despertar de la pesadilla bárbara de la reflexión que caracteriza a nuestra época: Es preciso conocer el origen de las cosas, no imaginárselo racionalmente o aún matemáticamente. Creo que tu argumento es análogo a la perspectiva tan groseramente resumida.