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Dice Pablo y dice bien

Dice Pablo y dice bien

Raudel Ávila Solís

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En las últimas semanas Pablo Majluf y yo sostuvimos un diálogo sobre el futuro deseable para el liberalismo. Primero en mi columna en El Universal, después él me respondió aquí en Literal Magazine y ahora yo agradezco el espacio para continuar la conversación en este mismo lugar. Después de releernos a ambos, creo que nuestra diferencia no es tan profunda como aparenta y se refiere a matices sobre cuáles aspectos privilegiar en distintos momentos. Aún así, hay algo que me importa mucho aclarar. “Donde difiero con Raudel es en la categoría cosmética que él le asigna a los valores, ideas y emociones liberales, como si fueran secundarios a la práctica”, dice Pablo. Yo no le asigno una categoría cosmética a las ideas, aunque entiendo porqué Pablo pensó de esa forma dada mi insistencia en los aspectos concretos de la política y las elecciones. Yo no dedicaría tanto tiempo a escribir si pensara que las ideas tienen carácter cosmético. Lo que pienso es que, en un país como México, las ideas y los valores se vuelven secundarios para un electorado todavía hoy necesitado de que se le resuelvan sus requerimientos más elementales (electricidad, agua potable, seguridad). Parece mentira, pero en la República Mexicana todavía son millones quienes no disponen de estos servicios en absoluto o con la calidad mínima deseable. En el caso de la seguridad, cada vez más mexicanos nos vemos privados de ella, de modo que el Estado, esa bestia negra de la ortodoxia liberal, demuestra todos los días su carácter indispensable. En términos estrictos, desde luego que un liberalismo ortodoxo privilegiaría las ideas, y desde un mirador exclusivamente intelectual, a mí me gustaría que viviéramos en un país que pudiera darse ese lujo. No es el caso.

El liberalismo no es autosostenible, requiere defensores y sí, a veces defensores armados. Por eso el liberal no es pacifista a ultranza. De la misma manera, la democracia liberal de nuestros días exige una defensa apasionada en las tribunas políticas y medios de comunicación, sí.

Quizá por deformación profesional, mi liberalismo no se ajusta con la ortodoxia. Escribí mi tesis de licenciatura sobre don Jesús Reyes Heroles hace muchos años y entendí que, para él, como para los más inteligentes liberales de la historia de México, el liberalismo nacional debía contener un ingrediente social. “Liberalismo social” lo llamó él, aunque suene a contrasentido. No era posible concebir un proyecto liberal de otra manera en un país con indígenas a quienes nunca se les ha incorporado a la plenitud de los servicios públicos. No resultaba lógico esperar un liberalismo a ultranza en un país con los millones de pobres que hay aquí. No tenía sentido hablar de federalismo, libre comercio y separación de poderes a una población que vive en casas de adobe o en calles de terracería sin alumbrado público. Y es que el liberalismo, en mi perspectiva, es una consecuencia de las costumbres y el estilo de vida. Solo quien no pasa hambre y practica el diálogo tolerante en un hogar funcional puede pensar en la trascendencia de la libertad de expresión o de los contrapesos republicanos. Recuerdo muy bien que, durante la redacción de aquella tesis, entrevisté a don Ernesto Álvarez Nolasco, el jefe de prensa y brazo derecho de Reyes Heroles. “Cuando Madero convocó a la población a luchar contra la dictadura porfirista con el lema “sufragio efectivo, no reelección”, era como si les hablara en hebreo. ¡Tierra y libertad! Eso sí lo entendían. Esto es lo que todo liberal mexicano debe entender antes de hacer política y don Jesús, a diferencia de tantos intelectuales y académicos, sí lo sabía” me comentó don Ernesto. En efecto, John Stuart Mill y Alexis de Tocqueville pueden ser mis mentores espirituales, pero solo Reyes Heroles mi guía práctico. Ni Mill ni Tocqueville conocieron Tlapa, Guerrero. En la medida que se pone de lado esta consideración, gana terreno el populismo y se ponen en peligro las libertades de todos, erosionando las instituciones republicanas.

Vamos a los ejemplos internacionales. Dice Pablo y dice bien, que el Common Sense de Thomas Paine movió almas e impulsó a miles a luchar por la Independencia de las trece colonias. Ahora bien, no es menos cierto que la capital de Estados Unidos lleva el nombre de George Washington, un soldado y no un intelectual. ¿Quién tuvo mayor peso en la lucha por la libertad de las ex colonias británicas entonces? Si Estados Unidos, el país con las mejores universidades del planeta, el más avanzado en la alta cultura, ciencia y tecnología decidió llamar a su capital con el nombre de un soldado y no de un intelectual ¿qué conclusiones se pueden extraer de ello? Paine no tiene ningún monumento importante en la capital estadounidense, de modo que alguien o algunos consideraron que su papel no había sido tan significativo como el de los hombres prácticos (soldados) que lucharon por la libertad norteamericana. Al menos así lo leo yo.

Dice Pablo y dice bien, que las ideas del liberalismo son fundamentales para entusiasmarse con el llamado de la historia. Desde luego que coincido. En fechas recientes me tocó escuchar en un auditorio a Cayetana Álvarez de Toledo, para mí la voz más lúcida y brillante del liberalismo en todo el orbe hispánico. Nunca en mi vida un discurso de un político me había conmovido tanto, y eso que milité más de una década en un partido político. He tenido oportunidad de escuchar presencialmente a múltiples oradores mexicanos y extranjeros. Durante la pandemia, en las horas más oscuras, escuchaba en Youtube las intervenciones parlamentarias de Cayetana y sus entrevistas para alimentar mi optimismo. Pero nada de eso se compara con la emoción que experimenté al oírla en vivo con los cambios en la entonación de la voz y sobre todo su presencia física tan pequeña y frágil soltando palabras tan poderosas y contundentes. Pues bien, todo esto no significa nada para más de 120 millones de mexicanos. Ni al 1% de la población de mi país le importa lo que diga Cayetana o quién es ella. Jamás van a leer su libro, sus artículos periodísticos o escuchar alguna de sus intervenciones públicas. A ellos les preocupa que apenas ayer mataron en Tabasco a un niño por defender a su madre de un secuestro. El liberalismo clásico y la profundidad filosófica de Cayetana no les dice nada acerca de esto. Las ideas no son cosméticas, sino que al momento de emitir un voto en las próximas elecciones serán secundarias para una población agobiada por el miedo a los secuestros, extorsiones y homicidios. Yo puedo llegar y explicarle al electorado tabasqueño la prédica de Cayetana contra el populismo y en favor de la división de poderes, la libertad de prensa o la reforma educativa meritocrática, pero solamente voy a conseguir que se incremente su cólera por mi falta de respuesta e insensibilidad ante el asesinato de un niño en defensa de su madre.

Dice Pablo y dice bien, que “el convencimiento del voto pasa también inevitablemente por los cuentos y relatos, las misiones y el sentido, la estética.” Sí, pero sobre todo pasa por la atención a las inquietudes del votante, las estructuras de movilización y el aparato partidista. Emmanuel Macron, quizá el político liberal más sobresaliente de nuestro tiempo habla en sus entrevistas de Goethe y Beethoven, cita en sus discursos a Víctor Hugo, pero más importante que eso, hace giras de incontables horas para escuchar las quejas y reclamos de sus conciudadanos. Solo así pudo desactivar el Movimiento de los chalecos amarillos y ganar su reelección frente al populismo ultraderechista de Marine Le Pen. Es cierto, Macron la hizo pedazos con su habilidad retórica en los debates presidenciales de la campaña, pero eso no hubiera bastado para que los electores lo escogieran a él. Fue su conocimiento íntimo de Francia, su convivencia estrechísima con los habitantes de las poblaciones más pequeñas, lo que le granjeó la victoria electoral. Y en esta era de creciente autoritarismo, ningún liberal puede darse el lujo de perder elecciones, pues está en juego la sobrevivencia de la democracia liberal.

Dice Pablo y dice bien que “el neoliberalismo mexicano falló estrepitosamente en ello al hacerse de un lenguaje no sólo inaccesible por tecnocrático, sino sobre todo por feo. Un lenguaje de sucursal bancaria.” Pero no es eso el principal motivo de su caída. Su caída no la trajeron los malos discursos de los políticos, su vocabulario espantoso (que es realmente horrible), sino las crisis financieras y la falta de resultados en la movilidad social para gran parte de la población, incluidas las clases medias. Éstas, defensoras naturales del liberalismo, se convirtieron en los últimos años en votantes de opciones populistas. No estoy hablando solo de México. Hoy, en casi ningún lugar de Occidente queda en pie alguna generación que piense que vivirá mejor que la de sus padres. Nada más los juniors de Movimiento Ciudadano o los hijos de gente muy acaudalada. Esa era la promesa de progreso liberal y no se está cumpliendo. Pueden darse numerosas explicaciones para estas insuficiencias del desarrollo económico, pero el hecho real es que numerosas cuestiones pudieron haberse atendido mejor. Martin Wolf, comentarista económico en jefe del Financial Times, un editorialista y un periódico a los que nadie puede acusar de socialistas, publicó el año pasado un libro The Crisis of Democratic Capitalism. El título dice mucho y no quiero venderle trama a los lectores, sobre todo porque ya puede conseguirse una buena traducción al español. El capitalismo democrático ha defraudado incluso a sus consumidores más fieles en las potencias occidentales y es preciso arreglarlo. El liberalismo siempre ha creído en la capacidad autocrítica, vale decir, autocorrección y reforma. Los liberales no creemos en la revolución porque estamos seguros, y la historia nos lo confirma, que los problemas se arreglan con mecanismos institucionales gradualistas y legales.

Dice Pablo y dice bien que “nuestro liberalismo deberá, entonces, redoblar el relato, entusiasmar con el valor inigualable de ser libres y aprender a movilizar a la gente por algo más que un plato de lentejas de los que se consiguen en cualquier lado.” El valor inigualable de ser libres, no tengo ningún reparo a ello, al contrario, aplaudo la idea. Solo que los grandes liberales del siglo XX, llámese Winston Churchill o William Lyon Mackenzie King, John F. Kennedy, David Lloyd George o Manuel Azaña, promotores entusiastas del orden liberal a nivel internacional y nacional, buscaron primero aliviar o corregir los límites de carácter social en el liberalismo. Garantizar el abasto de lentejas para proteger la independencia del poder judicial digamos. Todos ellos contribuyeron a la construcción y saneamiento de servicios públicos de calidad en temas como la educación y la salud. Sin eso, sabían que no había la posibilidad de asegurar el respaldo de las masas al programa y el orden liberal, el único que garantiza la plenitud espiritual de la humanidad.

En 1940, en plena Segunda Guerra Mundial, el Presidente Franklin Delano Roosevelt se refirió en una de sus célebres charlas radiofónicas a la necesidad de que Estados Unidos se convirtiera en “el arsenal de la democracia.” Los liberales de nuestro tiempo, especialmente en México, donde viven amurallados del resto de la población, tienden a olvidar este componente práctico. No fueron las ideas las que vencieron al totalitarismo nazi. Fueron las armas y el sacrificio de numerosos combatientes de carne y hueso. El liberalismo no es autosostenible, requiere defensores y sí, a veces defensores armados. Por eso el liberal no es pacifista a ultranza. De la misma manera, la democracia liberal de nuestros días exige una defensa apasionada en las tribunas políticas y medios de comunicación, sí. Pero no basta con eso y la verdad, no es lo principal. Requiere políticos con el coraje de hacerle frente a los violentísimos demagogos que se alzan para impulsar el populismo y la destrucción de la democracia. Cambio cualquier día 100 escritores de The Atlantic por 10 hombres con el carácter y el coraje de aquellos que aceptaron ir a combatir en las playas de Normandía pese a que ellos vivían en la comodidad remotísima de Oklahoma. La mejor definición de libertad que he leído y también la más emocionante es la de Octavio Paz “la libertad, antes que una idea o un concepto filosófico es una experiencia.” Me quito el sombrero norteño y hago tres reverencias. Solo un genio de esa talla pudo escribir algo así. La libertad es esa experiencia que deseo para toda la humanidad. Pero para experimentar a plenitud esa experiencia, es indispensable el suministro de lentejas al que alude Pablo. O en mi caso, por gustos regionalistas, de carne asada. Y es que no hay de otra, “primero está comer que ser cristiano” decía mi abuelita. “Primero está comer que ser liberal” digo yo. Esa es mi diferencia de matiz con Pablo, aunque él dice y dice bien…

 

Raudel Ávila Solís. Licenciado en Relaciones Internacionales por el Colegio de México y maestro en Relaciones Internacionales por la Universidad de Essex, Inglaterra. Es articulista en El Universal. X-Twitter: @avila_raudel

 

 

 

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Posted: May 24, 2024 at 6:28 am

There is 1 comment for this article
  1. Armando Chaguaceda at 12:14 pm

    Excelente reflexión. Con miradas a lo empírico y lo normativo de(sde) la matriz liberal. El autor logra combinar la defensa simultánea de los principios doctrinarios y el diseño/funcionamiento politico- institucionales de la democracia liberal con la atención a la necesaria capacidad de proveer bienes públicos y privados para una ciudadanía digna de ese nombre. Bobbio, Aron et al estarían, junto a Reyes Heroles y Gomez Morín, disfrutando su lectura

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