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Venezuela y la trampa de Tucídides

Venezuela y la trampa de Tucídides

Sebastián Pineda Buitrago

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Más de siete millones setecientos mil venezolanos han abandonado su país, según datos de ACNUR… La crisis venezolana debería avergonzar a la humanidad o a lo queda de ella.

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Hace más de dos mil quinientos años, durante la Guerra del Peloponeso entre Esparta y Atenas, el historiador ateniense Tucídides observó la dificultad de que dos potencias hegemónicas coexistan sin que haya un conflicto bélico. Este fenómeno se conoce hoy como la «trampa de Tucídides», y se utiliza para explicar el peligro que representa el asenso de un mundo multipolar, es decir, el desafío de China y de Rusia contra la hegemonía angloamericana (hablar de Occidente es impreciso). En este contexto, preguntémonos si la intervención de Estados Unidos en Venezuela podría desencadenar una Tercera Guerra Mundial, o sea, otra «trampa de Tucídides».

Probablemente, el problema de Venezuela no tenga una solución inmediata en el corto ni mediano plazo. Ciertos problemas no tienen solución, sino historia y frente a ellos conviene asumir una mirada retrospectiva en lugar de arrojar pronósticos. Las recientes elecciones fraudulentas a favor del régimen de Maduro, que evidencian el empecinamiento formalista de la democracia liberal para derrotar por las urnas a una dictadura criminal, quizás se entienda mejor a la luz de un panorama mundial cada vez más dominado por regímenes autoritarios.

Ante todo, no debemos culpar exclusivamente a Venezuela. Lo que allí ocurre es la dolencia latinoamericana del virus anti-liberal, enfermedad global y verdadera pandemia. A diferencia del comunismo o del socialismo o incluso del fascismo, el liberalismo ha tenido dificultades para conquistar la fe y el entusiasmo de las grandes muchedumbres. Pues, al no ser propiamente una «fe» ni tener un “dios” interno (como sugiere la etimología de la palabra “entusiasmo”), el liberalismo o neoliberalismo tiende a generar una desilusión constante. En sus bastiones tradicionales, como Inglaterra y Estados Unidos, hay apóstatas que estarían dispuestos a renunciar a la democracia para recobrar una ilusoria hegemonía mundial. Parte de la clase trabajadora en Alemania y en Francia, por otra parte, apoya el populismo nacionalista por temor a perder sus empleos frente a la mano de obra inmigrante. Hay un realce del nacionalismo tribal.

La globalización ha dado lugar a la desglobalización y a algo aún más peligroso: el «desacoplamiento» (del inglés decoupling) de Rusia y de gran parte de China, las dos grandes plataformas continentales que constituyen el Heartland, o corazón de la Tierra, en la teoría geopolítica. No estamos ante otra Guerra Fría, sino ante una guerra asimétrica en la que Venezuela juega un papel significativo debido a su abundancia de recursos estratégicos. No olvidemos que el delta del río Orinoco es una de las mayores reservas de agua dulce del mundo y que su subsuelo, al igual que el del Lago de Maracaibo, alberga vastas reservas petroleras que podrían abastecer al planeta por los próximos doscientos años. Las guerras mundiales no son causadas por cuestiones políticas (la política es el «opio» del pueblo, lo que lo mantiene distraído), sino por las necesidades de distribución y prioridad entre las diversas tecnologías.

Ahora bien, si el control de la información es el nuevo combustible («the Big Data is the New Oil»), es de notar que la nueva carrera armamentística, en lugar del petróleo, ha privilegiado otros minerales necesarios para la fabricación de microchips. Esto podría explicar la caída vertiginosa del precio del crudo, que arrastró consigo toda la economía venezolana. En cualquier caso, desde una perspectiva marxista, basada en el materialismo histórico, lo que menos importa es el llamado “humano”. De ahí la crisis humanitaria de Venezuela, cuya población se ha visto prácticamente diezmada. Más de siete millones setecientos mil venezolanos han abandonado su país, según datos de ACNUR.

La crisis venezolana debería avergonzar a la humanidad o a lo queda de ella. A juicio de la politóloga colombiana Sandra Borda, experta en la situación venezolana, la ciencia política no consigue ofrecer soluciones para semejante problema humanitario. En una época como la nuestra, cada vez más dominada por el simulacro y la alteración digital de la realidad, es indignante la presencia de Nicolás Maduro Moros en las plataformas de las redes sociales para justificarse y promocionarse. Nada pueden hacer al respecto las sanciones de Washington porque, entre otras cosas, en una guerra asimétrica no combaten países o naciones, sino monopolios industriales y gigantes tecnológicos. Y así, donde las cosas son transmitidas en «tiempo real», todo es importante, pero en realidad nada lo es. Rige la frivolidad. No hay lugar para la historia. Pero sin una fundamentación histórica, cualquier otra interpretación está inevitablemente condenada al fracaso. Dado que hay casi tres millones de venezolanos asilados en Colombia, el país más próximo y casi siamés de Venezuela, esta crisis humanitaria debería incitar lecturas históricas, reflexiones individuales y opiniones basadas en experiencias in situ. Me propongo en lo que sigue compartir algunas visiones retrospectivas. Nada de profecías.

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Mi visión se reduce a la de un vecino que puso sus barbas a remojar. De niño y adolescente, a finales del milenio pasado, visité en varias ocasiones la Venezuela anterior al ´«socialismo del siglo XXI». Una parte de mi familia materna residía en Cúcuta, la ciudad colombiana fronteriza con San Antonio del Táchira. Para entonces, el bolívar valía mucho más que el peso y la gente de Cúcuta adquiría carros con placas venezolanas a mitad de precio. Los podía circular sin problema hasta Pamplona y Bucaramanga. Del lado venezolano, en cambio, había fuertes controles migratorios. La Guardia Nacional exigía visado de turista si uno quería visitar San Cristóbal o Mérida. Como Colombia era el Tíbet suramericano, ir a Caracas equivalía como ir a Miami. Se veían cadenas de McDonald’s que aún no habían llegado a Colombia (menos mal) y estadios de béisbol repletos de gente. Venezuela lucía desde luego más americanizada, pero también más frivolizada. Solamente en los países ricos triunfan las revoluciones. Los narcos colombianos explotaban carros-bomba en Medellín y las guerras de las FARC secuestraban a empresarios y ganaderos, pero nunca lograron tomarse el poder porque Colombia era un país pobre. Con todo, Venezuela me pareció que gozaba de un trato más humano entre gentes de distinta categoría con rapideces y llanezas que me desconcertaban. Los colombianos somos de suyo más solemnes, más clasistas.

En 1976, durante su primer mandato, Carlos Andrés Pérez nacionalizó la industria petrolera y el país pasó a llamarse la Venezuela Saudita por ser el más rico de América Latina. Nadie auguraba que en menos de cincuenta años se convertiría en el más pobre. Acaso el castillo de naipes comenzó a derruirse el llamado “Viernes Negro” cuando, el 18 de febrero de 1983, el bolívar venezolano se devaluó significativamente frente al dólar estadounidense. Por la devaluación del bolívar en 1983, recuerdo, la gente en Cúcuta ya no preguntaba al despertarse «cómo amaneció usted» (en Cúcuta casi no se tutea), sino «cómo amaneció el bolívar». En adelante, la moneda venezolana no hizo sino devaluarse hasta grados inverosímiles.

Desde entonces, la gente dejó de comprar tantas baratijas en San Antonio del Táchira, en cuya iglesia se casaron mis abuelos en 1939. Aún nonagenario mi abuelo conducía un Renault 6 de tres puertas con placa venezolana. Cuando le preguntábamos qué opinaba de la situación de Venezuela, mi abuelo solía ser parco. «La hermana res», se lamentaba. Mi abuelo había estudiado medicina en Madrid, de donde salió huyendo de la Guerra Civil en 1936. Sabía lo que decía. Res en latín es cosa. Res-pública quiere decir la «cosa pública». Res también significa vaca, cabeza de ganado. Con lo cual, según mi abuelo, Venezuela era una res de engorde y de ordeño.

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Mi abuelo murió en 1989 y mi abuela en 1991. No vieron por televisión cómo se lanzó en paracaídas, desde un avión, el teniente coronel Hugo Rafael Chávez Frías sobre Caracas con la intención de derrocar la segunda presidencia de Carlos Andrés Pérez. Aunque fracasó en su intento golpista y fue encarcelado por ello, semejante «asalto al cielo» terminó por darle un triunfo en las urnas en diciembre de 1998. La mayoría lo eligió porque veía con hartazgo el segundo mandato de Rafael Caldera. Aquellas primeras elecciones le ahorraron a Chávez métodos violentos o subversivos. Desafió a la democracia liberal con las formalidades de la democracia liberal.  El fenómeno autocrático dentro de un esquema democrático, como lo confirma el diagnóstico del politólogo cubano Armando Chaguaceda en La otra hegemonía, ha conducido a un autoritarismo hegemónico.

Chávez se posesionó el 2 de febrero de 1999 en el Palacio de Miraflores. Durante su posesión, a la que asistió Fidel Castro vestido de uniforme verde-oliva, el ex teniente coronel del ejército venezolano prometió que no impondría el orden castrense y autoritario y que continuaría con el legado de los nueve presidentes civiles inmediatamente anteriores a él, quienes desde 1958 dieron a Venezuela cierta estabilidad democrática. Pero Chávez desconocía la vida civil y las artes liberales. Era un ingeniero de la Academia Militar, admirador de las dictaduras de Juan Vicente Gómez (1908-1935) y de Marcos Pérez Jiménez (1950-1958), que dominaron casi toda la primera mitad del siglo XX venezolano.

Es cierto que en el cuartel y en la cárcel leyó sobre Bolívar y sobre Marx, pero sus lecturas no podían sino ser las de un diletante o las de un peligroso ideólogo. De esto último no cabe la menor duda. Chávez acabó por imponer otro régimen castrense y autoritario, y muy pronto se obsesionó por la figura de Bolívar a un grado casi demencial. Buscó restablecer la tradición militarista que ha caracterizado a Venezuela desde la época de la Capitanía General, donde efectivamente nació y se formó Simón Bolívar (1783-1830). Parece ser que, al asistir con un equipo forense a la bóveda donde exhumaron los restos de Bolívar, Chávez respiró el polvo de aquel cadáver, lo que afectó su sistema inmune.

Aunque nunca fundó una universidad ni un centro de estudios, entre 1810 y 1830 el genio militar de Bolívar expulsó al Imperio español de la América del Sur, expandió sus ejércitos hasta el Alto Perú y fundó un país con su anagrama, Bolivia. Doscientos años después, con la cartera llena de petrodólares, Chávez incurrió en contradicciones similares. Financió y apoyó a regímenes afines en la región mediante la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA), pero descuidó las necesidades de su propio país y tampoco contribuyó a mejorar la calidad de las universidades. Todo lo contrario. Ideologizó hasta la médula el sistema educativo venezolano con el dogma socialista, una doctrina que persiste y parece ahondarse en el régimen de Maduro. Si viviera, mi abuelo republicano diría como Baruch Spinoza: “Ni el lucro, ni la abstinencia monacal, ni la gloria en el campo de batalla, ni la lealtad a los señores y monarcas, ni ninguna causa religiosa, son ideales que merezcan el tiempo de nadie. Solo el amor al conocimiento”. Tiene razón el historiador Enrique Krauze cuando afirma que a ningún conocimiento conduce la propaganda política del régimen venezolano: pinturas murales con la imagen de Chávez, Bolívar y Cristo, formando la Santísima Trinidad de la Revolución.

Digamos que la diferencia entre Venezuela y México es notable desde la teoría política. Pues mientras Maduro no puede expresamente designar por sí mismo a su sucesor, en la medida en que no es un príncipe sino un «ministro» de la democracia o aristocracia dominante, en México domina una suerte de «presidencia imperial», una monarquía presidencialista que designa al dedillo a su sucesor cada seis años. Ahora bien, ¿por qué la bibliografía sobre la democracia parece ignorar el conocimiento de una democracia dictatorial (variación de una «dictadura del proletariado»), o sea, la dominación personal de un individuo? Dicho de otro modo, ¿en qué se finca la dominación personal del individuo Maduro? La diferencia entre democracia y dictadura se funda en dos supuestos. Por un lado, la democracia es una dominación que se apoya en un asentimiento del pueblo, ya sea impuesto o imputado. Por el otro, la dictadura se sirve de un aparato de gobierno fuertemente centralizado. ¿Hasta qué punto el dictador no es un subproducto del sistema republicano, ciertamente extraordinario, pero no obstante constitucional? Maduro es un «comisario» que cruza la frontera entre el derecho y el poder. Es un criminal.

Carl Schmitt hacía notar, en La dictadura (1922), que de la «tecnicidad» absoluta se deriva la indiferencia frente al ulterior fin político, del mismo modo que un ingeniero puede sentir un interés técnico por la fabricación de una cosa, sin que tenga que sentir el menor interés propio por el ulterior fin a que esté destinada la cosa a fabricar. Para María Corina Machado, la principal líder opositora, en una entrevista con Gisela Kosak Rovero, la persistencia del régimen venezolano se explica por la hegemonía de la izquierda (democrática o no) en centros académicos, medios de comunicación y el mundo de la cultura. En la misma entrevista, María Corina afirma que “el poder no cambiará de manos hasta que se creen los incentivos reales para que se produzcan las fracturas dentro de la coalición dominante y se terminen de alinear todos los factores interesados en una misma dirección”. Lo que pasa es que cuando se dice que hay que construir fuerzas, se confunde con la promoción de la violencia, y, según ella, la violencia es el instrumento de los que no tienen fuerza moral y política para influir en aquellos individuos y factores que son cruciales para que se dé un cambio político, llámese cuadros del chavismo, militares o sectores interesados fuera y dentro de Venezuela. Al condenar tan enérgicamente la violencia, María Corina Machado desiste de utilizar el concepto de “acción directa” del sindicalista francés Georges Sorel, esto es, la sublimación de la violencia como el único camino para llegar al poder. Pero como no hay resistencia pacífica, la oposición venezolana sigue completamente marginada.

Conclusión

La situación actual de Venezuela rebasa cualquier crisis interna y se inscribe en un contexto geopolítico más amplio que desafía las nociones tradicionales de poder y hegemonía. La solución de sus males es una encrucijada en la que por todas partes ronda la “trampa de Tucídides”. Así como el ascenso de Esparta provocó el temor en Atenas, la creciente influencia de China desafía despierta el de Estados Unidos, evocando un paralelismo inquietante entre el Peloponeso y el Caribe. En este escenario, la civilización de la democracia liberal enfrenta una prueba crucial, donde su capacidad de adaptarse y resistir determinará su futuro.

 

Sebastián Pineda Buitrago es investigador universitario en el campo de los estudios culturales y la comunicación. Ha publicado algunos libros sobre historia literaria latinoamericana y es colaborador de Letras Libres, Libertad Digital y El Tiempo, de Colombia.

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Posted: August 15, 2024 at 8:32 pm

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