Alcachofa
Adolfo Castañón
Casi nadie sabe cuántas hojas tiene la alcachofa. Algunos apenas la mordisquean y ya quieren alcanzar su corazón. La rosa dura de la alcachofa se ablanda tras un largo baño de vapor, agua caliente. Hay además —sobre-hervida, asada— quien la pone a calcinarse en sartén, en comal o a las brasas. A la alcachofa que parece una hirsuta beduina sin camello, le gusta salir al escenario del plato con el sobrio aderezo de una vinagreta, como esas criollas tan seguras de su belleza que apenas se maquillan con agua y jabón. En esa austeridad está su alacena pues a la dama verde de las cincuenta hojas, le gusta acompañarse de vinagres nobles —de bálsamo de Modena o de vinos verdes— y de aceites sutiles, que van desde el muy virgen hasta el de avellana o nuez. “Palo de espina”, reza el coro de las etimologías, viene del árabe. Ni Adán ni la Biblia la mordieron o conocieron. Tampoco el Popol-Vuh, pero si las 1001 Noches, y dicen que los tuaregs. El cardo comestible que parece bosque fosilizado aparece en el escenario del plato como una matrona entrada en carnes, digo, en hojas. EL humanista italiano, Ermolao Barbaro (1454-1493), corresponsal y amigo de Marsilio Ficino y Pico della Mirandola, cuenta que en 1473 en Venecia, donde era embajador, la alcachofa se puso de moda. Venía de Nápoles, pasó por Florencia y llegó de ahí a Francia. Antes, por ejemplo, en tiempos de Plinio, era rara, pues su consumo es sumo ejemplo de aquellas plantas que ganaron presencia, volumen y espacio en los mercados y paladares gracias al cultivo. Se sabe que Catalina de Medicis la comía, si no es que la devoraba, y que hizo reinar entre los franceses su culo —como antes se le decía al corazón— desde que llegó de Italia a los catorce años, años antes de reinar ella misma ya no sólo Francia sino sobre gran parte de Europa. De la florida familia de las asteráceas o compuestas, es interdental mientras se prensa entre los labios la hoja por la base, y palatal al comulgar con su profano corazón. Para colmo del misterio, la alcachofa cuyas variedades prosperan en el Mediterráneo europeo mejor que en el africano, lleva hasta su recóndita alcoba uno como colchón de castidad, casco de finas púas o ramo de espinillas pegadizas que se anidan en una bóveda similar a un tocado o cofia bizantina y representan su última defensa antes de rendir el corazón. “Tener de corazón de alcachofa” es, para quien acostumbra consumir este cardo idóneo para adelgazar tanto como para fortalecer los hígados, una expresión enigmática: y es que no se sabe si la voz se refiere a la condición tornadiza y a la índole coqueta de la que sucumbe deshojándose, o bien se refiere a la recóndita membrana que suscita en el goloso la obsesión por el final del banquete infinitamente postergado. La alcachofa no es celosa y cohabita amablemente con el poro, la cebolla, el tomate, la crema, el vinagre o el jamón. Es, desde luego —con perdón de las señoritas leguminosas—, eminentemente didáctica y filosófica pues el que la practica desarrolla el diente, aprende a rumiar y entrena el lado oculto de la lengua.
Cf. « La artichaut » en Thierry Thorens, Etonnants lègumes, Encyclopèdie culinaire. Actes sud, Arles, 2001, pags 14. 26.
Imagen de portada de BRIGID EDWARDS
Adolfo Castañón. Poeta, traductor y ensayista. Su libro más reciente es El sueño de las fronteras (UV, 2014).
Posted: March 27, 2015 at 7:00 am