Fiction
Paracaídas

Paracaídas

Alfredo Núñez Lanz

Se acaba de ir la visita. Estoy segura de que la palabra le queda bien, tristemente así debe permanecer, sin más expectativas. Es mejor verlo de vez en cuando. Ahora necesito su presencia, aunque no sé cómo conciliarlo con mis rutinas de Astrología II. Estoy a punto de llegar al primer examen de grado. Nada debería alterarme ahora, encontré mi pasión. Esto es a lo que quiero dedicarme el resto de mi vida. Aunque todavía no me aprendo la teoría de la Lilith y el principio de correspondencia en la Astrología Transpersonal, es cosa de enfocarse. En el examen hay que responder cómo es que contrasta ese concepto con la postura de la astrología clásica. Todo un reto para argumentar. Por eso debo estar concentrada y leer mucho.

Esta vez hay algo dentro de mí, muy redondo y seguro, es lo que le digo a mi mamá. En serio, esta vez sí, de verdad que me veo de astróloga: bien famosa en las redes, Instagram y Face, para tener mi libertad. Me pintaré el pelo, bajaré de tono a rubio cenizo, a ver qué tal me va. Saldré con una pantalla de fondo donde se vean estrellas fugaces o supernovas en medio de la rueda zodiacal. Y bueno, ahora debo trabajar en mi peso, claro. Hay tanto por hacer. Y por pensar. ¿Cómo me llamaré? No debo escoger nombres de elementos como Lluvia o cosas así. Está muy trillado. Además, no me va, no soy yo.   

La visita debe quedarse sólo en eso, una vez cada dos o tres semanas. No más. Es un riesgo enorme de por sí. Nadie puede enterarse de su existencia; ni siquiera los vecinos, ellos menos que nadie. Con lo que pasó el otro día me quedó claro que necesitan una purga, algo para distraerlos de este encierro. Y yo no seré la comidilla de nadie. Mejor así. De cualquier forma, ¿qué les diré a mis primas cuando me pregunten en el zoom de los “martes en las artes”? Ahí cualquier tema es rico para análisis y discusión. No tardarían en averiguar quién es esta visita, pues les he cancelado el zoom del “viernes de cine”, y sin un buen pretexto.

Cuando se ponen preguntonas yo mejor desvío el tema y les hablo de lo que aprendo en mi curso; me sirve de repaso. Algunas se burlan de mí, son muy escépticas. Yo les pido que abran sus mentes. Ellas, que son mi familia, deben ser sensibles y talentosas para el mundo sutil; como yo, que soy buena en la astrología predictiva. Veo líneas en la carta y las interpreto, me viene del alma, es más mi intuición que los aspectos técnicos en sí. Y soy muy atinada. Pero la gente no es capaz de entender que como especie hemos ido olvidando nuestros talentos espirituales. Pertenecemos a un todo mucho más vasto que nosotros mismos. Siento que el cosmos es enorme y a la vez tan preciso, que me mareo.

La visita cree en mí. Ya le saqué su carta en astro.com, ese fue un gran acercamiento. Yo no propicié la conversación de mis estudios; en nuestra primera cita salió así, natural, que él creía en muchos mundos rondándonos. Confesó que en momentos tan locos como éste ha querido darle una explicación al caos vía la maravillosa ciencia milenaria –sí, al principio era una ciencia, aunque ahora no lo sea–. Él solito me dijo su signo, pude confirmar lo que ya sabía: estaba frente a un atractivo y poderoso escorpión. A mí me interesaba saber su ascendente, que es Leo.

Ese día nos tomamos un vino en su casa, violando el toque de queda. Necesitaba regresar temprano, así que cuando los besos empezaron a ponerse más intensos, mejor lo detuve. Si me quedaba más tiempo ahí correría peligro. Aunque la visita vive a dos cuadras de mi casa, en estas épocas sale lo peor de la gente. ¿No están tus papás?, me preguntó. No, me apresuré a responder. Allá podemos continuar con esto, le propuse. Pero no nos soltábamos. Había un afán, un ansia por seguir probándonos, frotando las lenguas. En el momento no sentí culpa. No pensé en el inmenso riesgo que mis besos cachondos implicaban. Por unos instantes no hubo virus, ni otra cosa que no fuera su aliento traspasándome toda. Lo convencí de que continuáramos en mi casa, donde me sentía más segura, pues me ha dado un poco de agorafobia estos días. Siento que si salgo me contagiaré con una de esas partículas que duran unos cuántos minutos en el aire. Llegamos y ya no hubo manera de controlarnos. Lo metí al cuarto de la señora Tola, donde solía planchar. Ella comprenderá, me dije, y seguí desnudándolo. 

Sentí que había llegado a algo muy sublime, como si los planetas se hubieran alineado de pronto. Cuando por fin explotamos, conforme la respiración volvía a su ritmo, pensé que la cosa se pondría rara. ¿Quién en su sano juicio se entrega así, a la primera? Ya ni Esteban, mi amigo gay que cada fin de semana cambiaba de antro y novio antes de la pandemia. Y en mi caso, al primer paseo de perritos. Algo tan inocente como ir caminando con cubrebocas y guantes de látex, con el único afán de llevar a nuestras mascotas a hacer sus necesidades y yo, lo transformo en un revolcón. Pérfida, me dije. Pero la visita se echó al lado de mí, me abrazó y, aunque la Canela se orinó en todas las esquinas de mi casa, él se quedó conmigo la noche entera, haciéndome cariños. Se fue al amanecer, pues le gusta salir a trotar mientras el mundo duerme. 

Me preparé para recibir a mi familia; me sentía fresca, descansada. Limpié toda la casa, desinfecté los pisos, hice té de jengibre bien cargado para subir las defensas y me bañé con agua muy caliente, pensando en esos besos. Hasta preparé el desayuno, como hago cuando a mis papás les doy la noticia de un cambio de carrera. Ellos alternan una semana en Cuernavaca y una semana aquí en la ciudad. En la casa de allá no hay internet como para hacer tareas. Y ya estoy grandecita, tengo veintitrés. Con la compañía de mi Florinda, estoy bien. Aunque la repetición de las mismas rutinas me desespera, como si cada día entrara en el mismo teatro a ver una sola obra. Ese día odié la fisonomía de los muebles colocados desde siempre en el mismo lugar. Los acomodé diferente para romper un poco con la náusea de los hábitos y la negrura de vivir de este modo.

Papá agradeció los huevos revueltos. Mamá, en cambio, me miró muy suspicaz desde el principio. ¿Ya dejaste la Astrología?, me soltó y luego le dio un trago al café, como si se tratara de su tequila de siempre. No, le aseguré. Voy más avanzada que nunca. ¿El canto? ¿Dejaste las clases de canto? Tampoco; quiero llegar al cumpleaños de Esteban con voz de sirena en el karaoke virtual. Algo hiciste además de desacomodar los sillones, me dijo, a mí no me engañas. Yo me fingí herida y mordí un pedazo de rol de canela. Ese delicioso sabor me llevó a la visita. Entonces corrí al cuarto de doña Tola. Por estúpida no me fijé que había dejado el condón en el bote basura, así sin más. Alcancé a ocultar la evidencia, la metí en el morral que me solía llevar a las clases de actuación. Y pasé la semana con la angustia de haberme convertido en un foco de infección. Conforme pasaban los días fui imaginándome esa minúscula semilla podrida esparciéndose por mis pulmones. Corrí a la farmacia a comprar vitaminas y tomé litros de té de jengibre. Pero el miedo no ahuyentó mi curiosidad y esas ganas de romper las reglas. Busqué en el mapa celeste si acaso Venus había entrado en algún signo muy desaforado, pero no, ni siquiera estaba en Aries, como creía.

Empezamos a vernos una hora antes del toque de queda, para pasear a los perritos. La Canela se lleva muy bien con mi Florinda, son amigas. Y eso que Florinda se ha vuelto huraña con la edad. Debe ser una señal. Me preparo para nuestros paseos, hasta me echo perfume y le pongo color a mis labios, pues el rímel ya está seco luego de meses sin usarlo. Es inútil, ni siquiera lo puede ver gracias a mi cubrebocas con bigotes de Frida Kahlo, pero me da la sensación de que mis días se distinguen de otros por ese gesto que reservo a las tardes con él. Platicamos de todo, aunque nos gusta evitar el tema de la pandemia. Ya es bastante con hablarnos a través de las telas. Mejor nos centramos en el cine, otra pasión compartida. Él estudia biología molecular, pero nadie le entiende, entonces mejor nos contamos la vida. Me hace muchas preguntas, se interesa en mí. En estas tres semanas ya sé cómo se llama su hermana, a qué se dedica su papá, dónde creció, su comida y color favoritos. Hay mucho avance. Yo me siento un poco como él con la biología molecular: nadie entiende cuando hablo de trígonos y sextiles.

Puede que tú no te contagies, pero ellos tienen cuarenta y cuatro, ya son población vulnerable, me dijo Esteban en tono de hermano mayor en cuanto le conté. Esos besos donde comparten el aliento son suicidas. Y entonces mil imágenes se me pusieron enfrente, como en las pantallas fragmentadas del zoom. Me vi a mí misma contagiada de esa cosa, a mi madre con los labios azules, a mi padre intubado. Ninguno de los escenarios era bonito. La cuadrada realidad me atrapó en sus márgenes. Y le prometí a Esteban ser responsable, no recibirlo más para no poner en riesgo a mi familia.

Pero no he cumplido. La semana pasada vino otra vez y me mordió la espalda. Sentí que me quería comer. Yo respondí arañándole las nalgas. Esa vez ni le cerramos la puerta a los perritos; la Canela apareció con sus orejas picudas en uno de los bordes de la cama. Los dos nos reímos. Luego le hice de cenar muy rico, pero se fue en cuanto dejó limpio el plato. A partir de entonces empecé a obsesionarme con regar alcohol en toda la casa para no poner en riesgo a nadie, aunque sabía el gran placebo que eso era en realidad.

Además del virus hay algo en el aire, en esta atmósfera extraña. Es intolerable, como un olor difundido, el olor de la invasión. La soledad de la calle me dice que el enemigo puede estar justo ahí, frente a mí, invisible, a cada paso, a cada inhalación. Es una batalla a plena luz. Comparado con ese peligro horrendo que siento al salir, el aliento de Alfonso es un riesgo limpio, así me lo parece. Cuando estoy con él es como si estuviera de viaje, muy lejos, respirando el aire nuevo y frío de las montañas. Tonta, es el aire del tubo que te van a meter si sigues de tonta, me dice Esteban. Estás tentando al diablo en el momento más álgido de la pandemia.

Yo me pregunto para qué le gusto. Quisiera conocerlo; por lo menos seguir viéndolo después de todo esto, a ver en qué acabamos. Sé muy bien el momento horrendo en el que sucedió, pero por algo pasan las cosas. Quiero creer que él llegó por una razón misteriosa y sólo con el tiempo la comprenderé. Las energías planetarias nos influyen. Mi Venus anda en la casa cuatro, que supone una posición buenísima para estrechar los lazos entre los familiares que conviven en la misma casa. No ha pasado. Mi mamá es un ojo avizor, papá está insoportable, pues despidió a la mitad de su equipo, teme que lo despidan a él también. Y para colmo, no puede ir al peluquero. En estos tiempos nada está como debería, es otra cosa horrenda y sacrílega. Ni los astros nos amparan.

Déjalo picado, me dijo Esteban. Ya si vas a romper las reglas hazlo con estrategia. Eso mismo he hecho estos días, no lo he acosado con mensajitos, para no parecer encimosa. No te pases de intensa, escúchalo, que siempre te encuentre alegre, positiva, y verás cómo regresa, recomendó Esteban. Pero con este encierro, yo más bien lo veo todo igual, aunque he dejado de leer noticias con tal de no agobiarme.

Antier vino para que le alineara los chakras. También estoy practicando y me vi muy profesional, pues no pasó nada. Él fue un buen paciente, sólo me habló de sus preocupaciones en el laboratorio con esas células de papiloma que cultiva. Son como sus plantas, les tiene que dar de comer un líquido y yo temo que hasta les habla para que crezcan sanas. Es muy interesante. Y tierno. Ese día subimos a mi azotea para ver el atardecer. Las nubes estaban cargadas de lluvia y doradas en el contorno, como pintura de iglesia. Pero no quiso ni darme un beso. Esteban dice que mejor así, dejar el cuerpo a un lado y abrir el espíritu, porque yo ya lo hice al revés.

Cuando íbamos bajando nos encontramos a la vecina del décimo piso; di las buenas noches y, en eso, a Alfonso se le escaparon tres estornudos. La mujer contuvo el aliento, se replegó a la pared de un saltito y nos fulminó con los ojos. ¡Métete!, le ordenó a su perro salchicha, como si lo fuéramos a contagiar, la muy ignorante. Nos prohibió subir a la azotea y amenazó con escribir una carta a la administración para que multen a quienes tenemos visitas. ¡Nos ponen en riesgo a todos!, gritó al cerrar la puerta. Como quiera, le respondí, altanera. Ojalá no le vaya con el chisme a mis papás.

Ayer lo saludé por mensajito, lo bueno fue que la vieja del diez nos dio tema de conversación. Él estaba triste, apagado. Le cerraron el laboratorio hasta nuevo aviso y sus células morirán. Yo le dije que todo pasa por algo, a lo mejor el destino de sus tejidos de papiloma no era vivir en probetas, sino en úteros, anos o bocas de personas reales. No sé si se molestó. Ya no me respondió nada. Yo seguí tratando de concentrarme en las diferentes fases de Saturno, el gran maestro. No lo logré. Mejor abrí su horóscopo del día en varios sitios confiables y leí: “expansión del yo, proyecciones a futuro” y “un buen momento para hacer planes a mediano plazo”. Ojalá esté yo en esa agenda. Pero me siento tan vulnerable… Si lo pienso, no somos nada, en cualquier momento se puede ir y yo ya tan acostumbrada a sus visitas. Desde que empezó el encierro tengo la sensación de haberme lanzado de un avión a mitad de la noche. Yo caigo y caigo, pero a veces parece que floto con todo ese aire volándome las greñas. Y la visita es como si en esa bajada eterna, al menos tuviera un paracaídas para abrir antes de dar con el suelo.

Hace rato sonó el timbre y era él. Traía cara de pocos amigos. Cerré mi manual y nos pusimos a platicar. Abrí un vino tinto y brindamos antes de que me diera la mala noticia: Ya no puede pagar la renta en esta colonia, le suspendieron su beca de maestría. En una semana regresa a casa de su mamá, del otro lado de la ciudad. Prometimos visitarnos, pero dudo que lo logremos. Yo trato de convencerme de que es mejor así, sin tentaciones en este tiempo de riesgos microscópicos y entrega al “yo”. “Lo que es abajo es arriba y lo que es arriba es abajo”, dice la estrella de David. Y ahora lo diminuto está en guerra con nosotros, que también estamos en guerra con el planeta. A veces me gana mi Lilith y pienso que merecemos la extinción. Mejor sería que ya nos llevara la nave nodriza. Pero eso es vibrar muy bajo, hay que alcanzar frecuencias más elevadas y mantenerse ahí, cerca de los planetas y sus misterios.

Estoy triste. No me dio ni un besito de despedida sobre el cubrebocas. Solamente me dijo: gracias por ser tan buena amiga. Se subió a su bicicleta y se fue. ¿Amiga? ¿Qué querrá decir con eso? Llevo pensándolo toda la tarde. Saqué el tarot y no me respondió, me salió la carta de la rueda de la fortuna. Si esperamos algún resultado, es sabido que esta carta nos abre una incógnita, cambios inminentes. ¿Más? Como si fueran pocos. Indica que hay que renegociar todo, poner en claro, pues si no se hace, nada prosperará. Será que se junta mi hambre con la necesidad. Es mejor así, me repito a cada rato. Es lo sensato, es lo mejor. Despídete de un riesgo, prolonga tu vida y la de los tuyos, aunque quizá, en realidad no me gusta esta forma de vivir. No sé si valga la pena el sacrificio. ¿Será así a partir de ahora? Estoy en el borde del avión, a mitad de la noche. Es mi turno. Debo saltar aunque ya no siento mi paracaídas.

 

*Imagen de portada de Ian Sane

 

Alfredo Núñez Lanz. Cofundador de Textofilia Ediciones. Es autor de los libros Soy un dinosaurio (conaculta, 2013), Veneno de abeja (Secretaría de Cultura, 2016) y El pacto de la hoguera (Ediciones Era, 2017). Becario del Programa Jóvenes Creadores del FONCA 2014 y 2016. En 2018 obtuvo el “Premio nacional de narrativa histórica Ignacio Solares” para obra publicada por El pacto de la hogueraSu Twiter es @NunezLanz

 

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Posted: October 22, 2020 at 9:06 pm

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