Al menos serás honesto: Cocaína, de Daniel Jiménez.
Alba Lara Granero
*Cocaína, de Daniel Jiménez. Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2016. 192 páginas.
Ya desde el título, Cocaína, la primera novela de Daniel Jiménez (Madrid, 1981) permite intuir alguna información sobre el libro: el lenguaje será directo, la clave realista, el tema (o uno de ellos) la adicción a esa droga. La obra, ganadora del II Premio Dos Passos a la Primera Novela en 2016, ha dado de qué hablar y hay quien atiende más a la crítica moralista que a la calidad literaria. En todo caso, parece que la literatura no se ve afectada por estos comentaristas: no suelen siquiera leer las obras que juzgan y el jaleo que levantan suscita, si acaso, el efecto contrario al que desean: que más gente lea el libro que censuran.
La novela se inserta en lo que algunos llaman autoficción, con la salvedad y la proeza de que Cocaína no está escrita en la primera persona habituada en este género (narrador que en la literatura contemporánea predomina homicidamente sobre los otros). Jiménez se atreve con una segunda persona que apela al propio personaje en su desdoblamiento (algo así como el Jaime Gil de Biedma del poema “Contra Jaime Gil de Biedma”) y sale airoso del envite, como antes lo hizo el Perec de Un hombre que duerme al que el tono recuerda tanto.
Formalmente, Cocaína es un diario que va de un treinta y uno de diciembre en Madrid a otro, de unas campanadas a otras. El diario parece a priori el marco autobiográfico por antonomasia, pero el uso de la segunda persona consigue distanciar al narrador del escritor y, al mismo tiempo, convertir al lector en un destinatario improvisado de ese tú, volverlo interlocutor directo del diario. La novela parece que se leyera desde la distancia y, aunque pueda sonar contradictorio, esa distancia le da una fuerza mayor al texto de la que quizá hubiera alcanzado con el uso del “yo”. Persona esta última que a veces, en su ensimismamiento, impide que el lector sienta empatía por el personaje-narrador.
Cocaína narra las penas de un escritor fracasado, de vuelta de todo, que se flagela a partes iguales con un complejo de vida malograda y con la convicción de que, a pesar de no haber alcanzado el éxito o precisamente por ello, el personaje está tocado de alguna gracia que lo hace distinto a los demás: es un artista y, por tanto, extraordinario. El tema, egocéntrico y con ínfulas de modernidad, es común en la literatura actual (desde hace, por lo menos, doscientos años) y en pocas ocasiones deja poso en el lector exigente. Al abrir Cocaína, se siente ese recelo inevitable. El lector se pone alerta: ¿me interesará de verdad lo que vas a contarme?
La buena noticia es que podemos respirar tranquilos: Daniel Jiménez esquiva ese peligro tan cotidiano. Porque, naturalmente, los temas no son ni buenos ni malos por muy comunes que se vuelvan. No hay temas banales, sino escritores en pose o lo suficientemente ególatras para concebir que su malditismo pueda volverse superficial, pesado y aburrido. Todo en literatura es cuestión de escribir bien o de escribir mal. Y Daniel Jiménez lo hace muy bien. Tengo, al menos, un par de motivos para hacer esa afirmación.
La primera es que en el texto, temprano, en la página 29, el narrador hace explícito que no está dando nada nuevo al mundo: como sólo eres un escritor fracasado y un triste cocainómano no parece descabellado escribir sobre tu adicción a la cocaína. No cambiarás el mundo ni alumbrarás pasajes oscuros de nuestra historia ni servirás de ejemplo a generaciones futuras, pero al menos serás honesto. Al desmitificar su escritura, el autor queda liberado del peso de la trascendencia y de la falacia de la ingenuidad de que aún se puede escribir algo totalmente nuevo. Quizá sea precisamente este desmarque la razón por la que en este libro se alcanzan numerosos momentos de lucidez. Por ejemplo: la muerte nos une a los que se van pero nos separa de los que se quedan. O: cada uno elige la intensidad de su dolor, aunque no sea justo con el dolor de los demás.
La segunda razón por la que defiendo el libro es que da gusto leer a escritores con un estilo tan fluido, elegante y, a la vez, crudo. Y, sobre todo, es un placer descubrirlos. Uno de los recursos favoritos de los que el autor se sirve en Cocaína (y que también gustará a los lectores, porque Jiménez domina la herramienta a la perfección) es el uso de las listas, las enumeraciones. El libro, precisamente, comienza con una serie de razones por las que el tú destinario lo creas o no eres un tipo con suerte. Una muestra:
En tus veintinueve años de vida te has librado de participar en una guerra, de sufrir, las consecuencias de un terremoto, de asistir a los devastadores efectos de un tsunami, de ver morir a tu padre en un atentado terrorista, de los asesinatos gratuitos entre bandas callejeras, de las torturas policiales, de las violaciones en los ascensores, del exilio político, del hambre que asola a millones de familias, de las enfermedades venéreas, congénitas o terminales. En tus veintinueve años de vida, además, te has librado de ingresar en prisión por tráfico de drogas, de las mutilaciones, de los accidentes de tráfico mortales, de las estafas laborales, de la discriminación sexual, social, religiosa y racista, te has librado de los incendios en los hogares y te has librado de ese fantasma que ahora recorre Europa con el nombre del desahucio. […] te has librado de las amputaciones, de las fracturas de hueso, de las deformidades, de las picaduras de avispa, de los mordiscos de perro. […] de la varicela, de la rubeola, del sarampión y de la gripe aviar. […] del estrabismo, del labio leporino, de los pies planos, de la impotencia, de la eyaculación precoz, de la insuficiencia renal, de la leucemia, de la caspa, de la baja estatura, de la chepa y de la calvicie. […] Siendo del todo sinceros hay que añadir que hasta te has librado de esa sutil catástrofe que es la fealdad.
La lista sigue.
Más allá del placer retórico de las listas, su mera elaboración sirve de mantra para recordar cómo son las cosas, lo afortunado que se es, lo que queda por hacer, por qué no se debe hacer algo y qué alternativas quedan. En Cocaína, sin embargo, no importa cuánto se repitan esas técnica de autoayuda porque nunca se consigue la tranquilidad, la vía de escape, y es ahí donde entra la droga: la dosis de paz con uno mismo y el mundo (aunque a la vez sea causa de un desasosiego casi letal), la ilusión de la hermandad, la convicción (ficticia, claro) de no estar solo o de no necesitar nada. En ese sentido, la literatura también funciona como una droga para el personaje, que escribe por adicción y comienza una y otra vez el manuscrito de su novela sobre la cocaína.
Cocaína… o lo que sea. Porque otro gran acierto de la novela es que el protagonista en todo momento es consciente de que aquello a lo que es adicto puede que ni siquiera sea cocaína. El personaje compra regularmente a Andrés, su camello, una sustancia que él vende como tal, pero de cuya composición no es posible tener ninguna certeza. Enternece y duele la conciencia del autoengaño, metáfora también del mirar para otro lado en el mundo real: se sabe que uno se está mintiendo, pero ¿cómo hace para vivir con los ojos del todo abiertos?
Leí por ahí que Cocaína es una novela generacional (de los nacidos en los ochenta) que faltaba en España. Puede ser. Quizá porque retrata la apatía, el terrible acostumbrarse a la desgracia que nos asalta sin interrupción en un mundo hiperconectado, la falta de arraigo de unos jóvenes sin creencias y cínicos por necesidad, la natural huida hacia las drogas (en el sentido amplio de la palabra, cualquier cosa que le permita a uno evadirse de la realidad). Tengo mis dudas sobre si las generaciones son así, uniformes, y en algún momento comparten problemas exclusivos. Lo que queda claro es que las muchas referencias a la España de hoy, escritores, gente de la tele, sí anclan la historia a un momento concreto que le ha tocado vivir a una gente concreta que nació en un tiempo específico.
El mayor impedimento para considerar ésta una novela generacional es que, más allá de las referencias que ayudan a crear el espacio y tiempo de la novela (se habla de Javier Marías, Pérez Reverte, Mara Torres, Carlos del Amor, Lorena Berdún, Alberto Olmos, por ejemplo), las características que parecen identificar a dicha generación no son, para nada, exclusivas de la misma. Sin ir más lejos, una de las novelas que Daniel Jiménez ha tenido en cuenta a la hora de escribir su texto podría ser tan generacional (de los nacidos en los ochenta en España) como ésta (si quitamos los datos de escenario y los nombres propios). Me refiero a Novela con cocaína, una breve joya literaria que fue publicada en el París de los años treinta por un ruso exiliado que firmaba como Mark Agueiev. En ella, el protagonista, un joven que vive los tiempos de la I Guerra Mundial, explica, por ejemplo, cómo poco a poco la guerra deja de importarle, cómo de oír tanto y sentirla tan lejos, desarrolla tal inmunidad que le importa mucho más el forúnculo de su labio que lo que pase entre Alemania y Rusia. Es la misma inmunidad ante el horror de la que habla el narrador de Cocaína tras ver el telediario.
Es un gesto de humildad que Daniel Jiménez hable en las entrevistas abiertamente de sus referentes literarios a la hora de escribir Cocaína. Tratar de ocultarlos, como hacen muchos, es, a estas alturas del partido, un acto presuntuoso que no tiene otra finalidad que la de esperar que el desconocimiento de los lectores atribuya a su escritura unos hallazgos que son robados. Y nadie dijo que la literatura no fuera robo, o concentración, o collage, pero es una muestra de honestidad que los distintos apartados del libro de Cocaína comiencen con citas de autores que, de una u otra manera, han influido en la escritura del texto (Cioran, Horacio Castellanos Moya, Hansum, Kertész). No hay rastro de petulancia en las referencias metaliterarias, sólo transparencia. Como en el resto del libro.
Se ha insistido en si la novela es o no autobiográfica, si todo lo que cuenta Jiménez le pasó de verdad. Eso no tiene importancia literaria alguna, como tampoco las críticas moralistas que acosan a la obra. Lo que importa es que transmite verdad. Y si, efectivamente, el autor vivió todo lo que le ocurrió al personaje de la novela, pues bueno, está bien, esperemos simplemente que haya más obra y este texto no quede en lo que decía Cela de su Oficio de tinieblas: Naturalmente, esto no es una novela, sino la purga de mi corazón. La honestidad se siente, el estilo no la disfraza, y por eso hay que leer Cocaína, que es, con todas las de la ley, una novela.
Alba Lara Granero (El Pedernoso, 1988) es escritora y licenciada en Filología Hispánica y máster en Formación del Profesorado por la Universidad Complutense de Madrid. Es graduada del programa MFA de la Universidad de Iowa y sus ensayos han sido publicados en Iowa Literaria y otras revistas.
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Posted: July 28, 2016 at 11:45 pm
Muy buena reseña!