Alabanza del llanto (notas para un arte de llorar)
Dan Russek
Hay tanto que decir sobre el llanto: no cederé, sin embargo, a la tentación de componer un exhaustivo tratado. [1] O, por lo contrario, rendirme a su poder y solazarme en la confesión patética de las ocasiones en que he vertido en mi privacidad ríos de lágrimas. [2] Mi intención es otra. ¿Por qué no considerar el llanto como una práctica que merece ser elevada al rango de un estilo, de una estética? Así como hay un arte de amar, un arte de hablar, y más generalmente, un arte de vivir, ¿porque no un arte de llorar? Pensar en técnicas que lo propicien, como quien recupera el llanto para el ámbito de la poesía. [3]
Es cierto que llorar tiene mucho de molesto. Interrumpe en privado, Incomoda en público. Descompone las facciones. Ofusca el intelecto. Es instrumento de manipulación y chantaje. Su irrupción da al traste con lo razonable y lo civil. Desarma torpemente los argumentos de la política. Desde el punto de vista moral, suele obligarnos a la conmiseración, por encima, o por debajo, de toda dignidad estoica. Su estridencia suele ser de mal gusto. No por nada se dice de ciertos colores (el rosa mexicano, el amarillo canario) que son chillantes, como si de la vista se escapara, más allá del buen sentido, una sonoridad desagradable.
Hay muchos modos del llanto. No hablo aquí del que aflora con el dolor físico, o el motivado por diversas psicopatologías, o en el polo opuesto, el que se produce al cortar una cebolla. Daré por obvio su papel catártico, terapia doméstica al alcance del pañuelo o del abrazo.
Es fascinante pensar en la variedad de sus ocasiones. Está el llanto a flor de piel, como el que inspiran huérfanos, enfermos terminales y mascotas muertas. Para Franco Moretti, las lágrimas son el producto de una impotencia: así, lo irreversible de la muerte es tanto más evidente cuando más indubitable es la distinta dirección que uno quisiera imponerle al curso de los sucesos. [4] Están las lágrimas en la interminable galería de fracasos e infamias, de crueldades y agravios. Todavía, en barrios bravos donde el macho se juega el honor y las hembras, se le espeta al chico: no seas marica, en caso de que antes de la pelea rompa el cristal del llanto. Si bien las lágrimas emotivas parecen surgir de una pérdida (el niño que extravía su juguete, o el trabajador que se queda sin trabajo, o la esposa sin esposo), hay excepciones. Está sin duda el llanto gozoso, el de los orgullosos padres que ven graduarse de la escuela (jardín de infantes o universidad de prestigio) a su hijo o hija. O del reencuentro amoroso. O el del encuentro con el cuadro que alguien quiere ver desde hace tanto en un museo de París, Madrid o México: ese derramar de lágrimas luego de acercarse por el largo pasillo, dar vuelta en la galería, verlo ahí en su enormidad mitológica. La obra, largamente anhelada, largamente reducida a una imagen mental o una fotografía, ahora hecha materia que corona los esfuerzos y las fatigas de la peregrinación (agregue aquí su nombre favorito: Mona Lisa, Guernica o Frida, llorando ella misma). [5] Y lo mismo con las efigies de la Virgen en una iglesia. Si creemos que el llanto es más o menos privado, también está el llanto colectivo de alegría, que a veces alcanza dimensiones históricas, como esa noche en la que el mundo vio a un hombre probo ascender a la presidencia de su país contra todos los pronósticos.
El llanto es el lugar común por excelencia. Alguien pensará que el carácter latinoamericano (dicho sea con el debido respeto a los estereotipos más trillados) tiende a los sentimientos lacrimosos. Eso en comparación a teutones, beduinos y anglosajones. Lo atestigua la profusión de telenovelas y tangos que produce la doliente región que va del Bravo al Magallanes. Ahí donde el inglés piensa en términos de “llorar un río”, [6] nosotros nos lanzamos a “llorar a mares”… Me apresuro a aclarar: no hay tal cosa como la privilegiada tendencia al llanto latino. Lo mismo etíopes, apaches y lapones lloran en sus remotas soledades las lágrimas de todo hombre, mujer, niño y anciano que se conduele. Se asoma aquí, acaso, una solidaridad universal en el llanto, un ecumenismo en el sentimiento del que tal vez las muchas agencias internacionales, las corporaciones de la alta industria y las élites cosmopolitas del capitalismo rampante podrían aprender algo.
Si el gran archivo de la cultura humana produce la ilusión de la permanencia en libros y pinturas, esa extensión vicaria tiene su precio: ahí donde creemos proyectarnos hacia la posteridad, lo que hacemos es extender también la experiencia del dolor por otros medios… Así la muerte de un soldado en el campo de batalla –única, súbita, incomprensible– se multiplica para siempre en la fotografía que la ha capturado en un momento decisivo. Así los registros de asesinatos, desastres, accidentes, tanto más punzantes cuanto más precisos son el texto y la imagen que los preservan. Y así, en fin, se va, una y otra vez, Alfonsina, sola, a la mar, más allá de sí, recomenzando siempre su dolor, que ya no es suyo ni fue nuestro, siendo a la vez muy suyo y muy nuestro.
La gama del llanto es amplísima. Como un mago más bien inepto que saca de la gastada chistera (sin mucho chiste), lágrima tras lágrima, aquí ofrezco esta lista de casos extraídos de las letras y las artes, no por arbitraria menos sentida.
Están esas composiciones en las que el poeta, bien instalado en su yo lírico, declara sin mayor reparo o vergüenza lo mucho que ha llorado, desde el romanticismo candoroso de Bécquer o Acuña, hasta la confesión desgarradora de León Felipe (a una cierta edad, dejamos de frecuentar esa poesía. Es justo que así sea. A la vez, es justo que esa poesía sea, necesaria como es a toda educación sentimental).
Está el llanto del sentimentalismo populachero (Chiquitita, tell me the truth / I’m a shoulder you can cry on / Chiquitita, you and I cry / But the sun is still in the sky/and shining above you) y el del refinado regusto barroco (Flow, my tears, fall from your springs!). De la penosa alienación de la adolescencia (All around me are familiar faces / Going nowhere, going nowhere / Their tears are filling up their glasses) a las penas de amor, infinitas (To every broken heart / For every heart that cries / Love left a window in the skies). Hay un despecho vengativo (llorarás y llorarás / pidiéndome perdón) y uno fracasado (Si brilla en mis ojos la humedad del llanto, / es por el esfuerzo de reirme tanto). Las lágrimas agridulces que mezclan tristeza y alegría (de dicha alterno sonrisa con llanto) y las lágrimas de Eros, donde dolor y placer se alían. Tanto llanto lleva a veces a situaciones tan extremas, que deviene en autoparodia, como es el feo caso de Biutiful de González Iñarritu.
El canto como antídoto ilustra el tema universal de la redención del dolor a través de la belleza (ay ay ay ay / canta y no llores) o la sufrida vida como una fiesta (Ay, no hay que llorar / que la vida es un carnaval / es más bello vivir cantando). Y esta ese otro cantar, a la manera de Machado, que vuelve a plañir, cuando se echa en falta el sentimiento.
Está el folklorismo horripilante de La llorona o el del dolor telúrico (Mi corazón descontento / Latió con pena en Temuco / Y me ha llorado en Calbuco / De frío por una escarcha). El llanto del dolor moral, el llanto que subleva, el que antecede o acompaña o sigue al puñetazo en la mesa, o como esos golpes contundentes, los del odio de Dios; / como si ante ellos, / la resaca de todo lo sufrido / se empozara en el alma. Las antiguas y recientes nostalgias por el terruño perdido (junto a los ríos de Babilonia, allí nos sentábamos, y aun llorábamos, acordándonos de Sion) como quien canta, entre tequila y tequila, ¡Qué lejos estoy del suelo donde he nacido! Y la musical melancolía que de pronto permea el mundo entero (I stood unwound beneath the skies / And clouds unbound by laws / The crying rain like a trumpet sang / And asked for no applause). Todo sucediendo while my guitar gently weeps, sin olvidar aquí el tristísimo timbre de tanto glorioso requinto que produce la vertiginosa guitarra eléctrica de tanto desarrapado rockero que en la flor de la juventud, divino tesoro, lamenta de antemano la suerte de todo lo mortal en este mundo (así, con esta larga oración, lo celebro).
De la mancomunidad en la tristeza (Don’t let yourself go / ‘Cause everybody cries / And everybody hurts sometimes) a la tristeza sin fin, la del duelo que lo descompone todo en su hondura (No hay extensión más grande que mi herida / Lloro mi desventura y sus conjuntos / Y siento más tu muerte que mi vida). El llanto viril del combatiente, del héroe o del galán. El llanto por el torero corneado. O el tiempo oscuro donde ya no hay llanto, donde se ha esfumado la compasión:
Porque ya no hay quien reparta el pan ni el vino,
ni quien cultive hierbas en la boca del muerto,
ni quien abra los linos del reposo,
ni quien llore por las heridas de los elefantes.
Nadie no: Jesús lloró. Lo cual nos lleva al llanto supremo, el llanto universal, el llanto teológico, ahí donde flota el Espíritu de Dios que gime con un llanto más llanto aún que el llanto. Quién consolará entonces nuestro lamento cósmico en toda la gloria de su dolor existencial:
Canta el caos al caos que tiene pecho de hombre
Llora de eco en eco por todo el universo
Rodando con sus mitos entre alucinaciones
Angustia de vacío en alta fiebre
Amarga conciencia del vano sacrificio
De la experiencia inútil del fracaso celeste
Del ensayo perdido
Y aún después que el hombre haya desaparecido
Que hasta su recuerdo se queme en la hoguera del tiempo
Quedará un gusto a dolor en la atmósfera terrestre
Tantos siglos respirada por miserables pechos plañideros
Quedará en el espacio la sombra siniestra
De una lágrima inmensa
Y una voz perdida aullando desolada
Nada nada nada.
Ante todo lo cual (aquí, ahora), no queda sino serenarse: volver a la medida humana del llanto. De vez en cuando, de modo íntimo o virtual, se crea un sentido de comunidad que nos protege o distrae de los abismos del ser. En los comentarios que la gente deja en Youtube a veces siento que encuentro a mis mayores o mejores cómplices, personas que nunca conoceré pero con quienes siento, o creo sentir, una afinidad profunda. Son los que escriben, ante tal o cual pieza de música que me emociona: “this brings tears to my eyes”. No se necesita la usual, inútil encuesta sociológica para entender estos acercamientos.
Si entre todas las secreciones corporales, las lágrimas son las más espirituales, ¿por qué no llevar esa condición un paso más allá? Hay una cierta edad en la que el llanto, común y corriente, se vuelve otra cosa, como si pidiera un arte que lo asiente, ahonde y edifique. Un arte del llorar que podría resumirse en lo que para Pushkin era la fórmula de la experiencia estética: “derramo lágrimas por un suceso imaginario”. No se me escapa que para que tal empresa tenga éxito, habría que vencer resistencias, tabúes, la conformidad con las expectativas al uso. Así sea. Como tantas cosas que un día alcanzan a ver su día, para llegar a ese valle de lágrimas convertido en tierra prometida, hay que empezar por dar el primero paso. Parafraseando al profeta Amós (5:24), corra el juicio como las lágrimas, y la justicia como impetuoso llanto….
Están las cosas que hacen llorar, y están las que elegimos que nos hagan llorar, las que dejamos que obren en el alma (por llamarla de alguna manera). Esa elección es acaso prueba de un cierto refinado gusto a la hora de determinar qué nos ha de acompañar en los momentos privilegiados de la vida. No hay que confundir esa elección con una suerte de lacrimoso masoquismo: lo que nos hace sufrir nos hará llorar, pero lo que queremos que nos haga llorar no nos hace sufrir (tal vez lo contrario, de modo complicado). Aquí el llanto es como una revelación (una revelación en busca de sentido) como si un más allá se asomara a través del opaco prisma de las lágrimas.
Los escritores serios no suelen escribir sobre estas cosas. O no mucho. Solo de cuando en cuando, cuando se proponen crear, como Sor Juana, sola en su celda, simple y sencilla, una obra maestra:
Esta tarde, mi bien, cuando te hablaba,
como en tu rostro y tus acciones vía
que con palabras no te persuadía,
que el corazón me vieses deseaba.
El Amor ayudó sus intentos. Venció lo que parecía imposible: entre el llanto, que el dolor vertía, su corazón destilaba hecho pedazos. Basta ya de rigores, de celos y de recelos. En líquido humor vemos y tocamos su corazón deshecho entre sus manos. Así de fácil, como si de un milagro se tratara… Lo que nos recuerda que hay obras maestras del dolor, incluso donde priva la más consumada de las retóricas.
Es fácil ver por qué se resisten al llanto escritores y escritoras. Forjan su persona pública mostrándose ecuánimes y plenos de entereza, con una muy suya seriedad profesoral o pontificia. Pocos, muy pocos, que yo sepa, reconocen abiertamente que lloran. Es el caso de Sarmiento en el Facundo. Ante el espectáculo de un recio hombre de campo que ofrece un rezo en una capilla desolada, escribe: “Yo soy muy propenso a llorar, y aquella vez lloré hasta sollozar, porque el sentimiento religioso se había despertado en mi alma con exaltación y como una sensación desconocida, porque nunca he visto escena más religiosa; creía estar en los tiempos de Abraham, en su presencia, en la de Dios y de la naturaleza que lo revela. La voz de aquel hombre candoroso e inocente me hacía vibrar todas las fibras, y me penetraba hasta la médula de los huesos.”
Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en esa antigua historia de un hombre al que su Dios le ordenó cometer un acto inaudito. Sacrificar a su hijo, ni más ni menos: petición increíble de suyo, no solo porque el hijo era el ser más querido para ese hombre, la alegría de su vejez, la corona de sus días, sino porque el mismo Dios que se lo otorgó, le prometió que sería padre de pueblos. Ahora venía a quitárselo, y de qué manera: el padre debía atentar con su propia mano contra el hijo… Tres días y sus noches el hombre, cargado de años, caminó hacia el lugar indicado. Tres días y sus noches tuvo para pensar y repensar lo que su Dios le había pedido, le estaba pidiendo, no dejaba de pedirle. Tres días y sus noches para considerar lo que estaba haciendo, lo que iba a hacer, lo que pasaría después de que hiciera lo que le fue ordenado… La crónica del suceso no nos dice casi nada sobre lo sucedido durante el trayecto, pero nos deja imaginar el abismo de absoluta desesperación en el que el anciano debió sumirse con cada paso que daba, abismo en el que acaso hubiera querido caer, caer hasta el fondo, caer y acabar con todo. Pero el hombre siguió caminando, llevando a cuesta el objeto del sacrificio. El hombre habría pensado: Dios, haré lo que me ordenas, pero al llevar a cabo este acto, voy a probarte a ti: voy a probar de qué está hecho el cimiento moral de este universo que has creado y al que has prometido un futuro, al prometerme una larga descendencia. Porque sacrificar a mi hijo no es solo sacrificar a mi hijo, a quien tú me diste y me arrebatas: es devastar el orden del mundo, es remover de sus órbitas a las estrellas, es desplomarse en el sinsentido…
Aquí otra fábula escalofriante. La estatua de un príncipe campea por encima de una ciudad. En vez de contemplar la vida de un pueblo próspero, pacífico y alegre, atareado en el marco de un bello panorama, el príncipe, inmóvil en su pedestal, mira la miseria, el infortunio y la alevosía de los hombres. Una golondrina que pasaba por la ciudad en su migración a Egipto, accede a hacerle un favor peculiar: quitarle la capa de oro que lo cubre, primero, y arrancar las joyas que lo adornan, después, hasta dejarlo desnudo y frío, para regalarlas a los pobres y mitigar su sufrimiento. Aunque la golondrina se resiste al principio, hace lo que el príncipe le pide, y al final paga con su vida. El invierno ha llegado, y aunque el príncipe le agradece sus actos y le pide que vuele ya a mejores climas, el ave muere a sus pies… No recuerdo donde leí que el editor del cuento le pidió al autor, Oscar Wilde, modificar el fin de su relato. Ciertamente. no parecería ser la forma más edificante concluir un relato infantil con una golondrina muerta a los pies de una estatua a la que se le ha removido todo brillo. En el suplemento, el cuerpo del ave y el corazón de plomo del príncipe son llevados al cielo luego de que Dios le pidiera a un ángel que busque las dos cosas más hermosas en la ciudad. “Has elegido bien”, dice Dios: “En mi jardín del Paraíso este pajarillo cantará eternamente, y en mi ciudad de oro el Príncipe Feliz repetirá mis alabanzas.” [7] Pero este final agregado, que en apariencia abre las puertas a la redención, agrega también una nota inquietante. Parece seguir la línea de una apologética conservadora (al final del camino de la vida, el bien triunfará sobre el dolor, y el sacrificio y la virtud serán recompensados), pero en la medida en que el lector moderno puede ver que se trata de una fantasía acaso demasiado propicia, la salvación queda en entredicho. De lo que no queda duda es del dolor sufrido. Y el final no explica lo fundamental: ¿por qué demonios someter al sufrimiento, desde el inicio, a los protagonistas? [8]
Tal vez el poema “Los motivos del lobo” de Rubén Darío aún se recite religiosamente en las escuelas católicas del orbe hispano (eso si todavía hay escuelas donde alguien recite poesía). Tal vez monjas y curas crean que es un poema que ensalza y glorifica la figura de San Francisco… ¿será? Un lobo asola los alrededores de un pequeño poblado. San Francisco sale a confrontarlo y, prodigios de la leyenda, lo pacifica y convence para que regrese con él a la aldea, donde tendrá que comer. Así está un tiempo entre la gente del pueblo, que se acostumbra a su mansa presencia. Pero un día el santo se ausenta, y el lobo vuelve a su implacable carnicería. Al regresar, San Francisco oye las amargas quejas de la gente, confronta al lobo de nuevo, esta vez severamente. Los motivos que da el lobo para volver al monte son y no son válidos: no lo son porque aducir que nadie respeta las leyes ni los valores que el santo predica, no es razón para que uno no los respete. Sostener que la mentira, el abuso, la crueldad del otro son un motivo que avala mi mentira, mi abuso, mi crueldad, es no asumir la responsabilidad moral. Pero el lobo esgrime otra razón, esta incontestable, que reconoce sin más un hecho brutal: que no puede ser domesticado a riesgo de dejar de ser lo que es. Al hacerle ver al santo que la ley de la vida no es la ley del convento (ni se conforma al ideal del espíritu), afirma contundentemente que no hay vida sin sufrimiento:
y recomencé a luchar aquí,
a me defender y a me alimentar.
Como el oso hace, como el jabalí,
que para vivir tienen que matar.
Así, el lobo despacha a San Francisco de regreso a su celda (en buen español: lo pone en su lugar). El poema concluye:
El santo de Asís no le dijo nada.
Lo miró con una profunda mirada,
y partió con lágrimas y con desconsuelos,
y habló al Dios eterno con su corazón.
El viento del bosque llevó su oración,
que era: Padre nuestro, que estás en los cielos…
En los cielos, precisamente… Solo muy en la superficie este poema es edificante. En realidad es la sutil crónica de un desastre metafísico, que no se anuncia como tal, para mejor disfrazar la noticia de lo Terrible, que se dice discretamente, con el lenguaje de una doctrina de todos conocida. La trama presenta un dilema implacable. Nada de reconciliación o atisbos de paz, menos aun la armonía con el Gran Todo: esta es la selva, pero no la selva sagrada, sino la otra, donde no hay ley humana que valga. San Francisco, el dulce y mínimo, es en el mejor de los casos un ingenuo, un tonto, y en el peor, un horror, un monstruo, alguien que quiere el Bien ahí donde la naturaleza procede sin ilusiones ni miramientos, y donde el poderoso prevalece.
Será que en el decurso de la Historia (así, con mayúscula, para que cale hondo, como si uno pudiera imaginársela, a vuelo de pájaro o de ángel), la cualidad de lo Humano emerge desde la creciente, horrorizada, creativa conciencia del Dolor. ¿Nos salvarán las lágrimas? No, seguramente no. No hay salvación sino, como le va quedando claro a la conciencia desengañada, subterfugios, componendas, ilusiones, pasatiempos, sutilezas de la cultura, sustancias estupefacientes, entretenimientos, transacciones donde llevamos siempre las de perder en este juego trágico, donde la muerte y sus estratagemas tiene las de ganar. Entre tanto, mientras se desarrolla la partida, caen en su lugar las fichas y se declara al ganador por decisión unánime, priva el animado suspenso en el que un ser que sabe que va a desaparecer alza sus castillos de arena contra la marea y fantasea con pozos, baluartes, mundos mejores. Y esa animada suspensión en la que se ve vivir y transcurre con sus alegrías y sus penas (donde a veces, según los últimos conteos, hay más penas que alegrías), ofrenda a la tierra la quintaesencia de sus emociones en forma de llanto. Luego de esta hermosa retahila de lugares comunes, cabe preguntarse qué pueden significar las lágrimas en el gran diseño del Cosmos…
Más allá de su función purificadora (siempre bienvenida en tiempos de crisis), habría que practicar un llanto convencido, apasionado, como una muestra de civilización, de educación de los sentidos. Atesorar historias, dejar que sus dramas nos hablen, recomponernos. Llorar por lo que haya que llorar, que es mucho. Y tal vez llorar porque sí, porque el mundo lo pide, y el llanto responde, como un íntimo diálogo entre amigos.
Notas
[1] Ya los hay. Véase El llanto. Historia cultural de las lágrimas de Tom Lutz (Taurus, 2001) y Why Only Humans Weep: Unravelling the Mysteries of Tears de Ad Vingerhoets (Oxford University Press, 2013).
[2] Un poco como hace, tristemente, Heather Christle en The Crying Book (2019). En mi caso, nadie me verá llorar (casi para un título de novela).
[3] “Técnica” no en el sentido de los pormenores fisiológicos de su mecánica, sobre la que ironiza Cortázar en sus “Instrucciones para llorar”.
[4] “Kindergarten,” en Signs Taken for Wonders: Essays in the Sociology of Literary Forms. London: Verso, 1983, 162.
[5] James Elkins escribe en Pictures & Tears. A History of People Who Have Cried in Front of Paintingse sobre nuestra reacción emocional ante las pinturas.
[6] Cry someone a river: “to weep profusely or excessively in the presence of another person. By extension: To try to obtain the sympathy of another person by complaining or sniveling”.
[7] La esencia melodramática del cuento queda bien descrita por Linda Williams, quien señala que “What counts in melodrama is the feeling of righteousness, achieved through the sufferings of the innocent.” (“Melodrama Revised” en Refiguring American Film Genres: History and Theory. Berkeley: University of California Press, 1998, p.67)
[8] Para Borges, el cuento es una variante de la leyenda del Buda: “el príncipe feliz muere en la reclusión del palacio, sin haber descubierto el dolor, pero su efigie póstuma lo divisa desde lo alto del pedestal” (“Formas de una leyenda”, en Otras Inquisiciones, Obras Completas, Emecé Editores, 1996, p.121).
Dan Russek. Ensayista y poeta (Tornasol. México: El Tucán de Virginia, 1993). Coordinador de la Semana Anual del Cine Latinoamericano y Español y presidente de la Hispanic Film Society of Victoria. 10th Latin American and Spanish Film Week at Cinecenta. Twitter: @danrussek
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Posted: August 17, 2020 at 9:40 pm