Conjurar a los necios
ALFREDO NÚÑEZ LANZ
Me conmueve el cruel destino del genial John Kennedy Toole, que se suicidó a los treinta y un años conectando el extremo de una manguera de jardín al escape de su auto y el otro a la ventanilla para despedirse del mundo en medio de una nube de efluvios tóxicos. Hacia 1962, mientras cumplía el servicio militar en Puerto Rico, escribió una obra maestra: La conjura de los necios. Envió su novela a numerosas editoriales hasta que dio con Robert Gottlieb, el editor estrella de Simon & Schuster, quien a lo largo de casi dos años de correspondencia lo empujó a corregirla. A Gottlieb no le gustaba el final; respecto a la trama creía que era desordenada y le aconsejó: «los hilos deben ser fuertes y coherentes a lo largo de toda la historia». Años después Anthony Burgess celebraría aquellas incoherencias que tanto molestaron a Gottileb y aseguró que son el ingrediente que ha convertido a la obra en un clásico. Kennedy Toole se negó a corregir el manuscrito y lo guardó –como muchos años antes hiciera con La Biblia de neón, su primera novela–, en una caja de zapatos. Tras varias crisis nerviosas cayó en una espiral depresiva y se quitó la vida a las afueras de Biloxi, en Mississippi. Su madre, Thelma Toole, encontró el manuscrito y se empecinó en publicarlo, cosa que al fin consiguió en 1980 bajo el sello de la Universidad de Luisiana, tras acorralar al escritor Walter Percy, a quien le debemos la publicación del famosísimo libro. Kennedy Toole recibió póstumamente el Premio Pulitzer en 1981 y desde entonces La conjura de los necios ha sido un éxito rotundo a nivel internacional. La estatua de Ignatius Reilly, su inolvidable protagonista, es un sitio de culto en Nueva Orleans.
Kennedy Toole fue una especie de víctima de la necedad, la frivolidad, el desatino y las injusticias de la sociedad consumista que tanto critica en su libro. Es claro el juego esperpéntico y la proyección que hace de sí mismo en el inolvidable Ignatius Reilly. Incapaz de adherirse a las exigencias sociales, el obeso Ignatius escribe cientos de cuadernos que desperdiga en su habitación; ahí plasma su medieval visión del mundo con la esperanza de ordenarlos algún día, mientras discute con Myrna Minkoff –una activista comprometida con todo y con nada– a través de hilarantes cartas donde se deja entrever un contradictorio vínculo de amor-odio. Ignatius, que siente urticaria por el mundo laboral, tras un accidente sucumbe al mandato de la madre y consigue los trabajos más precarios y humillantes, que van desde un puesto en una fábrica de pantalones hasta vender hot-dogs. Humorística y ácida, la novela sigue el periplo de Ignatius por obtener empleo en un mundo caótico e incomprensible para él; su inteligencia anacrónica y su sensibilidad lo alejan de los caminos pautados.
La palabra dunce del título en inglés A confederacy of dunces hace referencia a un «cabeza hueca» o «zoquete»; su uso proviene de un filósofo y teólogo escocés del siglo xiii, Juan Duns Scoto, cuya resistencia a nuevas ideas y creencias místicas inspiró a sus oponentes a equiparar a sus seguidores, los «discípulos de Duns», con tontos. Más tarde, algunos maestros obligaron a los niños a usar «gorros de dunce» de papel puntiagudo cuando hacían travesuras o se portaban mal, como guiño al gorrito que el gran crítico de Tomás de Aquino usaba. John Kennedy Toole juega con el significado de esta palabra y saca todo el provecho a su etimología, pues así como Juan Duns Scoto se negaba a nuevas interpretaciones teológicas ganándose rivales –como Guillermo de Ockham–, Ignatius Reilly se niega a aceptar cualquier costumbre o idea moderna. En español el título también es atinado. El necio es hermano del idiota; es necio quien persiste en sus estupideces. Aunque la realidad le restriegue en el rostro evidencias de sus errores, el necio no las verá o decidirá pasarlas por alto. En ese sentido, la necedad es también un tipo de ceguera.
Ignatius es el retrato perfecto de un necio, víctima de todos y de sí mismo: su válvula pilórica lo hace enfermar y sufrir ataques de autocompasión que lo conducen a la misantropía: «También les dije a los estudiantes que, por el bien del futuro de la humanidad, esperaba que todos fueran estériles». El carácter de Ignatius alcanza alturas quijotescas y pantagruélicas: su necedad en vez de exasperante resulta conmovedora. A pesar de ser un personaje repulsivo, pues no deja de eructar ni de creerse el centro del universo o responder con insultos a las verdades que le dice su rival, Myrna, hay una gran dosis de ternura en su caracterización que acaba seduciéndonos.
El lector comprende el desencanto de Ignatius, pues durante su peregrinaje en busca de trabajo aparece un despliegue de personajes aún más necios que él: la dueña de un bar movida por oscuras intenciones que involucran a menores y huérfanos; una camarera que desea convertirse en estrella; un negro malpagado que trabaja en el bar, ignorante y sabio a partes iguales; el dueño de una empresa que va a pique saboteado por la frívola esposa; la vieja señora Trixie, aislada y desconectada del mundo, y la pobre señora Reilly, madre de Ignatius, irremediablemente alcohólica.
Treinta años antes de que Kennedy Toole conjurara a los necios, Roberto Arlt escribió un genial díptico expresionista y esperpéntico que abre con Los siete locos (1929) y cierra en Los Lanzallamas (1931). Aunque presenta tramas muy distintas, también Arlt recurre a la sátira y a la farsa para exponer el caos ideológico y las necedades de un puñado de personajes resentidos. El cobrador domiciliario Remo Erdosain, protagonista de ambas novelas, comete un robo que desencadena una crisis existencial; su maldad, cuando aparece, no es gratuita, sino producto de una profunda decepción. Tras la humillante ruptura con Elsa, su esposa, el sinsentido de la vida lo hace unirse a la sociedad secreta del Astrólogo que tiene como objetivo instaurar una revolución mediante actos terroristas financiados por una cadena de prostíbulos que se esparcirán en Argentina de manera estratégica, regenteados por El Rufián Melancólico, un exmatemático y proxeneta. Los amplios conocimientos químicos de Erdosain servirán para fabricar bombas de gases asfixiantes que derrocarán a los ejércitos, o al menos es la fantasía que comparte con el carismático Astrólogo. El objetivo es destruir a la sociedad capitalista y construir otra donde todos sean esclavos, pero vivan felices en el engaño; una especie de populismo profético.
Las mentiras programáticas del fascismo temprano que formaron una ensalada rusa de las ideologías, así como la obsesión por el poder, recorren ambas novelas de Arlt. La necedad y el delirio de los variopintos personajes de apodos memorables –como el Buscador de Oro o el Hombre que vio a la Partera– son expuestos y satirizados. Aunque alocados y estrambóticos, los monólogos interiores en Los siete locos presentan tribulaciones metafísicas vigentes hoy en día, mientras desenmascaran el desamparo, la soledad y la injusticia social que escandalosamente no han cambiado mucho desde entonces.
En Los lanzallamas se nos revelan las raíces psíquicas que llevan a estos personajes al absurdo, a la violencia y a la sed de revolución. El gran secreto del Astrólogo sale a relucir; sin afán de spoiler, aquello que justifica sus siniestras ansias de poder está entre sus piernas. También se revelan los motivos de Elsa para abandonar a Erdosain, en su propia voz. Las historias de estos fracasados sin ilusiones, vividores, conspiradores con ínfulas dictatoriales y prostitutas que tienen un pie en la locura y viven al margen de la sociedad se terminan comprendiendo bajo «la conciencia del paraíso inalcanzable», como atinadamente lo señaló Juan Carlos Onetti, admirador de Arlt. La salida imaginativa, encontrar un refugio en el simulacro y en la farsa como única alternativa vital al desarraigo existencial los hace conmovedores en su ruindad.
Ignatius Reilly y Remo Erdosain son dos antihéroes; el primero grotesco y el segundo abúlico. Uno cómico y el otro trágico, pero ambos outsiders. Resulta interesante que en épocas tan distintas la inteligencia de estos dos personajes se trate como parte de su propia condena. Ignatius es un conocedor de Historia –o quizás un fanático del medioevo–, Remo es un hábil inventor autodidacta que sueña con montar su laboratorio de galvanoplastia y llevar a cabo una gran obra: la rosa de cobre, más simbólica que útil. Los conocimientos de ambos no les sirven más que para fantasear, su sapiencia no los hace menos necios. Otra cualidad que los hermana es que ambos sostienen relaciones complicadísimas con las mujeres. Ignatius con Myrna; Remo con Elsa y la Bizca. A su vez, los dos planean hacer la revolución: Ignatius encabeza una rebelión en la fábrica Levy Pants, convence a los trabajadores para que exijan salarios más altos. Remo se ve envuelto en el complot delirante del Astrólogo. Las peripecias de ambos son extravagantes y adictivas, dos necios que nos conmueven y nos reflejan. La obra de Arlt, como la de Kennedy Toole fue incomprendida en su época, rechazada por los críticos que la consideraron burda, incoherente e irracional. Los dos escritores recurrieron a un lenguaje urbano, a una escritura directa, coloquial que bebe de la cultura popular y consigue una vitalidad expresiva alejada del mero costumbrismo.
Aristóteles opinaba que la risa es facultad de un ser racional. Quizá porque sólo podemos reconocer una incongruencia si somos capaces, primero, de reconocer la congruencia detrás. Ni los editores que leyeron el manuscrito de La conjura de los necios y mucho menos los críticos de Arlt fueron capaces de ver más allá de las supuestas fallas formales de las obras. El tiempo las reivindicaría. Sospecho que la necedad fue, en parte, la culpable; materia prima y, paradójicamente, condena de ambos universos narrativos. Conjurar a los necios ha sido una labor de expiación y también de advertencia. ¿Qué hemos aprendido de la virulenta necedad? ¿O acaso sólo hemos navegado, indiferentes, en ríos de tinta? La pregunta duele y conduce a otra todavía más punzante: ¿no estaré yo mismo siendo un necio al conjurar la necedad? A palabras necias, oídos sordos.
Foto de Arnaud Mariat en Unsplash
Alfredo Núñez Lanz. Cofundador de Textofilia Ediciones. Es autor de los libros Soy un dinosaurio (Conaculta, 2013), Veneno de abeja (Secretaría de Cultura, 2016) y El pacto de la hoguera (Ediciones Era, 2017). Becario del Programa Jóvenes Creadores del FONCA 2014 y 2016. En 2018 obtuvo el “Premio nacional de narrativa histórica Ignacio Solares” para obra publicada por El pacto de la hoguera. Su Twiter es @NunezLanz
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Posted: November 13, 2023 at 10:35 pm