En busca del pene perdido
Ana Clavel
En la curiosa relación de las palabras y las cosas, hay síndromes con nombres literarios que son especialmente sugerentes a la imaginación. Mire usted: Síndrome de la Bella Durmiente, de Diógenes, de Peter Pan, de Perrault, de Ulises… Pero hay uno que sin hacer referencia a un autor, personaje u obra artística, es un trastorno que bien hubiera podido ser tema de un libro de ficción fantástica, firmado por Franz Kafka o Karel Capek.
Se trata del Síndrome de Koro, en el cual el enfermo percibe que sus genitales se reducen de tamaño hasta llegar a la desaparición. El término deriva del malasio “koro”: cabeza de tortuga, una imagen muy explícita pues recuerda el modo cómo se retrae una tortuga en su caparazón cuando tiene miedo. Los casos han predominado en el sudeste asiático, pero también se han presentado en algunas regiones de África y antes en la Europa medieval, cuando se creía que los hombres perdían sus penes por maleficio de una bruja.
Me había yo topado con el Síndrome de Koro cuando investigaba sobre los síndromes de la pasión, a propósito de una novela que escribí hace ya varios años, Cuerpo náufrago, en la que se desarrolla lo opuesto a la desaparición del falo, una suerte de síntoma anti-Koro: en su afán por conocer el deseo masculino, el personaje de Antonia, la protagonista de esa novela, un buen día despierta… y descubre que una onza de carne le ha crecido entre las piernas.
Así cuando en mi última incursión en las librerías del FCE me encontré con un volumen de pastas gruesas que llevaba por título Geografía de la locura. En busca del pene perdido y otros delirios colectivos (Malpaso, 2018), me precipité a revisarlo pues me imaginaba ya el asunto. En efecto, el autor Frank Bures se da a la tarea de rastrear los antecedentes culturales de esta llamada enfermedad psicogénica y a manera de un periodista obsesionado con su tema, viaja a los lugares donde se registraron casos de suo yang, como es también conocido el Koro en China, para entrevistar a médicos y pacientes que conocieron el mal en tiempos recientes. El periplo empezó en Nigeria, adonde Bures viajó a investigar el fenómeno del “robo mágico de penes”, después de leer una noticia del 12 de abril de 2001 en la página web de la BBC, titulada “Pene ‘desaparecido’ desata linchamiento masivo”:
“En aquel incidente, al menos doce personas murieron en el sudoeste de Nigeria a manos de una muchedumbre enfurecida, acusadas de ‘hacer desaparecer los genitales de la gente’. Ocho de los acusados pertenecían a una hermandad evangelista. Un grupo de lugareños furibundos los atacaron y los quemaron vivos”.
¿Se trataba de una cuestión de miedo, superstición, delirio colectivo, o más bien de un padecimiento de índole cultural? Como señala el autor, independientemente de que fuese real o no, si algo estaba claro era que la gente creía que los penes podían desaparecer como por arte de magia, y tan lo creían que estaban dispuestos a matar por ello.
Tras la pista de los falos desaparecidos
Fruto de sus pesquisas, Frank Bures entrevistó, entre otros, a Starrys Obazy, un hombre que en 1990, cuando era reportero del Evening Times de Nigeria, padeció la enfermedad de Koro. Entonces se consideraba escéptico aunque había oído hablar de los ladrones de penes. Pero un día, al dar una vuelta a una esquina de la ciudad portuaria de Lagos, un hombre se le acercó para pedirle orientación sobre una dirección escrita en un papel. Él negó conocer el lugar y repentinamente notó una sensación que jamás en la vida había sentido. Refiere así Obazy su experiencia:
“En aquel momento noté que algo abandonaba mi cuerpo, comencé a sentirme vacío por dentro. Me llevé la mano a los pantalones y la palpé. Estaba anormalmente pequeña. Más pequeña que el tamaño de siempre. Y el escroto estaba plano. Comprobé con los dedos a ver si los testículos se me habían subido, pero no estaban. Se habían esfumado. ¡Y yo me sentía tan vacío!”
Obazy pensó en gritar pero temió que en cuanto alzase la voz, lincharían al tipo. Y si eso sucedía, ¿cómo recuperaría su miembro? Entonces forzó al hombre a que lo acompañase al hospital. Antes de entrar el presunto ladrón le gritó: “¡Vamos adeeeeeentro!”, y acto seguido Obazy sintió que sus genitales regresaban. El médico que lo revisó constató que todo había vuelto a la normalidad.
Además de Lagos, Frank Bures visitó también Hong Kong y otras ciudades de la China más austral y constató que mientras en África los casos de virilidad perdida se atribuían a hechiceras o brujos, en los pueblos asiáticos era frecuente adjudicar los daños a una zorra fantasma, a veces disfrazada de anciana campesina errante, con una cesta sobre la espalda donde transportaba los penes que había robado. También a un zorro mágico que buscaba energía masculina –yang– para hacerse poderoso.
Datos y cifras del “pene menguante”
Ya en 1487 dos clérigos alemanes publicaron el tratado Malleus maleficarum (El martillo de las brujas), donde alertan de las artes demoniacas de hechiceras capaces de causar la desaparición del membrum virile de sus víctimas. Pero será hasta 1874 que se tenga el primer registro de la enfermedad de Koro, realizado por un colono holandés, Benjamin Matthes, que vivió en la isla de Célebes, hoy Indonesia, en su diccionario de buginés. En 1908 hay constancia del hurto de penes en Taiwán. La epidemia de 1967 que se extendió por Cantón, Hong Kong y otras ciudades y pueblos de Asia alertó a las autoridades. Sólo en Singapur se registraron 479 casos de Koro, todos ellos ligados al pánico por “penes menguantes”, el terror por la muerte en consecuencia y estados de ansiedad terribles. Casos más recientes se registraron en India en 1982 con 83 víctimas, en Bangladesh con 405, y en Lingao, isla de Hanoi, en 1984, donde se presentaron más de 2000, que sumados a otros de China, llegaron a superar la cifra de 5000. Aparte de los casos registrados en Nigeria del 2001, el pueblo de Sanya en el sudeste asiático conoció un nuevo brote en 2011, aunque de menor intensidad: 10 casos.
¿Cómo entender y explicar este insólito síndrome tan cercano a la ficción? El autor de Geografía de la locura trae a cuento, entre muchas fuentes de investigación, un artículo de 1965 publicado por Pow Meng Yap (originario de Malasia y con título de medicina en Cambridge), titulado: “Koro: un síndrome cultural de despersonalización”, donde el autor malayo argumenta que los síndromes culturales dependen de pacientes que aprenden un conjunto de creencias particulares, y moldean tanto la forma como la incidencia de la enfermedad. Según él, para los chinos creer en la posibilidad del Koro no era anormal. Pues reposaba en raíces muy profundas y provenía de un sistema de creencias que se remontaba a miles de años atrás. Fue la primera vez que la psiquiatría occidental se tomaba en serio el asunto. Como señaló Yap, el hecho de que no fueran síndromes occidentales no significaba que no fuesen percibidos como reales.
El sutil peso de las narrativas
Para desentrañar este “síndrome de pánico ligado al adoctrinamiento cultural”, también consignado entre las “enfermedades psicogénicas”, Frank Bures teje una minuciosa y delicada trama en torno a cómo funcionan las historias en la mente colectiva, más allá de un encasillamiento socioeconómico o cultural. Historias que primero hacen algo posible, luego lo vuelven familiar y después real. A diferencia de la inteligencia artificial que falla a la hora del “razonamiento causal de sentido común”, los seres humanos necesitamos las historias para entender el mundo, encontrar relaciones de causa-efecto que ordenan el caos. Según Andrew Gordon, especialista en tecnología creativa citado por Bures, “no existe cultura que no narre historias. Llevamos la facultad de ser buenos narradores inscrita en los genes. Es una gran ventaja adaptativa, pues permite condensar información de varios individuos y compartirla con todo un grupo”. En otras palabras está aludiendo al concepto de “inconsciente narrativo”.
Al parecer nuestra supervivencia frente a grupos semejantes a nosotros en los albores de la humanidad se debió “a la capacidad de imaginar historias sobre el mundo que nos rodea: de crear mitos, leyendas, dioses y religiones que nos ayudasen a trabajar juntos, en tanto que grupos, para alcanzar los objetivos soñados”. Y muy importante: “La utilidad de la narración radica en la transmisión de la causalidad”. Al contar una historia, intentamos dotar de lo que Gordon llama “coherencia causal” a acontecimientos separados en el tiempo. Como si la relación causa-efecto nos permitiera entender el sentido de las cosas. La causalidad nos permite tejer historias. Toda historia contiene su propia respuesta a la pregunta ordenadora del caos por excelencia: ¿por qué?”
Horror vacui y otros síntomas de castración
Por más increíbles que nos parezcan los relatos de desaparición de penes, Frank Bures parece indicarnos el poder de las narrativas y su papel como “mapas del mundo”. En el caso específico, cómo la gente oyó historias del Koro, se las creyó, las temió y las sintió. “Todos nadamos en un océano de historias”, nos dice en una frase sugerente. Pero algo me sorprende de la investigación del autor: a la mejor en Occidente no hay un síndrome de Koro declarado pero vaya que hemos fabulado en torno a la amenaza de castración.
Por supuesto viene a mi mente la obra de Freud en torno al controvertido complejo de Edipo, pero también el cuadro de la cabeza cercenada de Medusa pintada por el gran Caravaggio y la brillante novela La muerte me da de Cristina Rivera-Garza con su asesina serial, coleccionista de miembros masculinos. O el mismo concepto de horror vacui con su tendencia a rellenarlo todo porque el vacío da escalofrío y vértigo existencial. Entonces pienso en un hallazgo con el que di en mi novela Cuerpo náufrago, cuando Antonia/Antón en su nueva condición de varón, tiene que aprender los rituales de la masculinidad. Como además de pene y nuez de Adán también le brotan barbas, decide cortarlas a la vieja usanza: toalla caliente y una navaja de destellos afilados. Desnud@ en el baño, mi protagonista ve con horror cómo por torpeza la navaja se desprende de su mano y cae con riesgo de cortar o mutilar una preciada parte de su nueva anatomía. El salto físico que da de manera instintiva para poner a salvo su reciente virilidad, le brinda otro verdaderamente epistemológico: la increíble vulnerabilidad de la genitalia masculina al ser externa… Por eso tal vez la reiterada necesidad de demostración del tamaño y de poder, lo mismo para ver “quién la tiene más grande”, que para demostrar al grupo tribal en las violaciones colectivas que “se es capaz”. Y es que ya lo decía la teórica Rita Laura Segato en su luminoso La guerra contra las mujeres: “los varones son las primeras víctimas del mandato de masculinidad”.
Todo un caso para la araña, para seguir desentrañando el mar de historias que se nos presenta ante anomalías que más bien son un atisbo a nuestra capacidad individual y colectiva para tejer redes de sentido, de arropar bajo un concepto cercano realidades que nos angustian y se nos salen de las manos.
Ana V. Clavel es escritora e investigadora. Ha obtenido diversos reconocimientos como el Premio Nacional de Cuento Gilberto Owen 1991 por su obra Amorosos de Atar y el Premio de Novela Corta Juan Rulfo 2005 de Radio Francia Internacional, por su obra Las violetas son flores del deseo (2007). Es autora de Territorio Lolita, Ensayo sobre las ninfas (2017), El amor es hambre (2015), El dibujante de sombras (2009) y Las ninfas a veces sonríen (2013) entre otros. Su Twitter es @anaclavel99
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Posted: March 13, 2019 at 11:46 pm