La crítica de arte en México. Cuando el futuro nos alcance
Miriam Mabel Martínez
La primera década del siglo XXI sucedió tan rápida como los cambios de los sistemas operativos de Apple: antes de que me percatara, mi computadora exigía el siguiente. ¿En qué momento pasé de Lion, a Leopard a IOS6.01? Diez años en los que ese futuro tecnológico planteó otra manera de concebir el mundo, sintonizándonos en “tiempo real” a todo el planeta. Un tiempo real plano, sin husos horarios. Un mundo global en el que la cultura, la moda, la música, la pobreza y la riqueza se suman a un fin común: consumir. Esta homogenización de búsqueda aflojó el desarrollo del acto creativo. El proceso se ha convertido en una acción demasiado lenta para las demandas de un público que siempre quiere más. La vieja idea, en albores del siglo XXI, de que “no hay nada más viejo que lo nuevo”, se ha convertido más que en una certeza, en el sentido sinsentido de la cotidianidad post-posmoderna.
Trato de encontrar mi lugar en este nuevo paradigma. No me hallo, me debato entre mi formación cronológica y mi cotidianidad temática. La realidad se ha rendido, ganó la esquizofrenia, así que una pastillita no me caerá mal. De cualquier manera, la vida sucede como si fuera ajena. Ya lo advierte Coca-Cola: hay que vivir la vida sin consecuencias.
“La vida loca”, prometida al inicio de los dosmiles, tuvo su primer encontronazo con la vida real el 11 de septiembre de 2001. Las Torres Gemelas se desplomaron en un ataque terrorista digno de las megaproducciones hollywoodenses, causando la envidia de James Cameron y perfeccionando la escena final de Fight Club (1999), de David Fincher. La tediosa “vida real” pasó la factura con IVA desglosado, para luego recuperarse del knout conectado por su rival la simulación. Pero aún faltan más rounds.
En primera fila observo la pelea, preguntándome ¿qué hago aquí?
De pronto, me entiendo en un futuro que no sólo me alcanzó, sino que me rebasó y, al mismo tiempo y paradójicamente, no es el imaginado. Así, persigo la nostalgia de un futuro retro con el que soñé y que se niega a cumplir –inspirado en la estética de Eero Aarnio–. No viajes a la luna ni guías intergalácticas ni autos voladores; en lugar de viajar a las estrellas, nos fugamos en tercera y cuarta dimensiones y jugamos a ser otros en las redes sociales. La posibilidad de guardar todo –hasta mis recuerdos– en el iCloud me hace un ser portátil y, en teoría, inmortal. La virtualidad, como la posibilidad de ser quien yo quiera (hasta yo misma) por tiempo indefinido y sin arrugas, me plantea otra manera de ser y estar. Aquí no ha pasado nada. Pero eso también es una ilusión.
El arte, como dijera Yves Michaud, se gasificó y ha permeado todo y a todos. La oferta define la demanda. The show must go on. Las reglas del juego cambiaron aniquilando lo ya ganado. No se trata de sumar, sino de competir, de aprovechar la debilidad ajena –que no las ventajas– y desperdiciar las fortalezas. Aprovechar la desventaja del otro es la manera “inteligente” de posicionarse. Generar necesidades para producir objetos cuya función es darnos identidad. No se trata de construir el futuro; no hay tiempo, así que la solución más rápida y eficaz es arrebatar y exigir la bonanza que todos estamos obligados a gozar. La democratización del confort ha generado inconformes wannabíes, buscadores de éxito y frustrados de clóset. Disfrutar lo que se tiene ha pasado de moda, es una postura mediocre: los chicos de hoy aspiran.
En este futuro, que ya es pasado, añoro la diversidad de publicaciones impresas, la ilusión del pre-boom fallido del internet, la variedad de suplementos culturales, la aparición de voces en el hacer y registro de la cotidianidad de la cultura y su coexistencia con otras más consolidadas. Y no es que no existan opciones: así como han cerrado proyectos, se han estrenado otros, pero la homogenización –esa evidente en los escaparates de las tiendas y en los outfits uniformados– también atacó a la cultura. No sólo los grandes museos parecen tener la misma misión y visión, sino que presentan –en un acto democrático– las mismas exposiciones. Los diseños editoriales son similares. El graffiti parece una sola marca. Los bestsellers del arte marcan la pauta internacional.
El ejercicio de la contemplación enfrenta, desde hace ya tiempo, una crisis. Algunos se sienten a gusto en esta comodidad contemplativa y maniquea que ha generado una crítica subjetiva y emocional basada más en el gusto y del capricho que en el argumento. Las empatías ideológica y estética son un hecho y no deberían afectar a la crítica, sino promoverla. El prejuicio como método: si no me gusta –o no le entiendo– es basura, si me agrada –y soy capaz de descifrarla– es una obra maestra. Ambas posturas están cerradas a la búsqueda, al cuestionamiento, al matiz. Entre “el no me gusta y el sí” se despliega una variedad de posibilidades que plantean otras maneras de ver el mundo y de cuestionar el arte. En este sentido, aunque pudiera marcar “agenda”, la columna de arte de Blanca González, en el semanario Proceso, resulta anticuada y resentida. Pudiendo tener razón en algunos cuestionamientos, su planteamiento es tan visceral, tan desde el enojo, que debilita su posición; más que el desarrollo de un argumento es la imposición de una mirada criticona de los efectos “políticos” de una propuesta, una exhibición o un artista. Algo parecido, pero desde otro ángulo, sucede con Cuauhtémoc Medina, quien nos hace el favor al “público en general”, al convidarnos de su sabiduría en su colaboración en el periódico Reforma. Con gustos diferentes, ambos coinciden en que el arte es un hecho político. Para Medina, en cuanto a tema y tratamiento, por algo hace sociología del arte; para González continuación de una afiliación política. Para ambos, la estética está fuera de la ecuación (uno niega su significado coloquial y el otro el filosófico), no importa la obra ni el proceso ni la propuesta, sólo el hecho, perdiendo de vista que el goce estético está implícito y que es, al fin de cuentas lo que atrapa no sólo a una emoción (aunque, también se vale), sino también a un concepto y a una reflexión. El espectador también puede conmoverse por una idea.
La visión de Avelina Lésper, colaboradora de Milenio Diario generaliza y niega al arte contemporáneo; si bien hay charlatanes, como en todas las áreas humanas, existen propuestas valiosísimas que no considera (dónde deja la segunda mitad del siglo XX, qué de Joseph Beuys, de Fluxus, de Donald Judd, de Cy Twombly, de los conceptualistas, de los minimalistas, de los artistas povera… o creadores más jóvenes como Olafur Eliasson). Lésper entiende el acto creativo únicamente como un efecto del mercado, pero un bestseller no es automáticamente basura (El nombre de la Rosa, de Humberto es un ejemplo, la obra de Lucian Freud, también). La calidad y la propuesta inteligente no están peleadas con una producción más compleja, y digamos, menos manual (qué es el cine); tener una idea y proyectarla es un talento. La mejor cámara no hace a su usuario un gran artista, ni el instagram nos convierte en fotógrafos ni “rebaja” al artista. La lectura de Avelina se limita una lectura descontextualizada del arte, le borra toda su interacción con la vida. A ella también se le olvida el arte. Niega el quehacer artístico y su desarrollo como una respuesta a la problematización del mismo quehacer: ese es el legado de Leonardo Da Vinci, de Veermer, de Turner, de Mondrian… Su postura es tan cerrada y conservadora que niega la parte lúdica, experimental, filosófica y reflexiva del arte; pero su visión es parte de la diversidad, aunque no contribuye a ampliarle las posibilidades del espectador de a pie. Pero, qué se puede esperar de alguien que afirma que “el readymade no es creación”. Para esta clase de escéptico con iniciativa está la lectura del libro Why your five year old could not have done that, de Susan Hodge; así como a los devotos ortodoxos del concepto no les vendría mal una relectura de los escritos de Piet Mondrian, como Realidad natural y realidad abstracta. Lo cierto es que es desconexión entre crítico y artista pareciera un lugar común, tal vez lo es, pero también es una certeza triste, tal como lo transmite Julio Cortázar en su cuento El Perseguidor, en el que su personaje el músico Johnny Carter le reclama a su biógrafo, Bruno, que en su libro “le falta el vestido rojo Lan”.
A diferencia, Magali Tercero (colaboradora de Arteven.com y del suplemento Laberinto de Milenio Diario, entre otros) se ha ido definiendo como “una cronista del arte” que enamora al lector invitándolo a mirar, a descifrar, retándolo a contemplar sin prejuicios. De una forma más intelectual, aunque enfocada a un lector más exigente, María Minera, en la revista Letras Libres, plantea una forma inteligente y documentada de observar, que es más un reflejo y consecuencia de la época, un entendimiento de la estética relacional como una forma de creación y, parafraseando a John Berger, de ver.
La democratización del arte ha derivado en la piratería del arte. Ante la mala educación de la mirada, la falta de espacios de reflexión más accesibles, la agonía de los impresos, la extinción de suplementos culturales, la transformación editorial en una guía de “estilo de vida”, aparecen publicaciones gratuitas de barrio para “gente como uno”, además de revistas electrónicas con voces más audaces y pequeñas casas editoras que promueven esa otra forma de hacer libros inspirada en Ulises Carrión, convidándonos de estrategias distintas y presentando a otros autores. Estas posibilidades resultan un alivio frente a las publicaciones que para sobrevivir deben hipotecar su ADN a la publicidad, ya no importa la circulación ni los seguidores, sino el valor de una página o de un banner, el papel es un lujo y como tal deben transformarse en escaparates elegantes, aunque nadie los vea, al fin y al cabo todo se trata no de fe sino de simulación. Una vez más el lector, el espectador o el cliente son lo de menos. Se trata de publicar textos bonitos con fotos bonitas sobre temas bonitos en un papel bonito diseñado bonitamente. El arte ya está en todas partes (dice Yves Michaud que hasta los cadáveres son bellos), esta situación no está bien ni está mal, es; y las reflexiones antropológicas y sociológicas alrededor nos plantean nuevas incógnitas. Es esa comunidad ilusoria de la que habla Mark Augé. Sin embargo, esta actitud limita el campo de acción, la diversidad se encoje (tal como la percepción del mundo) y las opciones simulan ser muchas, pero sólo es eso: una simulación. Se ha marginado al espectador, que ciudadano de la era diletante, se asume sibarita, culto y trendy; esta figura, paradójicamente, sirve de disfraz del extremista de ocasión. Y una vez más: ¿dónde queda el arte?
Pero dicha mirada “política” no es exclusiva de los “críticos” y escribanos del arte, es compartida por curadores; de pronto, pareciera que en un afán historicista por analizar cualquier cosa, la vertiente política se hubiera impuesto sobre otra perspectiva. Sol Henaro opina que todo arte es político, personalmente creo que la mirada es la politizada o la filosófica o la estética. Si todo arte es político, su diversidad queda limitada, por lo que este enfoque resulta arbitrario. La obra de Francis Alÿs puede tener una lectura política, pero no por ello es buena, lo es porque propuesta artística en sí es sólida y creativa en su planteamiento formal, conceptual y estético; aunque no trabaje géneros tradicionales es un retrato de los usos y costumbres actuales, un documento antropológico, así como la obra de Juan Iván González de León es una lectura estética de la intelectualidad del dibujo, es una ventana para entenderlo como un línea del pensamiento o como la literatura es otra manera de leer la historia.
Entender nuestro presente siempre será un reto. La nostalgia por el pasado, la urgencia por el futuro impiden ver a los contemporáneos de frente. Sin embargo, una vez que nos percatamos de que el futuro nos ha alcanzado, la prisa disminuye y la necesidad de entender el pasado inmediato nos invita a la revisión. Quizá por ello en esta primera década del siglo XXI destacan ejercicios revisionistas como la exposición México 70, curada por Erik Castillo y Antonio Calera Grobet, que se presentó, en 2005, en la Casa del Lago; La era de la discrepancia. Arte y cultura visual 1968-1997, curada por Oliver Debroise, Cuauhtémoc Medina y Teratoma A.C, que se presentara en 2007 en el MUCA UNAM; Perder la forma humana. Una imagen sísmica de los años ochenta en América Latina, que se exhibe recientemente (26 octubre 2012-11 de marzo 2013) en el Museo Reina Sofía, fue curada por Red de Conceptualismos del Sur (Sol Henaro se encargó del capítulo de México). Estas “revisiones” son un vistazo a un espectro que debido a la homogenización de pensamiento crítico, dejan fuera a buena parte de artistas que no cumplen con los requisitos exigidos por los curadores al mando; en este sentido, ellos toman el protagonismo, su gran pieza es la exposición, y el espectador acude a ver no la obra de ciertos artistas, sino el concepto de un curador; como cuando uno lee una antología: la atracción es conocer el mundo secreto del antologador. Sin duda, estas colectivas muestran un hecho: la tónica dominante es que el arte importa ya como un fenómeno sociopolíticoeconómicoculturalantropológico, no como una expresión o una apuesta estética, ya no importa lo que se genere, la lupa está en cómo se ve detrás del microscopio.
• Este texto es la continuación de un ensayo escrito en 2005, “Apuntes para enfrentar el destino”. Ambos formarán parte del ebook Apuntes para enfrentar el destino, de próxima aparición en Editorial Ink.
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Posted: March 9, 2014 at 4:31 pm
Comparto mucho de lo evaluado por la autora, dando cuenta de algunas miserias y algunas posibilidades para el discurso crítico de la cultura y el arte; las instituciones que le cobijan (asfixian) y el arreglo de cuentas con algunas figuras mesiánicas protofascistas que alientan la cólera popular y la risa “populista” ante todo, válido o no, que requiera el mínimo esfuerzo interpretativo, quebrantando el derecho a la sagrada pereza intelectual del hombre “razonable”.