Recordando a Huberto Batis
Martha Bátiz Zuk
No sé cuántas veces he escrito y borrado oraciones para abrir este texto, no encuentro cómo darle forma a las ideas y al dolor que se me enredan en pecho y mente. Pasé casi la noche entera en vela repasando imágenes y recuerdos, incrédula, pasmada. Huberto Bátiz Martínez, el temible y entrañable Huberto Batis, maestro, editor, mentor, conjurador de las letras mexicanas y, para mí, tío maravilloso, ha muerto. Y pienso cuántas veces me ha tocado enterarme así, a la distancia, de la muerte de la gente que más he querido y me ha formado: Alí Chumacero, Carlos Montemayor, Daniel Sada, René Avilés Fabila, mi propia madre y, ahora, Huberto. Irse del país de uno es difícil, estar lejos duele pero, en momentos como este, la crueldad se antoja infinita, porque quisiera estar en la Ciudad de México abrazando a mi querida Patricia, compañera de vida de Huberto y mujer espléndida, a mi prima Mercedes, a todos los hijos y amigos de Huberto, y en lugar de eso estoy a kilómetros de distancia y sin posibilidad de sentirme acompañada en mi dolor ni de acompañarlos a ellos, a los que nos quedamos y sabemos que el vacío que deja este gigante es imposible de llenar.
A Huberto lo conocí a mis veintidós años. Llegué a su oficina del unomásuno con una amiga que colaboraba en la sección de Ciudad porque había escrito un artículo quejándome de la terrible costumbre del NRDA de tantos sitios, que servía para ser racista y discriminar a quienes no fueran güeritos o tuvieran muchísimo dinero. Estaba furiosa porque a una amiga muy querida no la habían dejado entrar conmigo a un club de moda y quería exhibir la práctica como lo que era: una mierda socialmente aceptada pero inaceptable. No sabía que Huberto fuera mi tío, pues publicaba su apellido con “s” y el mío va con “z”, pero al verme ahí se emocionó y me dijo que el suyo también era oficialmente con “z” y que mi padre y él eran primos segundos. Leyó mi texto, me dijo “sale mañana”, y me pidió que le entregara uno cada martes, no sin antes avisarme que mi nombre aparecería como Martha Zuk porque no quería que nadie creyera que me ofrecía el espacio por nepotismo. “Escribes muy bien”, me dijo, y yo salí de ahí sintiéndome soñada, perpleja, agradecidísima y muerta de miedo. ¿De qué iba a escribir cada semana? ¿Qué podía decir yo, burguesita de 22 años, que pudiera ser de interés en un diario de circulación nacional? Pues resultó que NRDA, como se llamó mi primera colaboración, que apareció el 15 de abril de 1993, tuvo mucha resonancia (sobre todo porque la crítica venía de una burguesita que no solía ser discriminada), y durante seis años nunca me faltó qué decir y aprendí a hacerlo cada vez mejor gracias a Huberto, que me animaba a ser insolente (¿más? Por Dios, si era yo insoportable y ahora me avergüenzo cuando lo recuerdo), a decir las cosas sin filtro, a sentirme libre.
Así, de la mano me llevó al Diván de Sábado y me tomó hermosas fotos (en las que quedó registrada una de las épocas más felices de mi vida), publicó mis cuentos (y hasta un par de poemas de los que me deslindo) y, con la generosidad que lo caracterizó siempre, me hizo crecer como persona y escritora. Cómo olvidar las visitas de los viernes a su oficina en el periódico para encontrarme ahí con otros colaboradores que pasaban a saludarlo —gente fantástica e increíblemente talentosa a la que admiro tanto— a llevarle regalos. Algún licor exótico que bebíamos todos de la misma taza, un pastel que cortábamos con pluma y servíamos sobre pañuelos desechables, libros, souvenirs, a esa oficina llegaba de todo. Una vez alguien le llevó un pez beta y Huberto me lo mostró diciendo “mira, ¡es un asesino!” y desde que tengo un pececito azulado habitando mi cocina he pensado en Huberto todos los días y su voz hace eco: “¡es un asesino!”, todo porque si uno los pone con otro igual luchan a muerte. Hoy, ver a ese asesino diminuto me hizo soltar lágrimas. Ay, Huberto, solo tú podías decir esas cosas y dejármelas así, grabadas para siempre con el volcán de tu voz.
Gracias a Huberto pude terminar mi licenciatura en la UNAM. Cuando un par de profesores rencorosos quisieron bloquearme el proceso de titulación, fue la protección de Huberto lo que mágicamente desatoró mi trámite. Fungió como mi sinodal pero estaba ahí en calidad de guardaespaldas, porque sabía que me encontraba en territorio enemigo (salvo por mi asesora de tesis, Raquel Serur, que siempre me apoyó). Gracias a él y su respaldo para cerrar mi ciclo en el Sistema de Universidad Abierta de la FFyL, pude hacer estudios de maestría y luego doctorado en letras en la Universidad de Toronto. Mi vida en Canadá es lo que es gracias a él. Se dice fácil, pero definió mi rumbo para siempre. Así eras, Huberto, gigante generoso que me ayudó a volar y me defendió de los monstruos.
En sus últimos años, Huberto tuvo que enfrentar demasiadas batallas. Primero, la forma tan majadera en que Manuel Alonso, tras comprar el unomásuno, manoseó el suplemento Sábado hasta volverlo irreconocible y dárselo a Mauricio Montiel primero, y luego a Noé Cárdenas y Alberto Arriaga para que lo terminaran de destruir. Luego, la valiente Catalina Miranda se dio a la tarea de rescatar el trabajo literario y periodístico de Huberto creando, contra viento y marea, su Editorial Ariadna, y dándonos espacio en ella a varios (ex) colaboradores, por lo cual fue víctima de burlas por parte de imitadores de Sábado que habían abierto una especie de Desolladero en otro diario y hablaban mal de su esfuerzo. Y en la UNAM, por problemas administrativos injustificables (la burocracia universitaria, bestia real de diez mil cabezas vacías pero feroces), Huberto no pudo tramitar una jubilación que le permitiera vivir con dignidad antes de verse obligado a dar clases hasta en silla de ruedas y aquejado por problemas serios de salud. Honestamente, México es un país infame, ingrato con sus viejos lobos de mar. Se les trata con indiferencia en el mejor de los casos y con desprecio en el peor, como sucedió con Huberto, que no pudo editar los últimos dos suplementos de Sábado que celebrarían, como él quería, sus 25 años. ¡Veinticinco años! Son 9,125 días en total, de los cuales Huberto solo se tomó libres, precisamente, los sábados, porque los domingos volvía con disciplina militar para revisar las columnas y artículos que verían la luz los lunes. Enfermo, triste, como estuviera, no faltaba a su deber. Todo para que al final le faltaran al respeto con tanta impunidad. Yo salí del unomásuno furiosa y cada vez que me acuerdo de lo que pasó, o que releo el artículo que escribí al respecto para la revista El Búho en 2003, vuelvo a enojarme. Ahora esa misma gente que se alegró de que perdiera su poder y sus espacios va a estar dedicándole homenajes. Como diría Huberto, son unos cretinos. Ellos saben quiénes son y yo también. Les mando una mentada de madre sincera y directa, tal como Huberto hubiera querido.
Huberto Bátis era un hombre adelantado a su tiempo. Fueron su talento y su franqueza un arma de dos filos: por un lado, lo definieron como parteaguas para el periodismo y las letras mexicanas de la segunda mitad del siglo XX y, por otro, le forjaron enemistades que luego le cobraron caro el éxito (como siempre, como a todos los que no se andan con hipocresías en nuestro país). Pero él se mantuvo incólume, indiferente a lo que primero eran rivalidades y luego ataques, fiel a sí mismo, como me enseñó también a ser. Hoy te lloro desde Toronto, querido Huberto. Gracias por todo, gracias por tanto. Estarás ahora en un lugar mejor, contándole tus anécdotas a un público nuevo, vivo todavía porque así permaneces en la memoria y corazón de todos los que te quisimos y admiramos, de todos los que tuvimos el privilegio de estar cerca de ti, de saber que debajo del caparazón habitaba un alma capaz de increíble dulzura. Te llevo siempre conmigo: tus enseñanzas informan mi diario andar, me han templado. Un beso hasta el cielo, adorado Huberto. Nos volveremos a abrazar.
Martha Bátiz es escritora y ha ganado varios premios internacionales, entre ellos el Miguel de Unamuno de Salamanca, España, por su cuento La primera taza de café. Su primera colección de cuentos se titula A todos los voy a matar (Ed. Castillo, 2000); ha publicado la novela Boca de lobo, que fue premiada en el certamen internacional Casa de Teatro de Santo Domingo, y publicada bajo el sello de León Jimenes. Posteriormente fue publicada por el Instituto Mexiquense de Cultura (2008) junto con una versión al inglés bajo el sello de Exile Editions (2009). Martha es doctora el literatura latinoamericana, traductora profesional y fundadora del programa de escritura creativa en español que se ofrece en la Universidad de Toronto. Su Twitter @mbatiz
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Posted: August 23, 2018 at 10:55 pm
Muy buen texto Martha. Yo también colaboré en el unomásuno y en Sábado durante casi 10 años. Saludos