42 a la sombra
Gerardo de la Cruz
Cuarenta y dos grados a la sombra, advirtieron en la radio. Posiblemente más, casi improbable que menos; pero el licenciado Rivera ya estaba acostumbrado, venía del sur, allá donde la cosa de veras se pone tan densa que ni desnudo se aguanta el mediodía.
Escuchó la noticia mientras se preparaba, pero le dio poca importancia y prosiguió con su arreglo personal. No fue necesario recurrir al espejo para anudarse la corbata, que en un parpadeo colgaba como una sentencia al cuello, como su mano al asidero del colectivo, aunque fue antes de abordarlo que experimentó el primer síntoma, una comezón insoportable que lo asaltó con la ropa húmeda pegada al cuerpo como papel matamoscas, mientras gruesas gotas de sudor resbalaban desde la coronilla hasta el mentón, quemando en su trayecto moroso la frente para confluir en el entrecejo y deslizarse luego hasta la punta de la nariz para empapar, por fuerza de gravedad, unos bigotes chorreantes.
Tampoco fue en el trayecto de estación Chabacano a San Antonio Abad cuando la situación agudizó. Fue después, cuando el Metro ya se había atiborrado de gente y el licenciado Rivera trataba de arquear el cuerpo para no aplastar a una anciana diminuta que rumiaba blasfemias y plegarias ininteligibles, mordisqueando sus dientes postizos, parapetada entre dos enormes bolsas repletas de rábanos y cebollas. Rivera enfrentó la situación resignado, al rato se ocuparía, total, venía del sur, donde las cosas de veras se ponen feas, en cambio aquí, ja, quién le cree al calor en estas épocas del año. Quiso tragar saliva como para demostrarse la insignificancia del bochorno; pero su garganta sabía a cañería oxidada y su lengua era una especie de lija absorbente.
Se secó los cachetes mofletudos y su mano se hundió en una masa espesa. Los cuarenta y tantos a la sombra, algo más o menos, anunciados en la radio comenzaban a surtir efecto. Lo sabía. Tal vez si resistía hasta la próxima estación podría evitar lo que eventualmente sucedería, pero ya se sabe que lo que ha de suceder, sucede, porque después, poquito tiempo después, vendrían los sudores infamantes y el peso insólito del saco sobre sus hombros, cierto cosquilleo insoportable en las plantas de los pies asándose como chuletas a la plancha, sin poder alcanzar la salida en ese brevísimo escape a los artificiales cuarenta o treinta y nueve grados.
Ya podía ver cómo las puertas del vagón se cerraban tras un aviso que pareció durar entre nada y una eternidad, adiós Pino Suárez, mientras la anciana diminuta comenzaba a crecer y crecer como los guisantes de Juanito el del cuento y ya no era la adorable ancianita de los bultos sino un monstruo gigante y rugoso, mientras Rivera, entre con permiso, señores, con permiso, permisito, insistía en vano abrirse paso entre la gente apiñada una contra la otra, en la siguiente me bajo, sin que nadie lo escuchara tal vez porque en realidad no articulaba cuando creía decir algo. Poco importaba que viniera del sur o de Alaska con este calor del infierno, cuando ya es demasiado tarde para que alguien le abra espacio, aunque no tanto para que ese alguien recoja su saco y la corbata del piso, tal vez el vivo que sustrae la cartera de la dama del traje sastre, o la anciana rumiante que arrastra fatigosamente sus triques sobre la acuosa humanidad del maltrecho Rivera, hecho nada más que una gelatina aguada sobre el vagón, un viscoso charco de un algo inconsistente que cala hasta la suela del zapato y se adhiere a los negros bultos de rábanos y cebollas de una anciana diminuta que ocupa su asiento reservado. El vagón, al fin, se ha desocupado.
Gerardo de la Cruz (Ciudad de México, 1974) estudió Lengua y Literatura Hispánicas en la UNAM y Creación Literaria en la Escuela de Escritores de la Sogem. Es escritor y editor. Fue becario del Centro Mexicano de Escritores y del Programa Jóvenes Creadores del Fonca. Recientemente ha colaborado en las revistas Correo del Maestro, La palabra y el hombre y el suplemento El Cultural, de La Razón. Entre sus libros recientes figuran las novelas La inacabada vida y obra de J. Chirgo (Terracota, 2015) y El capitán implacable (Alfaguara Juvenil, 2018). Su Twitter es @gdelacrux
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Posted: June 28, 2020 at 3:03 pm