Fiction
Persistencia de la memoria
COLUMN/COLUMNA

Persistencia de la memoria

Miguel Cane

¿Y qué pasó entonces?

Nada. No me acuerdo. Estamos otra vez en el momento que comienza. Dime, ¿qué pasa ahí?

Alguien que pega en la ventana del coche. ¿Quién? Rodrigo. Él pega en la ventanilla. ¿Y qué más? No puedo abrirle. ¿Por qué? No puedo. Están bloqueados los seguros y no puedo abrir la puerta. Rodrigo pega en la ventana, con toda la mano, la mano abierta, y no… no quiero ver.

Ve. Dime, ¿qué más pasa? Afuera hay un zapato. Es de Estefanía. Se le cayó. ¿Por qué no puedes abrir? Es un seguro automático. Solo apretando un botón en las llaves se abre.

¿Quién tiene las llaves?

Brenda. Rodrigo está afuera. Brenda tiene las llaves. ¿Por qué? ¿Por qué está afuera? ¿Dónde está Estefanía? No sé. Luciano, ¿dónde está Estefanía? Rodrigo deja de pegar en la ventana. Ya no lo puedo ver.

¿Qué pasa entonces? No sé. No me acuerdo. No quiero ver.

PARTE 1

Se está haciendo tarde

Estefanía dice: Se está haciendo tarde.

No termina, no sé si va a agregar algo: mejor nos regresamos o paremos aquí, ¿traen un mapa? Algo. Hace rato que llueve, cada vez más fuerte, y no pasan más coches por esta carretera. Estamos perdidos, aunque nadie se atreve a decirlo. Es la primera vez que alguien habla desde que salimos de la fiesta. Estamos alterados, hemos bebido. No mucho, o tal vez mucho, no sé, no me acuerdo. Todo está oscuro; solo oímos la radio y la lluvia en el toldo.

Brenda ya no llora. Sí, es tarde. Se hizo tarde desde que estábamos en la mesa, con los otros invitados al banquete de bodas de Andrea y Diego. Casi la una, según mi reloj. No hay, no hubo, una advertencia; algo que nos dijera agárrense porque va a dolerles como nada les ha dolido nunca antes en su vida. Pero no lo sabemos entonces. Ninguno habla, solo hay música y golpes de lluvia hasta que Estefanía mira por la ventanilla a la oscuridad ominosa de árboles y terrenos que se vuelven insustanciales en la tormenta, un vacío disuelto en la noche.

No quise mirar a Brenda entonces; sin verla la imaginé con la cara rota, aunque vuelta a pegar ferozmente con maquillaje. No quise ver tampoco a Rodrigo. No me atreví. Ahora solo puedo imaginármelos, solo puedo tratar de adivinar la expresión en sus rostros iluminados por las luces del coche que llega a golpearnos por detrás, como salido de la nada, unos segundos antes del ataque.

Sábado en la mañana, al borde de la primavera: el auto es rojo, recién lavado y encerado por su dueño, Rodrigo, que viste traje de lino claro, corbata de seda y lentes oscuros aunque todavía no sean las nueve; casi no hay sol todavía. Toca el claxon tres veces afuera de la casa donde Luciano Reed espera desde hace rato en su habitación, aunque finja —para nadie en especial, está solo— que no. Lo oye, se demora un poco. Se descubre haciéndolo adrede. Todo le provoca una sensación rara en el estómago, que no es del todo desconocida, de hecho es casi placentera. Otro bocinazo y Luciano mira de reojo su reflejo. Anuda de nuevo la corbata, revisa sus zapatos. No hay manchas; lleva el cabello todavía húmedo, aunque ya no mucho. Huele a rosas y albahaca. Su padre le diría van con cuidado, no corran en la carretera. Su madre diría, antes de besarlo, te ves muy guapo, hijo. Conoce a su gente. Sabe de memoria sus frases y gestos. Así sería, pero se despiertan tarde los sábados, no lo verán despedirse; Alma, su hermana menor, también duerme. La oyó llegar hace unas horas (qué ligero es el sueño, piensa, cuando estás ansioso por algo, aunque en el fondo no sepas por qué. Hoy es un día lleno de mañana); el bolso sobre el sofá, arrojado con descuido, la delata. Luciano toma el teléfono celular del cargador y lo deja resbalar cómodo y silencioso en su bolsillo. Ahí estará todavía en la madrugada, cuando mañana sea hoy, y hoy, ayer.

Brenda está concentrada en maquillarse cuando él sube al coche, se inclina entre los asientos y la besa en la mejilla; dice mmm qué elegante, Luciano. Acto seguido vuelve al rímel que aplica con destreza, como esgrimista, mientras Rodrigo arranca y al mismo tiempo le ofrece una sonrisa y extiende su mano derecha sin volverse del todo, tiene los ojos fijos en salir de la calle, una privada en semicírculo.

—Quihubo, Lucifer. ¿Te caíste de la cama? Luciano ríe, espera que no noten que casi no durmió. —No, estoy listo hace rato. —Bueno. Pues ahora dime por dónde queda la casa de tu amiga.

Luciano da las instrucciones más rápidas para llegar a casa de Estefanía y luego mira en silencio a su vecindario que despierta, desperezándose bajo el pálido sol. Imagina a niños que viven en las casas que rápido dejan atrás, cómo se escabullen de sus recámaras; encienden la televisión mientras sus padres tratan de postergar, aunque sea por unos minutos, el fin de semana que se cierne sobre ellos. Son muchas casas, deben ser muchos niños; algunos serán hijos de otros niños que conoció cuando él mismo era niño y a otros nunca los ha visto, solo adivina su existencia; supone que hay en patios bardeados triciclos y columpios, toboganes y armas cósmicas; todo juego abandonado a esta hora pero listo para ser recuperado, para reanudar las carreras suspendidas, guerras cósmicas, arrullos.

Queda mucha luz natural para jugar.

Estefanía dice: ¿Ahí está esta gente?

Estuvo esperándola casi diez minutos frente a la reja. Le pareció chocante, sobre todo porque ella tardó en salir más que él, como siempre, y cuando aparece lo hace como actriz en escena: lleva un traje sastre corto en rosa escarchado —lo compró una tarde que Luciano estuvo sentado casi dos horas afuera del probador, acompañado de un libro, mirándola salir con múltiples atuendos distintos: puede ser, para nada y/o de cuál fumaste son las frases que le dice, mientras ella asiente, da vueltas frente al espejo y como flexión muscular sigue otro cambio. La empleada en turno sonríe, solícita: ay, señora, qué paciente es su marido y Estefanía, entre divertida y (¿será?) exasperada, dice ¿quién? Este no es mi marido. Pues tiene buen gusto. Sí, concede ella y entonces le sonríe cómplice, eso es cierto—. Esta mañana está imposiblemente rubia, radiante en su traje con botonadura de perla, muy Jackie Kennedy en Dallas, noviembre del ’63, bolso Vuitton Murakami, zapatos pretty-in-pink a juego con el conjunto; lo mira y hace adecuada pausa dramática.

—¿Ahí está ya esta gente? Estefanía lleva lentes oscuros, igual que Brenda y Rodrigo, aunque los suyos son de Gucci y descomunales. Todo mundo los usa en días como ese (excepto él; miopía). La besa y encuentra que ella huele a un perfume que no alcanza a distinguir, viciado como está de su propio aroma (Rodrigo abrió un poco su ventanilla cuando pasaron por él. Casi no se dio cuenta y de hecho, no se ofendió. Así lo dijo antes: No, no me ofendí).

—Son mis amigos, Estefi. —Espera que no oigan mientras ella cruza la reja; los alcanza a ver de lejos. Bren- da ya terminó de maquillarse, algo dice a Rodrigo y él no responde, solo tiene las manos en el volante, no la mira.

Estefanía no luce exagerada, pero él anticipa, no sin temor y orgullo, el efecto (bocas abiertas, conversaciones desbalagadas, ojos pegados a ella) que causará cuando aparezcan en la boda. —Mis amigos. —Ay, no mames, Lux. ¿Los conoces hace qué? ¿Dos meses, tres?, ¿y ya son tus amigos? Please, por favor. Dales un tiempo y sabrás si de veras son tus amigos o igual se esfuman y no los vuelves a ver en la vida.

—¿Por qué? —Tratarlos un rato y ya ser tus amigos. No cambias. Entregándote a cualquiera como perrito callejero. Espera a conocerlos y, sobre todo, que te conozcan, Lux.

¿Hacía cuánto eran amigos?

¿Quiénes? Estefanía y tú. No me acuerdo. Mucho. Años. Diez, doce. Más. Toda mi vida.

A Estefanía la vi por primera vez en la sala de espera de un ortodoncista al que iba de niño. Era imposible el no notar su presencia: era una niña preciosa, de cabello largo y ojos de todos los colores, lo mismo grises, que verdes o cafés. Lo curioso, lo que de verdad aún ahora no consigo explicarme por qué, es que fue ella la que me habló a mí, porque yo nunca lo habría hecho.

—Oye, tú, ¿qué estás leyendo, eh? Había otros pacientes, adultos y chicos por igual, que la miraban y se les caía la baba. No mucho, pero sí, aun desde los diez, once años, Estefanía podía moverse solo un poco y captar miradas, hacer que la siguieran con los ojos, acaso despertaba los primeros chisporroteos de un vago deseo que podría a la larga prender una antorcha, un incendio forestal.

—Este… mmm… Drácula. —¡Guau! ¡Qué súper! A mí me encantan los vampiros. Igual y si Rodrigo no hubiera llevado lentes oscuros al saludarla, yo podría darme cuenta de que la veía así, como hace la demás gente. Brenda también. O ella quizá la vería de un modo distinto. A lo mejor ellos dos empezaron a pelear entonces, aunque no lo sé. A lo mejor ellas se odia- ron desde ese momento, por instinto, pero tampoco sé. Lo cierto es que Brenda y Rodrigo peleaban mucho, incluso sin abrir la boca para decirse cosas, era imposible saberlo si no los conocías bien… solo se notaba al prestar atención.

Así alcanzo a sentirlo mientras Estefanía sube al coche, se desliza en el asiento, dice hola, como cuando me habló la primera vez. Ella me eligió a mí de amigo, así como yo a ellos (o no, la verdad es que Brenda me escogió a mí desde que nos sentamos juntos. Es por la amistad de otros hombres que yo debo esforzarme, luchar) en otra fiesta. Así funciona siempre, en fiestas, en paseos, en la escuela, en la oficina, desde tiempos muy antiguos… unos nos acercamos a otros que nos atraen por alguna razón, aún si es inexplicable, es por algo que dicen o hacen. Así apartándonos de algunos más que no nos gustan como aquellos a los que nos acercamos. De hecho, a los que no nos atraen, los evitamos, no contestamos sus llamadas, a veces nos vemos forzados por ellos mismos a despreciarlos abiertamente (en buena onda ya no me llames) mientras nosotros cortejamos, deseamos, y si batallamos lo suficiente, obtenemos la atención de otros que deseamos hacer que nos quieran, aun si esos seres perfectos que nos atraen no nos van a querer como nosotros a ellos, y finalmente acabarán por hacernos polvo, de modo humillante — como nosotros a los que no quisimos—, en un futuro, las más de las veces no muy lejano. Viéndolo de este modo, es como formar una especie de círculo imperfecto, cadena de afectos correspondidos, bien y mal; y a veces no correspondidos para nada; otras, fracturados, averiados, peligrosos.

Nunca lo sabes, o lo sabes cuando ya es tarde, la herida se lacra y, ennegrecida, supura. Estefanía me eligió a mí a los once años solo porque yo estaba ahí sentado leyendo Drácula y le caí en gracia. Ella me habló y no viceversa. No tuvo que esforzarse mucho para ganarse mi confianza y hacer que la quisiera.

Estefanía dice: Perdón, ¿puedo fumar?

Rodrigo dice que ahí tiene un cenicero. Brenda no habla. Luciano solo observa, supone que es un privilegio que él le permita encender un cigarro en su coche, no ha visto que alguien fume ahí antes. Mira afuera. Pronto estarán ya en la autopista. Son, según dijo Andrea, alrededor de tres horas de camino para llegar al lugar de la boda, que está anunciada para la una de la tarde en la invitación. Llegarán con tiempo de sobra. Es entonces que, con disimulo, ve cómo Rodrigo la mira por el espejo retrovisor (la mira a ella, pero ella no alcanza a verlo a él, no aparece en su campo de visión), es algo breve, furtivo. Como beso robado —un aletear en sus labios, en su lengua, entre sus dientes, tan efímero como la llama que se acerca a la punta del mentolado de Estefanía.

—¿No es muy temprano para eso, tú? Ella lo mira, retiene y exhala. —Es que no desayuné, reverenda madre. Brenda ríe y ambas se miran, cómplices. Código femenino. Luciano rápido entra en acción, no deja que se note cómo le afectan las risas, incluso suma la suya. Siente algo que palpita de pronto, sube del estómago y luego cae otra vez, tan rápido que no sabe qué fue. No está asustado, aunque está al borde de algo, ¿qué? No lo anticipa. No temerá. Ya pasó por los ataques de pánico y por el torpe, ansioso, trastabillar hacia el éxtasis, solo en su cama, durante varios años. Mientras lo piensa, recuerda sus manos de adolescente que anidaban entre sus piernas. Pánico o peligro. Piensa y acaso recuerda, aunque quisiera evitarlo, mientras Rodrigo enciende su estéreo y pone música. Empiezan en armonía la música y el silencio, que no resulta incómodo (eso será hasta mucho después) sino tímido, como surge entre extraños bien educados que se encuentran confinados a un espacio reducido; la clase de hielo formal que Estefanía rompe de pronto con un golpe de su cigarro. El humo escapa por su nariz, seguido por una pregunta.

Estefanía dice: ¿Hace mucho que se conocen?

Brenda dice: No, no mucho, pero nos caímos bien, ¿verdad? Rodrigo dice: Es buen tipo. ¿No, Lucifer? Brenda dice: Lo queremos mucho. Estefanía dice: Mmm. Sí. Este chico es una joya. No. No, no. No soy ninguna de esas cosas ¿Entonces, Luciano? ¿Mienten? No. No sé.

Los conoce en otra fiesta a la que asiste unos meses antes; es por el lanzamiento de algo, o de alguien. No recuerda y la verdad es que tampoco importa el pretexto, solo es una fiesta; la gente sola busca una fiesta y cuando se acaba la fiesta, la gente sola busca otra fiesta y otra más, en una larga hilera de risas compartidas, una vorágine de música, humo, gente y cocteles. Hábitats artificiales que resultan ideales para disolverse. Esa noche de otoño, Luciano es invitado-casi-colado, o así se siente por lo poco que conoce a los demás en el evento de tipo corporativo. Lleva en la mano un vaso de ginger ale con hielo que de vista parece whisky, espera que nadie venga y le pregunte qué bebe.

Desde el lugar que escogió para observar, oye fragmentos de conversaciones mientras busca a los responsables de que esté aquí, ya sea a Pipe o a Andrea, que lo sonsacaron para venir apelando a su soledad, fascinándolo con la tentación de escapar, aunque fuera solo por un rato, del silencio de su habitación.

—¿Qué pasó, Lucianito, carnal?

Felipe Perdomo le da un apretón en el hombro que lo hace tambalear su trago; esa es su rúbrica, la misma que ha visto darle a la gente que parece conocer en la cena (es mucha, entre ellos está Rodrigo, pero aún no se han visto), se ríe a carcajadas de los chistes que le cuentan aunque sean malísimos, alza la mano para saludar a los que están al otro lado del salón. Felipe tiene paciencia para hacer todo este ritual tan elaborado y a la vez tan simplón de las relaciones públicas en eventos; es mucho más político que él, debe reconocerlo. Luciano sonríe, dice no pasa nada, todo bien, aquí nada más y sorbe un poco. Hay mucha gente, casi todos pertenecen al mismo corporativo que su amigo. A lo lejos alcanza a ver a Andrea que saluda con la mano; va vestida de coctel, en negro, rodeada de varias chicas (entre ellas Brenda, aunque todavía no se han presentado). Felipe dice otra cosa y él responde sí, sin escuchar. Permite que le diga Lucianito, porque de hecho se conocen desde niños: Pipe, barbón y risueño, con peinado hípster y abundante carisma, es hijo de amigos de sus padres, dos o tres años mayor que él; seguro que lo recuerda, escurridizo como era entonces, en las reuniones de mayores celebradas en su casa; un niñito raro y pálido, de cabello castaño-ca- si-rubio-pero-no cayéndole lacio sobre la frente, totalmente opuesto al hombre de uno ochenta que es ahora, con lentes de carey y sonrisa modesta. Qué diablos, si es otro Luciano Reed al que recuerda: un chiquillo moroso, lleno de secretos que al crecer ya no lo son tanto.

Después de un rato, Andrea Alcocer-Arcos se acerca, sonriente; va a casarse pronto, está feliz y satisfecha, esto se nota en sus ojos y sonrisa, que prodiga con esmero.

¿Ya tienen lugar para cenar? ¿No? Vengan conmigo. Los guía, se mueve rápido, práctica. Igual es en la oficina, dice Felipe. No sabría qué hacer sin ella. Luciano se detiene y lo mira. De verdad, dice. No es burla, Lucianito.

Él asiente en tanto serpentean entre invitados; el cabello oscuro y brillante de Andrea es todo lo que ve, mientras se acercan a la mesa. Cuando llega, obediente, ocupa el lugar que le indican junto a una chica con cabellera oscura y peinado alto; con ojos grandes, que lo mira con sonrisa curiosa: ah, te presento. Ella es Brenda. Después recordará haberla visto con Andrea antes, entre tanta gente, pero al intercambiar palmas es cuando la identifica por primera vez.

¿Cómo es Brenda?

¿Cuándo? Como mejor la recuerdes. Brenda es muy, muy bonita. No como Estefanía, pero ella es una anomalía de la naturaleza. Brenda es… es… como más real. Al verla crees en su existencia. Sientes que… puedes tocarla. Ella sonrió, me hizo sentir bienvenido. La recuerdo en esa cena y luego en la boda de Andrea. Y antes: en el cine, en restaurantes. Siempre de cerca. Su piel es muy suave, lo sé porque por accidente rocé uno de sus hombros. Si está en público, sonríe. Así la vi todo el tiempo, excepto en el coche cuando íbamos hacia la boda y luego, de vuelta.

Antes de, y después de. Sí. Cuando llegamos a la boda se transformó, y creo que fue por Rodrigo, o tal vez por la demás gente que estaba ahí, no lo sé. Cambiaba, pero ella parecía no darse cuenta. Brenda es tierna cuando la conozco, pero todavía no la oigo decir (aunque no me hablaba a mí) no me dejes. No me dejes aquí. No la he visto llorar, ni odiar, aún.

Andrea dice: …y este es Luciano. Es un fenómeno.

La imagino como si describiera un temblor, un tsunami que todo lo arrasa: Lisboa, 1755; Ciudad de México, 1985. Yo, desastre natural de efecto devastador cerniéndome sobre la mesa. Luego indica dónde debo sentarme y veo a la chica que ocupa el lugar junto a mí.

—Hola, soy Brenda Valdivia —sonríe mientras sirven el primer tiempo, algo terriblemente afectado y minúsculo del restaurante de Nouvelle Cuisine (miserables) que sirve el evento. Veo a Pipe al otro lado de la mesa, agita la mano. Le devuelvo el saludo.

—Luciano Reed. —Reed… Me suena tu nombre. ¿Qué haces? Explico lo de siempre, sale casi de memoria a base de repetirlo a cada rato con extraños que me ven y asienten al oírme:

—¿Yo? Pues… voy mucho al cine, escribo acerca de eso. A veces hago entrevistas. Habrás leído alguna.

—¿Dónde? —Pues acaba de salir una en Gente… —¡Ah! ¿Entonces entrevistaste a Nicole Kidman? ¡Qué maravilla! —Y qué mundano, pienso. Siempre es igual, solo cambia la gente a la que entrevisto en algún hotel, igual que otros veinte medios extranjeros, con el tiempo encima y bajo presión. Pero cuando cuento esto, reaccionan como si fuera lo máximo en la vida—. Oye, ¿conoces a George Clooney?

Nos sirven una terrina de aspecto y sabor sospechosos, adornada con escarolas de endivias. No, qué pena. Ah, es que él es mi actor favorito. Pues si algún día lo entrevisto le pido un autógrafo para ti, ¿sale? Ella toma un bocado pequeño de su plato y me cuenta qué hace en la compañía, donde trabaja con Felipe, al que en realidad conoce poco, y Andrea, a la que trata más, dice que son amigas.

—Estoy en el departamento de logística. Es más entretenido de lo que suena.

—Debe ser. —Aunque no tanto como ser crítico de cine, oye… Pipe interrumpe y le agradezco en silencio, él seguramente se acuerda de que no funciono muy bien con desconocidos, al menos al principio: me aterran, y suelo cubrir mi pánico con palabras, a veces hablo mucho, hasta de más. Sin embargo, Brenda me parece en cierta forma familiar. Lo pensé al ver su modo de mover las manos para enfatizar con ellas algún detalle, entrecerrar los ojos al reír. Entonces, y a bocajarro, Felipe asegura que cuen- to chistes buenísimos; me pide uno, (no, no pide, me saca uno cual si fuera muela y encima, sin anestesia): Cuenta ese, Luciano. ¿Cuál? El del tomate. Con toda la mesa mirándome, no me queda de otra: ¿Qué es un tomate con antifaz y capa? ¡Supertomate!, ¿Y una papa con antifaz y capa? ¿Superpapa? No. Es una papa disfrazada de Supertomate.

Brenda se ríe mucho (no entiendo por qué, el chiste es malísimo), aunque no ríe como hará después, en el coche; le agradezco en silencio que lo haga y me salvo de otro bochornoso numerito cuando alguien viene a la mesa para anunciar que ya va a ser el acto de magia.

—Vengan a ver.

¿Cómo es Rodrigo?

No sé. Rodrigo es Rodrigo. Piensa mucho y no siempre sabes en qué. O cuando crees que lo sabes, resulta que se trata de algo muy diferente. Es muy callado también. Eso lo noto desde el primer momento que lo veo, pero no sabré a ciencia cierta (como con Brenda), hasta después, cuando me haya insinuado en su vida. De hecho, lo vi sin que me viera; me pareció un niño, fascinado y feliz con la magia, sin perder detalle del truco. Luego, cuando lo vi de cerca cambió. Se volvió más inmediato para mí, más real. Todo él: sus ojos, sus dientes, con los que sonríe al mago. Es la misma sonrisa que tendría cuando era niño, o casi igual, supongo. Me gusta mucho esa sonrisa.

Se acercan a la caseta. Solo han ido en silencio, oyen música después que Rodrigo describiera el truco que veían cuando conoció a Luciano, algo que le sorprende que recuerde, sobre todo porque solo se habían visto de lejos.

—Mira, Lucianito. Aquel chavo de allá, ¿lo ves? ¿El que está fumando un puro? Ese es el marido de Brenda, la niña con la que platicabas en la mesa.

Un vuelco por dentro. ¿Marido? Pipe se encoge de hombros. O novio, es igual. Lo que sí, es que hacen vida conyugal, seguro y todos lo saben en la compañía. Lo señala discretamente con su vaso: Rodrigo es alto, con cabello oscuro, barba y bigote cuidadosamente recortados y un traje caro de tres piezas, ahora ya sin corbata (no le gustan y se las quita en cuanto puede). Tiene sonrisa grande y luminosa mientras aplaude el salto que hacen, envueltas en humo, dos palomas desde un sombrero de copa; una pierde el rumbo y pronto aletea, frenética, en la cara de Luciano quien, más horripilado que el ave misma, tira su bebida al suelo y alza con histeria ambas manos para alejar ese montón de plumas hediondas de azufre. La paloma sigue su revolotear hasta que la atrapa un camarero, devolviéndosela al mago. El aplauso general sigue, incluye a Rodrigo, que afirma, lo vio entonces. Qué cara pusiste, hermano. Creí que te habías meado del susto.

Brenda y Estefanía (que desconoce la anécdota hasta oírla en ese momento) ríen, primero despacio, y luego a carcajadas, igual que Rodrigo al volante. Bueno, sí, le tengo fobia a los pájaros, ¿qué tiene? Rodrigo apenas puede parar de reír. ¿Fobia? ¿A los páj…? ¿Tú? Más risas, incluso, nuevamente la de Luciano, esta vez en armonía con el coro.

Luego de un momento, en el coche se hace el silencio: no es timorato o aburrido, es como una especie de calor plácido que los envuelve y arrulla; dura así hasta que Estefanía lo rompe, como si fuera una burbuja. Al reventar hace que todos se pongan alerta. —Qué hermoso. —¿Qué, Estefi? —El cielo. Míralo. No hay nubes, el azul llega hasta donde los ojos de Luciano alcanzan a ver: es algo casi perfecto en sus matices, resulta de pronto vertiginoso al mirar hacia arriba. La carretera se extiende como abrazo adormilado ante el auto y él piensa en que casi no han visto otros coches con el mismo destino que ellos. Este es el momento, Luciano dirá después, que recuerda más del viaje de esa mañana. La mano de Brenda firme como cepo en la pierna de Rodrigo, ambos silenciosos bajo el cielo inmenso y Estefanía junto a él, exquisita y tal vez un poquito aburrida, a punto de encender otro cigarro, la caseta no muy lejos; ya están a un par de horas de distancia de la boda a la que han sido invitados, es aún mucho antes de que el cielo se desgaje como montaña ante un descuido de Dios, mucho antes que ella misma diga se está haciendo tarde y otro coche se acerque, los embista por detrás, en la oscuridad.

*Este texto pertenece a la novela más reciente de Miguel Cane: Todas las fiestas de mañana (Dharma Books, 2019) 

 

Miguel Cane es autor de la compilación Íntimos ensayos y de la novela Todas las fiestas de mañana. Es colaborador de Literal. Su Twitter es @aliascane

 

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Posted: December 1, 2019 at 9:50 pm

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