Fiction
Animal

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Fernando Olszanski

Es miércoles. Cinco de la mañana de una semana cualquiera. Suena el despertador y mi cuerpo pesado se levanta de la seudo cama. Me envuelvo en la vieja bata roja y me voy hasta el baño. La llamo seudo cama porque no es una cama sino un colchón tirado en el piso. Me cepillo los dientes mientras miro mi rostro que aún tiene marcas de la almohada y semejan cicatrices. No me he afeitado desde el viernes. No pienso hacerlo. Lleno de agua tibia las manos y me empapo la cara. Lentamente me seco y sigo mirando mi rostro que de a poco pierde la hinchazón del sueño y vuelve la normalidad. Noto que no me he peinado, algunos de los cabellos caen revueltos sobre la cara. Los ojos parecen  mirarme, pero no me miran a mí, sino a sí mismos. Se controlan, se estudian, se desafían. Me quito los restos de agua de la piel y vuelvo a la habitación. Debo vestirme para ir a trabajar.
Trato de no hacer ruido. Mis roommates no se levantan tan temprano como yo. De hecho no se qué hacen porque parecen nunca estar en la casa, pero sé que están. Entro en mi habitación y no puedo evitar sentir ese olor. Muevo los músculos de la nariz porque no es un olor cualquiera. Es un olor no habitual en mi habitación. Es olor a mujer. A pesar de que no hay ninguna en ella.
Dejo caer la bata al piso y dejo mi cuerpo desnudo que ya se ha atemplado al fresco de la madrugada. Busco ropa interior en un cajón. Me parece algo extraño buscar ropa interior. Desde el sábado pasado he decidido dormir desnudo. Quizás el sábado a la noche fue un accidente haber dormido así, pero no el domingo, ni el lunes, ni el martes.
Las paredes blancas de la habitación están desnudas también. No hay nada que detenga la expansión del blanco en la pared. Decido de que es tiempo de que haya alguna foto o un cuadro o algún colgante que interrumpa el blanco y que deje constancia de que he decidido poner un punto de referencia en la pared.
Antes del sábado no pensaba lo mismo, ni siquiera me había dado cuenta que las paredes eran blancas. Me pregunto si las paredes huelen a mujer también. Pero me digo que no. Que el olor a mujer está impregnado en mi memoria y no en las paredes. Pero dudo. Antes del sábado nada olía a nada. Ahora son muchos los olores. Pero sólo uno es el que me interesa.
Me pongo la ropa interior y busco calcetines. Recojo la camisa del trabajo que está en el piso y veo dos camisas más que están debajo de ésta. Las levanto. Sin ceremonias las cuelgo en el armario vacío. No tengo mucha ropa. Ahora me doy cuenta de eso. Abotono la camisa y en un costado encuentro hecho un bollo los pantalones. Están arrugados. Nunca me importó que estuvieran arrugados. No sé por qué lo noto hoy. Los huelo. Distingo los olores del trabajo. Los míos. Algunos más que no distingo.
Han pasado seis meses desde que llegué a Chicago, conseguí esta habitación porque era barata, pequeña. Siempre la aborrecí, desde el comienzo. Pero estoy aquí. Estoy de paso me digo. Cumple una función y así me sirve. Trato de autoconvencerme.
Me calzo los pantalones y observo la seudo cama deshecha. Observo la mancha. La misma mancha que está ahí desde el sábado. Desde el mismo momento que la habitación empezó a oler a mujer. La he observado todas las mañanas al hacer la cama. Todas la mañanas me he dicho que voy a cambiar las sábanas. Pero no lo he hecho.
Tapo la mancha con la manta pero la sigo viendo a pesar de no estar a la vista. Huelo de nuevo. El olor a mujer tiene compañía. El olor a hombre.
No recuerdo demasiado sobre lo que pasó el sábado a la noche. Fui a ese bar porque quería beber una cerveza, aunque sin darme cuenta fueron varias. No me interesaba la música de aquel grupo que se presentaba. Pero la primera canción me gustó y las notas hacían de la cerveza algo más digerible. Lo que no sabía es que había un par de ojos que me estaban mirando. Ella no estaba con ese grupo de seis o siete personas que seguían a la banda. Ella estaba sola deseando compañía. Yo estaba sólo deseando terminar mi cerveza. Ella me invitó un trago y yo la invite a mi cama, que todavía no tenía la mancha que ahora tiene. Creo que mencionó que estaba casada, aunque no recuerdo mucho la conversación, los silencios fueron más interesantes que las palabras.
Cuando entramos a la habitación sentí un poco de vergüenza por la sencillez que demostraba, pero ella no se tomó mucho tiempo en verla, tuvo la mayor parte del tiempo los ojos cerrados y la boca abierta. Ella con la cabeza entre mis piernas y yo miraba las paredes blancas vacías. Ella respiraba entrecortadamente y yo no encontraba muebles en donde apoyarme. Pero empezaba a oler cosas. Cosas que de a poco surgían de todos lados. El techo empezó a subir más alto y todo me daba más espacio del que necesitaba. Tuve que apagar la luz, no tuve vergüenza en la oscuridad.
En algún momento nos quedamos dormidos, al menos es lo que pensé, porque al despertar ella ya no estaba. No la escuché irse y no me interesó si regresaba. Pude dormir plácidamente esa noche, ni siquiera me molesto la humedad de la mancha que dejamos en las sábanas y ahora cuatro días después está seca.
Al despertar al otro día las ropas estaban tiradas en el piso como lo estaban todos los días desde hacía seis meses. Pero todo olía diferente. Todo olía a mujer.
No me gustan los miércoles, es mitad de semana y ya me encuentro cansado y todavía quedan un par de días para el fin de semana.
Termino de vestirme y cierro la puerta de la habitación sin dejar de oler lo que dejo adentro. Como deseando que nada se escape de allí.
Salgo a la calle, respiro, empieza a aclarar el día y la brisa me sorprende con olores desconocidos. Veo que en la esquina hay un perro sin dueño que busca un lugar donde orinar, se deja guiar por su nariz, confía en ella. Marca su territorio. Él también deja su mancha.
Huelo el día con los ojos cerrados. Todo está igual pero no lo está. Llego hasta mi carro, lo enciendo, bajo las ventanillas. El pecho se me expande de aire nuevo. Busco la palanca de cambios y acelero.
Es un día nuevo. Eso huele bien. El perro me observa desde la esquina, mientras husmea el alrededor.

FO

Fernando Olszanski es narrador y editor de la revista Contratiempo. Es autor de los libros América nuestra y El orden natural de las cosas.


Posted: June 11, 2015 at 10:53 pm

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