Teodoro González de León. Adiós al flâneur de la arquitectura
Miriam Mabel Martínez
Este año celebró su 90 aniversario trabajando, dando entrevistas, paseando por la ciudad, disfrutando. Su obra es parte del imaginario colectivo, nos pertenece. Activo y elegante, no dejó de crear ni de dibujar ni de tener planes; su curiosidad y su ánimo intelectual son los que están plasmado en su obra. Paseante e intelectual, hoy le decimos adiós a una de las figuras fundamentales de la arquitectura mexicana del siglo XX que nos convidó su creatividad y nos invitó siempre a caminar la arquitectura.
Tuve la oportunidad de entrevistar al arquitecto González de León en tres ocasiones durante los últimos tres años. Siempre me sorprendió su caballerosidad y coquetería. Sonriente, era de los hombres que te ven a los ojos y te hacen sentir bienvenido, charlar con él era un goce; sobre todo, era un deleite observarlo dibujar o acomodarse la exquisita bufanda –no encuentro mejor adjetivo– gris con negro que vestía la última vez que lo entrevisté con motivo de su cumpleaños. Ese día también me sorprendió su memoria: “Pero yo a usted la conozco”, me dijo al verme en el quicio de la puerta. Me sentí halagada, pero me hipnotizó su apostura y su vitalidad. Lo que tenía frente a mí era la vida, las ganas de crear y de aprovechar hasta el último minuto. Contrariamente a lo que se cree –o se espera–, la gente “grande” irradia energía, quizá porque saben que hay que aprovechar cada minuto, esta fuerza es la que me transmitió Teodoro González de León, la que hay que celebrar y que está presente en su obra.
¿Qué le queda por hacer?
Todo, ahora mismo tengo cinco proyectos al mismo tiempo. Siempre estoy trabajando. Yo no escojo mis obras. Los arquitectos que escogen sus obras, en el fondo no son arquitectos, son promotores. El trabajo me mantiene activo, también la pintura; estoy haciendo gráfica. Antes de dibujar hice gráfica y grabado con Carlos Alvarado Lang. Disfruto mucho pintar, dibujar, esculpir, disfruto el arte. En el proyecto Manacar logré recuperar el mural de Carlos Mérida. Se consiguió un comodato a los dueños del edificio gracias al cual se exhibirá en el vestíbulo y, a la vez, se verá desde la calle
¿Sigue pintando?
Claro que sí, y también sigo haciendo escultura. Disfruto mucho las dos. A veces las formas me seducen, me atrapan uno o dos años y me entretengo con mis ensamblajes, que son como un híbrido de ambas disciplinas. Ocasionalmente estas formas ya no admiten color sino que piden volumen.
¿Tiene alguna obra predilecta?
No tengo obras favoritas, todas me importan por igual. Me interesa el último, en el que estoy volcado. He regresado a muchos de ellos, como el Colegio de México, el Fondo de Cultura Económica, la Universidad Pedagógica Nacional o el Museo Rufino Tamayo –donde se concretó la ampliación que proyectamos desde un inicio Abraham y yo.
¿Cómo empezó a trabajar con Abraham Zabludovsky?
Fue a mediados de los sesenta. Comenzamos con edificitos; uno en la calle de Campeche, en la Condesa, por ejemplo. Luego Agustín Yáñez, el Secretario de Educación, me invitó a hacer la Biblioteca Nacional y junto con Abraham hicimos un proyecto estudiado a fondo, con asesores internacionales; visitamos todas las bibliotecas importantes de Estados Unidos. Viajar es una forma de trabajo natural para conocer el tema que te interesa, ver cómo lo han hecho otros. Este fue el primer proyecto grande al que nos enfrentamos, pero no se hizo porque estaba ingenuamente ubicado en el Campo Marte, en un campo de polo que no usaban. El terreno ni siquiera era de la Secretaría de la Defensa sino del ejército. (El general Amaro le había pedido un peso a cada uno de su regimiento para comprar el terreno). No se concretó, pero fue un buen entrenamiento. Seguimos trabajando por invitación, siempre con oficinas separadas.
¿Cómo conciliaban los proyectos?
A veces se desarrollaba con él o conmigo y las batallas eran diarias. Todos nuestros proyectos, creo yo, están bien balanceados.
¿Cómo surgió el gusto por el concreto?
Pese a que era un interés que ya tenía, se desarrolló con Abraham. En los cincuenta hice tres obras de hierro, ligeras y desmontables. La primera de concreto fue la Escuela de Derecho en Ciudad Victoria, para la Universidad de Tamaulipas. Ahí me enfrenté con la masividad del material y con otro concepto: un edificio abierto, penetrable. La universidad tiene un espacio central que comunica con todo y está totalmente expuesto. Fue una experiencia muy buena desde el punto de vista del planteamiento urbano, de cómo un edificio se vuelve poroso al espacio público y, a la vez, concreto… de un concreto aparente. Ese fue el principio. Después el problema a resolver fue la textura del concreto y esa búsqueda la inicié con Abraham.
El problema del concreto es que hay que darle una muy buena terminación porque, si no, se ve espantoso. Y se nos ocurrió cincelarlo, darle un final que disfrazara el mal acabado, que homogenizara la superficie. Este cincelado le otorgaba una calidad óptica, una textura. La luz brilla y no se ve mal cuando llueve (ah, porque el concreto aparente se ve muy mal mojado). El camino fue muy difícil, encontrar la mejor manera de cincelar nos llevó tiempo. Por ejemplo, en un edificio entre Nuevo León y Campeche, uno que ya está muy alterado, probamos con aire, un sistema sandblasting, para pulir y desgranar el concreto con un chorro de aire, queda muy bonito pero lanzaba arena a 10 cuadras a la redonda y nos pararon tres veces la obra. Y después de tanta experimentación llegamos a la conclusión de que la mejor forma era con un cincel a mano, es el instrumento más ligero para un operario.
Para la Embajada de México en Berlín cincelamos todo el edificio. Convencer al contratista alemán fue un reto y tuvo que venir a México para que nos entendiera. Así que se contrató a obreros polacos para hacer el trabajo con un cincel mecánico y el resultado fue formidable. El día de la inauguración la gente tocaba los muros: en sociedades industrializadas y caras les parecía una extravagancia.
¿Cuál es el proyecto que no ha hecho aún pero que se le antoja?
He desarrollado como tres proyectos de teatro que no se han concretado; y sí, me ha quedado el gusanito, pero recuerde que el arquitecto no elige sus obras, es toda la sociedad que, por concursos o por asignaciones, de repente nos da la oportunidad.
¿Qué siente de que gran parte de la fisonomía de la Ciudad de México tiene su impronta?
Un día José María Larios, el encargado de mi archivo, me sorprendió porque hizo un mapa de la Ciudad de México y puso un punto en todos los lugares donde hay una obra mía, y me espanté. ¡Son más de 65 años de trabajo!
Si pudiera ser otra cosa, ¿qué sería?
Arquitecto. No tuve dudas vocacionales nunca. Desde niño quise eso siempre. Ni siquiera recuerdo haber tenido dudas. Estaba decidido y me veía estudiando arquitectura. Si bien pintaba desde los 12 años tenía un maestro que me daba clases y los sábados salíamos a pintar paisaje directo. Fue una gran experiencia. Para mí la arquitectura integra a la pintura, tiene arte adentro. Siempre he dibujado y hasta la fecha lo hago todo a mano.
¿Cambia dibujar a mano o hacerlo en la computadora?
Cambia mucho, primero porque es mucho más rápido el sketch a mano. Claro que se puede dibujar en computadora, en iPad, pero la falta de permanencia en la pantalla a mí todavía no me satisface. Lo he intentado, y lo hago, pero a mano puedo hacer dibujos pequeñísimos del tamaño de un timbre en cualquier momento y, a veces, estos me ayudan a entender un proyecto, van engendrando un edificio. En computadora es muy difícil hacer estos trazos tan diminutos y siento que pierdo tiempo. Dibujar a mano crea otra relación, no es simplemente trazar; la computadora también sostiene una comunicación mano-cerebro que es la que no se debe perder y, para ello, hacerlo manualmente es una forma de ejercitarla. Muchos jóvenes ya no están acostumbrados y, peor aún, ya casi no saben dibujar; sólo trazan, y eso es otra cosa.
¿Cómo afecta esta situación a la arquitectura?
El resultado no necesariamente es más plano ni afecta negativamente. Hay programas muy complicados que se pueden utilizar para obtener automáticamente una complejidad geométrica que, si uno la sabe manejar, salen cosas maravillosas, aunque también puede ser un vicio.
¿A quién admira?
A muchos. Y, bueno, siempre es por épocas, pero Le Corbusier es quien se me quedó más clavado porque trabajé con él. Justamente al dejar el taller de Le Corbusier conocí a Mies van Rohe; descubrí su obra y me dejó un impacto bárbaro. No fue una traición, simplemente uno tiene que estar abierto a todas las influencias, a todo lo que se hace. Por ejemplo, tardé mucho en darle el golpe a Frank Lloyd Wright, pero cuando lo hice, visité todas su obra más importante, los edificios imprescindibles.
¿Cómo llegó a Le Corbusier?
Gané una beca del gobierno de Francia después de que nuestro proyecto (junto con Armando Franco) de Ciudad Universitaria se desarrollara aquí en México. Iba con la intención de trabajar con él: su influencia ya era definitiva en mí. Durante mi educación leí todas sus obras, incluso las que no estaban traducidas; aprendí francés y eso me sirvió mucho para la beca. Al llegar a Francia pasé por la Escuela de Bellas Artes que, en ese momento, ya era realmente anticuada; los maestros, unos vejestorios impresionantes. Y todos abominaban a Le Corbusier; realmente había mal ambiente para él, lo que me sorprendió porque yo esperaba lo contrario. Me inscribí entonces en la Escuela de Trabajos Públicos para estudiar concreto –ya traía yo ese tema desde México–, pero me rebasó; eran clases de matemáticas muy avanzadas y, de pronto, pensé que ni quería ser calculista ni matemático; así que pregunté al Comité de Becas si podía trabajar con Le Corbusier y me respondieron: “Por supuesto, haga usted lo que quiera, le ofrecemos entrada a cualquier escuela, pero si lo admite Le Corbusier, adelante”. Y no sólo me admitió sino que me pagó un poco, con lo que compensaba la precaria beca que tenía.
Por aquella época, entre 1948-1949, cuando el mundo se empezaba a recuperar de la guerra, Le Corbusier volvió a tener trabajo; estaba haciendo el edificio de Marsella. Había mucha gente en su taller, pero cuando fui la primera vez me espantó el estado de las oficinas: plafones caídos, viguería de madera en mal estado, mucha humedad… Un sitio espantoso. Y pensé: “En este lugar se hace la arquitectura más importante del mundo, no es posible”. En ese momento yo venía de trabajar en oficinas muy elegantes, la de Mario Pani, en Paseo de la Reforma, o la de Carlos Lazo, en la calle Tabasco de la colonia Roma, chiquita pero muy exquisitamente instalada, todos muy elegantes. Pero, ¡qué importaba!, Le Corbusier me había aceptado luego luego en su equipo. Empecé en la sección de ingeniería. En aquel tiempo Le Corbusier jugaba una aventura –una de tantas suyas–: instaló un atelier de bâtisseurs, un taller de constructores que, al igual que en la Edad Media, integraba todas las disciplinas. Y como yo dibujaba muy bien, me pusieron en la sección de ingeniería. Así que me esmeré en hacer un dibujo de los armados de acero, pero muy fino, y cuando Le Corbusier lo vio, dijo: “pásenlo para allá”. Así que duré sólo dos días con los ingenieros. Un par de semanas más tarde repartieron al equipo en distintas casas para arreglar las oficinas. A mí me tocó con el ingeniero Vladimir Bodiansky, un formidable ingeniero francés. El regreso fue espectacular: al fondo había un mural que había empezado el propio Le Corbusier, que lo concluyó cuando ya estábamos trabajando en el taller que tenía unos 40 metros de largo y 3.50 metros de altura, con ventanas a uno de sus lados. Su cubículo estaba a la entrada: un cubo de 2.26 x 2.26 x 2.26. Se lo rentaba a un convento. Había mucha luz y era muy apacible, ideal para trabajar. Éramos como 25 –muy apretaditos– y sólo habían dos franceses, situación que evidenciaba que no lo querían en Francia, incluso la prensa lo trataba como “El suizo”.
¿Qué es lo que más le aprendió a Le Corbusier?
Lo que se aprende al estar con una gente de su envergadura: verlo crear el silencio de su trabajo. A veces yo estaba en mi mesa y se aparecía, se plantaba a ver, sólo a ver mi dibujo. Traía lápices de colores en la mano como en manojo, y se podía estar 15 o 20 minutos sin hacer nada o decir dos cositas o, de repente, hacer sólo una anotación. Nunca hacía lo que tantos maestros que hablan y hablan al corregir; él no lo hacía. Nos enseñó que el trabajo es difícil y que, a veces, no se puede decir nada sobre lo que está pasando y, simplemente, observaba y de pronto anotaba: “Mira, cambia esto”. Este silencio fue invaluable e imprescindible para darse cuenta de lo que él describía como “su búsqueda paciente para encontrar algo”.
¿Cómo percibía usted la arquitectura mexicana respecto a la francesa?
En México se hacían muchas cosas, ya había muchos haciendo arquitectura moderna; pero allá tenían una calidad a la que en México no habíamos llegado. Yo hacía viajecitos por Europa para conocer más. A Holanda, por ejemplo; me impactó mucho porque habían construido cosas estupendas en muy poco tiempo, y las cosas que sobrevivieron a la guerra eran formidables. Mi impresión más fuerte en Europa fue ver la arquitectura moderna holandesa. A Le Corbusier lo fui conociendo poco a poco. Al viajar por Francia el misterio del románico me atrapó.
¿Qué lo motivó a participar al concurso de la UNAM?
Los maestros de composición hicieron un concurso para ver qué idea serviría de base para lanzarse al Concurso Nacional que había convocado la Secretaría de Educación. Eran ocho o nueve los profesores. Armando Franco y yo trabajábamos con Mario Pani y dibujamos su idea que, curiosamente, era muy similar a la de Enrique del Moral. Los proyectos eran casi iguales, nadie sabe si se pusieron de acuerdo o no. Entonces, Armando y lamentamos que se perdiera para nosotros una oportunidad magnífica para crear una obra significativa y moderna en un área de 700 hectáreas. No podíamos desaprovechar semejante oportunidad, así que diseñamos un proyecto urbanístico moderno basándonos en Le Corbusier. Específicamente, nos influyó el trazo de la Ciudad Universitaria de Río de Janeiro, que nunca no se realizó pero que fue impactante. Nos llamó la atención que la posición de los edificios no estaba gobernada por el automóvil ni por las avenidas. Desarrollamos una idea similar: colocamos edificios al centro; un espacio abierto para todos sin que estuviera gobernado por la vialidad. Para nosotros la aglutinación de los edificios tenía el propósito de crear un corazón, no para darle continuidad a la vialidad. El proyecto de Pani y Del Moral estaba lleno de glorietas: un urbanismo totalmente del siglo xix. Éramos muy violentos como estudiantes y Pani y Del Moral se sorprendieron con nuestra propuesta. A la semana siguiente nos llamaron y nos dijeron que habían hecho una mixtura de ambos proyectos, un pastiche. No entendieron. Les explicamos que nosotros queríamos formar un espacio central, pero no entendían para qué. Entonces se me ocurrió presentárselo a José Villagrán; yo me llevaba bien con él, aunque era un hombre difícil, muy arrogante y muy inteligente. Cuando lo vio se entusiasmó mucho, preguntó qué habían dicho Pani y Del Moral… “Pero no entendieron nada”, comentó. Él sí se percataba de la aportación. “Esto lo tenemos que hacer, mañana habrá una reunión con el rector para mostrarle el avance…”, dijo, y nos colamos… En aquel entonces todavía se exponía en transparencias de vidrio; así que cuando terminaron Pani y Del Moral, Villagrán sacó nuestra laminita y expuso nuestra idea “porque es la más relevante que se ha presentado, ésta sí es moderna”, y la defendió como si hubiéramos sido nosotros. Yo vi la cara de Pani, blanca. Villagrán añadió que era muy bello que la idea saliera de los estudiantes. Al rector Salvador Zubirán le pareció fabuloso. Entonces desarrollamos el proyecto dirigiendo nosotros a los maestros. Los papeles se voltearon. Tuvimos el apoyo de por lo menos 100 muchachos, quienes se sumaron muy entusiasmados a hacer las láminas. Así, en lugar de hacer 10 hicimos 60 para explicar el proyecto, más un plano conjunto enorme y una maqueta. Y gracias a la gran mano de obra que teníamos, se ganó ese concurso nacional. Fue una gran aventura estudiantil.
A finales de 1946 se empezaron a formar los equipos para desarrollar cada escuela. Mario Pani y Enrique del Moral fueron designados para manejar el plano conjunto, el resto se hizo a base de tríos integrados por dos arquitectos y un joven. A mí me tocó con Villagrán, para hacer la Escuela de Arquitectura y el museo; a Armando le tocó con Aragón Echegaray, encargados de hacer la Escuela de Veterinaria. Sabía que era una gran oportunidad, pero yo quería trabajar en el plano conjunto y se dije a Villagrán. Sin embargo, no fue posible; fue entonces cuando me fui a estudiar a Francia.
¿Cómo fue su regreso de Francia?
Uno de mis primeros proyectos en México, a principios de la década de los cincuenta, fue con Armando Franco. Hicimos una casa en Las Lomas, toda prefabricada; nos tardamos tres años, una gran residencia pero la tiraron hace unos 10 años. Era de Alberto Catán, el papá de Daniel, el músico, quien la perdió en un divorcio y luego fue vendida y quien la compró decidió tirarla. Una pena.
Luego me fue un poco difícil trabajar con Armando y empecé a trabajar solo. Hice muchos proyectos de planeación, que era un poco la moda; querían planear toda la república. Carlos Lazo tenía esa idea. Hice como 10 o 12 estudios urbanos: Torreón, Poza Rica, Coatzacoalcos, muchos lugares… Fue trabajo perdido en papel porque nadie estaba interesado, sólo la Oficina de Bienes Nacionales, que se encargaba de la planeación de todo el país. Pero no hubo ninguna aplicación, eran proyectos hechos desde el centro para imponerse después localmente. No se hizo ni un trazo. Fue muy triste pero resultó un entrenamiento metodológico y me permitió un conocimiento de México más amplio. También tuve un proyecto muy interesante en Jalisco, con José del Río Álvarez, en la Comisión de la Costa de Jalisco; hice la planeación de la zona de Barra de Navidad. Empezamos a trabajar en 1956 pero el ciclón de ese año arrasó las obras, era un proyecto muy bonito, pero ya no se pudo continuar porque el promotor que tenía el proyecto terminó en la cárcel. Hasta ahí quedó todo y la obra se fue deteriorando. Creo que aún queda uno de los cuatro canales que hicimos.
¿Qué hace en su tiempo libre?
Siempre estoy activo: oigo música, dibujo, pinto, esculpo. Visito museos. Soy un fanático de viajar para conocer ciudades o repetirlas, para conocerlas más. El paseo por la ciudad para mí es fundamental, la arquitectura es la ciudad y la encuentra uno en la ciudad. Pasear por la ciudad es la ciudad.
¿Cuáles son sus favoritas?
A las que siempre regreso: disfruto mucho Nueva York por su intensidad, por todo lo que tiene, por cómo cambia. Su dinamismo es fabuloso. París, porque viví ahí y porque no se agota nunca la vida parisina; esa vida al aire libre, ¡es fantástica! Una invención gloriosa. París es una ciudad perfecta; todo está en su lugar, eso es muy bello, cada vista es muy placentera. Aprovecho para ver exposiciones, ir a conciertos; soy un fanático de la música contemporánea clásica de mis contemporáneos; muchos ya se murieron, como Pierre Boulez. Veo mucha arquitectura, todas las obras importantes que se producen. Recibo una cantidad enorme de revistas pero no me basta, tengo que verla. Visitar la arquitectura es básico; obra moderna, contemporánea, antigua… Tengo un pendiente a corto plazo: ir al Museo del Barroco –y a muchos otros en Europa. Por ejemplo, disfruté mucho la Filarmónica de Jean Nouvell. Escuché ahí dos conciertos, aunque él está enojadísimo porque le quitaron la dirección de la obra.
¿Ha tenido ese problema?
En México sufrimos mucho por la mano de obra, por la prisa, la prisa política. Tengo una obra muy grande en Guanajuato que aún no se ha habitado: el Palacio Legislativo. Ya está acabada, amueblada, pero como hubo cambios, pues está ahí estancada… Es desperdicio.
¿Cómo reinventar la ciudad?
Se conserva la memoria recuperando cosas y dándoles otro uso, como el mural de Mérida en el nuevo conjunto del Manacar, que fue un cine icónico. El problema es cómo se incorpora. Un problema de la arquitectura es cómo un proyecto se integra a la Ciudad y en ella se mantiene, cómo llama la atención y se vuelve un foco.
Mis edificios llaman la atención porque están pensados para eso: para estar en el lugar. Se convierten en puntos de atención urbanos. Me ha tocado hacer muchas obras pero lo que me interesa es situar la pieza bien. Me interesa que la arquitectura la penetre el espacio público, que sea porosa al espacio público.
Su aportación a la vivienda social fue muy importante, ¿por qué la dejó?
Nos corrieron. Es una lástima que nos hayan corrido a los arquitectos de la vivienda. Antes nos incluían para hacerlas, diseñarlas, pero de repente ya no más, se los entregaron a promotores; el resultado son esas cosas aterradoras que además están muy lejos. Han hecho un fraude a la vivienda, están vacías, ¿quién quiere vivir lejos de las ciudades? Están vacías, abandonadas. Antes se habitaban: Torres de Mixcoac se lleno en tres meses. Lo que ha pasado en la vivienda es innombrable. Yo no soy promotor y ya no me llamaron. Ni modo.
¿Qué parte del proceso disfruta más?
Todo. Cuando desarrollamos los detalles… Todo. No me despego nunca. La creación es un proceso muy difícil, misterioso; surge de repente, hay que visitar el sitio muchas veces, ver el programa y, de pronto, algo sale y hay que hacer una maqueta para ver cómo funciona…
Todo proyecto es difícil para mí. La arquitectura es muy difícil. Sea una remodelación o una obra nueva. Me exige el mismo trabajo
¿Qué siente cuando termina una obra?
Me olvido. A otra cosa. Siempre estoy en otra cosa. Acabo una y ya estoy en otra.
Miriam Mabel Martínez (Ciudad de México en 1971) escritora y tejedora. Aprendió a tejer a los siete años; desde entonces, y siguiendo su instinto, ha tejido historias con estambres y también con letras. Entre sus libros están: Cómo destruir Nueva York (colección Sello Bermejo, Dirección General de Publicaciones de Conaculta, 2005); los ebook Crónicas miopes de la Ciudad de México y Apuntes para enfrentar el destino (Editorial Sextil, 2013), Equis (Editorial Progreso, 2015) y El mensaje está en el tejido (Futura libros, 2016).
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Posted: September 18, 2016 at 8:39 pm