Venezuela: sangre y democracia
Gisela Kozak Rovero
Venezuela, sometida a la peor tiranía de su historia (y una de las peores del mundo actual no solo por su aplastamiento de la democracia sino por sus consecuencias económicas y sociales), pareciera lejos de una salida que conjugara las libertades políticas con una economía funcional, básicas para una mejor vida de la población. Si no se impone una transición pacífica, ¿se justifica la salida violenta en Venezuela? En caso de que se justifique, ¿cuál sería esta salida? ¿Puede realmente llevarse a cabo?
En este contexto es que pueden juzgarse las acciones de Óscar Pérez, líder de un movimiento minúsculo de resistencia, asesinado por la tiranía de Nicolás Maduro. Pérez fue miembro del Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas (CICPC), encargado del manejo técnico de los delitos en Venezuela. Era paracaidista, buzo e incluso actor, además de cabeza de la Fundación GV33 Moral y Luces, orientada a llevar medicinas a niños enfermos e indigentes. Casado y padre de tres hijos, envió a éstos a México a raíz de su sublevación, una acción entre espectacular y disparatada que incluyó un sobrevuelo con un helicóptero robado sobre el Ministerio del Interior y el Tribunal Supremo de Justicia, granadas de humo y algunos disparos. Pudo huir, luego de invitar, infructuosamente, a la población a salir a la calle. Su aventura, en plenas protestas del primer semestre del mes de junio de 2017, fue vista con recelo por numerosos opositores y no obtuvo ningún respaldo de la Mesa de la Unidad Democrática (MUD), coalición de partidos enfrentada al régimen madurista. La condición de actor, dada su participación en la película Muerte suspendida (2015) con un rol semejante al de la vida real, abonó la desconfianza:¿se trataba de una estratagema divisionista del gobierno? En todo caso, Pérez pasó a la clandestinidad, tildado de terrorista. Era muy activo en redes sociales; de hecho, antes de ser exterminado narró en video el cerco del que era objeto y dio testimonio de su rendición. Por esta razón, su asesinato –que involucró a decenas de militares, policías y hasta civiles armados de las milicias progubernamentales– viola incluso códigos de guerra.
Soy –deseo ser– demócrata, feminista y humanista y no comulgo con la violencia. Hecha la aclaratoria, trataré de indagar sobre el heroísmo, la política y la ética a propósito de las repentinas proporciones heroicas que ha tomado la figura de Pérez en Venezuela.
Vivimos en una época en que promocionar salidas violentas tiene un sabor de impropiedad y sinrazón. Hasta la guerra contra el ejército islámico que suele aceptarse como inevitable y sensata dada las características del enemigo, es asumida como tal a regañadientes por analistas que tienden a culpar a “Occidente” y a Rusia de los duros avatares del Medio Oriente. La sangre derramada por varones heroicos tiene éxito en la películas, no en la vida cotidiana de Latinoamérica cuya violencia surge por otros motivos. Personalmente no soy afecta a tales conductas por cuanto provengo de un país que ha hecho del culto al heroísmo militar y del golpe de Estado dos núcleos de su historia, lamentable legado que subyace en la catástrofe totalitaria en la que se hunde Venezuela, tal como bien señala la escritora Ana Teresa Torres en La herencia de la tribu. No obstante, negar de plano el rol de la violencia en la vida humana cual si fuera el desperfecto de una máquina no pareciera una actitud racional en modo alguno; la violencia guerrera es parte de la humanidad como la política y la estética. Más lejos todavía, el Estado se define entre otras cosas por el monopolio de la violencia legítima; podría decirse entonces que no toda violencia es pura destrucción.
Vengo del campo de las letras. Una de mis clases inaugurales hace décadas tuvo de protagonista La Ilíada, de Homero, en la cual se narran las peripecias de la guerra de Troya y sus héroes. Lo que hoy llamamos literatura, arte verbal clave en la comprensión de la variedad de lo humano, nace de la guerra y del amor, de heroismos impregnados de amor y de pasiones amorosas donde prende la violencia interior del amante, como en lo poemas desgarrados de Safo de Lesbos. Pensemos igualmente en el Cantar del Mio Cid y en la épica de los estados nacionales, verbigracia Venezuela heroica, de Eduardo Blanco, inspirada a su manera en el modelo homérico. La guerra, la sangre, las armas, el heroísmo viril han alimentado por milenios la historia, el arte, la literatura y sin duda han dirimido las luchas humanas cuando la razón, la negociación, la palabra y las virtudes ciudadanas ya no tienen cabida. Me ha tocado el placer de disfrutar con calma y detenimiento el potente arte guerrero de los aztecas. Igualmente, la escultura china o las tradiciones militares japonesas dan fe del valor del heroísmo guerrero en la vida humana. Sangre y heroísmo, sangre y nación, sangre y patria, sangre y “verdadera” religión. Pero, ¿podemos hablar de sangre y democracia?
En La muerte de Artemio Cruz, de Carlos Fuentes, el protagonista le da la espalda a los ideales de la revolución mexicana. La sangre se vincula entonces a la democracia –entendida como libertades políticas y justicia social–, la cual es traicionada por el personaje cuyo pecado no es haber formado parte de un enfrentamiento armado sino haber prostituido los ideales que dieron sentido a tal enfrentamiento. Otro caso, un lugar común, es recordar a los nazis y los aliados por cuanto no pareciera sensato pensar que Hitler hubiera dado paso a una salida negociada del conflicto mundial. La guerra terminó dando paso al florecimiento europeo de la postguerra, en el cual la política jugó un papel estelar y conformó el añorado Estado de bienestar, producto de socialdemócratas y demócrata cristianos que supieron construir sociedades que todavía son ejemplo en el mundo, como el caso escandinavo. Sangre y democracia están aquí estrechamente unidos.
La fiesta del chivo, de Mario Vargas Llosa, nos cuenta la historia del comando de hombres que asesinó al espantoso Rafael Leonidas Trujillo, dictador de República Dominicana. Luchaban contra un monstruo que trataba a la hacienda pública de su país como su hacienda personal y a las jóvenes dominicanas como potenciales compañeras de cama. La cruel secuencia en la que Trujillo manosea a Urania, de catorce años para ese momento, pero no puede culminar el acto sexual y la culpa a ella es una metáfora feroz del autoritarismo como violencia pura. Ajusticiar, que no asesinar, a Trujillo es representado en el texto como hazaña; quienes la llevaron a cabo murieron como salvadores de su país.
Visto desde este punto de vista, Óscar Pérez y sus compañeros, entre ellos una mujer embarazada, tienen la medida para convertirse en héroes, cuya resistencia al tirano legitima éticamente sus acciones por más que estas hayan fracasado y sean producto de la locura seductora de los mártires. En primer lugar, no mataron ni hirieron a nadie con sus actividades, sin duda delictivas dentro de la jurisdicción venezolana por cuanto significaron amenazas hacia instituciones del Estado y sustracción de armas. En esto se distinguen del matón del Che Guevara, tan admirado por la izquierda antidemocrática, y cuyos Diarios describen a un voluntarista irredento, que para colmo estaba en guerra contra el gobierno de Bolivia que ni siquiera era el de su país. También se diferencian de Hugo Chávez, involucrado en dos golpes de Estado en 1992 que dejaron un lamentable saldo de muertos y heridos. En segundo lugar, si el fin justifica los medios, como nos indica el milenario culto al guerrero, enfrentar a la revolución bolivariana, podrida y letal, no puede compararse con la violencia ejercida hacia los venezolanos por el Estado en este momento.
Volviendo a la literatura, nada más lejano de La Ilíada que dividir a griegos y troyanos en buenos y malos, maniqueismos propios de las epopeyas cristianas como La canción de Rolando o del cine de Hollywood. Cada bando tenía sus héroes, los cuales, con la posible excepción del troyano Héctor, no se distinguían precisamente por la pureza de sus motivaciones y lo intachable de sus conductas. El oír a Óscar Pérez perorar sobre la libertad y la Constitución en nombre de nuestro señor Jesucristo y el dios de Israel, el hecho de que se creía un iluminado con un destino manifiesto, el disparate de lanzarse solo contra un enemigo que posee toda la fuerza del Estado, nos hablan del héroe tanto como del mártir tocado por la locura singular del que se cree abanderado de los dioses. Muchos venezolanos opositores dudaron, razonablemente dado lo antes dicho, de sus intenciones. Tal desconfianza ha cedido ahora ante la verdad desmesurada de su martirio y el juego macabro oficial de no entregar los cadáveres ni permitir presencia de familiares en los entierros.
Pero no es suficiente señalar el nacimiento de un héroe; mucho más vital es denunciar su muerte y la de sus compañeros como una flagrante violación de los derechos humanos y mucho más realista interrogarse por la factibilidad de una salida violenta en Venezuela, que en definitiva era la propuesta de Óscar Pérez. A menos que la negociación en República Dominicana, suspendida a raíz de que el gobierno acusó a la oposición de entregar a Pérez como una concesión a la contraparte oficial, lleve a una transición democrática, las salidas pacíficas no se vislumbran. No obstante, no es realista proponer una invasión extranjera, como recientemente lo planteó el economista venezolano Ricardo Hausmann. No hay países dispuestos a hacerla, es muy mal vista como salida en América Latina, causa rechazo en la población porque se temen las consecuencias y la OEA no cuenta con “cascos azules” como la ONU. Una guerrilla tampoco parece una alternativa contra un narco-Estado como el venezolano. Por último, las manifestaciones públicas han sido salvajemente reprimidas.
Solo queda la implosión del chavismo-madurismo hasta el punto de que parte de los revolucionarios prefiera que Nicolás Maduro abandone el poder antes de que Venezuela siga como está, con lo cual podría propiciarse la división de las fuerzas armadas. Este camino (¿lo pretendía Pérez?), el único factible para salir de Maduro en mi humilde opinión de ciudadana venezolana, sigue –por desgracia– dejando en manos del chavismo y de las armas el destino del país.
¿El 2018 traerá sorpresas? ¿La salida pacífica? Es mi mayor deseo, pero si no es ocurre cabe recordar La divina comedia, de Dante, autor celebrado este año: el lugar de los tibios, los cobardes y pusilánimes –lo contrario a -Óscar Pérez– es la antesala del infierno. Vale la pena recordarlo antes de tomar decisiones sin sentido frente a las elecciones presidenciales espurias que el tirano acaba de ordenar para dentro de tres meses.
Gisela Kozak Rovero (Caracas, 1963). Activista política y escritora. Algunos de sus libros son Latidos de Caracas (Novela. Caracas: Alfaguara, 2006); Venezuela, el país que siempre nace (Investigación. Caracas: Alfa, 2007); Todas las lunas (Novela. Sudaquia, New York, 2013); Literatura asediada: revoluciones políticas, culturales y sociales(Investigación. Caracas: EBUC, 2012); Ni tan chéveres ni tan iguales. El “cheverismo” venezolano y otras formas del disimulo (Ensayo. Caracas: Punto Cero, 2014). Es articulista de opinión del diario venezolano Tal Cual y de la revista digital ProDaVinci. Twitter: @giselakozak
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Posted: February 5, 2018 at 1:16 am