Treinta libros
Ricardo Pohlenz
Marshall McLuhan me enseñó que el medio es el mensaje. Uno toma las cosas de quien vienen, a través de quién vienen, sea el medio que sea, paloma mensajera, paquete postal, impresos en exhibición, código electrónico o wifi. Lo que dices o dejas de decir ha pasado de ser material para chismes y habladurías para convertirse en tendencias, tan efímeras como el paso de las publicaciones en la red social que escroleas a mitad de camino entre la inercia y el aburrimiento. Marie Kondo ha declarado en su nuevo programa de Netflix que, respecto de los libros, tener unos treinta (es decir, treinta) es más que suficiente, y esto ha dado pie al escándalo en redes (en los términos y en la proporción que esto puede ser escandaloso), tanto entre aquellos que se las dan de cultos y acumulan libros y entre los que no se las dan pero sienten un no-sé-qué a mitad de camino entre el tabú y la impronta al respecto de conservar o deshacerse de los libros. ¿Cómo nada más treinta? ¡Vean mi biblioteca! ¿Cómo me deshago de los otros 4970?
Una opción es deshacerse de ellos en aras de un fin superior. Maru Calva, Macarena Hernández, Mauricio Marcin y Jerónimo Rüedi reunieron sus acervos para fundar una biblioteca pública dedicada (o afocada o abocada) a las artes visuales. La llamaron Aeromoto y está en la calle de Venecia, en el borde de la colonia Juárez. La invitación a hacer donaciones está abierta pero la criba es muy estricta. Los temas y contenidos deben ser sobre o afines a las artes visuales. Entre los títulos que tienen está un ejemplar de Mil mesetas, de Gilles Deleuze, que fue de Karen Cordero. Pienso en eso, en dejar ir Mil mesetas. Lo tuve a título de préstamo varios meses durante los cuales dediqué mis ratos libres al leerlo, por diversión. Era tan iluminador como evanescente. Lo dejé ir también, de manera simbólica: lo devolví sin haberlo terminado, había otros esperando poderlo leer.
Otra opción es hacer negocio con todo esos libros que te sobran —que algún momento te interesaron pero que hacen mucha bola (pienso en ese momento en el que no hay espacio en los libreros y empiezan a formarse pilas de libros), como lo hicieron Luigi Amara, Óscar Benassini, Guillermo Nuñez y Diego Rabasa para armar la Muciélaga, librería de segunda mano (aunque igual le compraron un lote de libros a Agustín Jiménez de la Torre de Lulio para abrir). El día de la inauguración compré, a manera de gesto de buena voluntad, un ejemplar de la versión en inglés de Tintin y el arte alfa, álbum inconcluso del belga Hergé que estaba buscando para hacer un palimpsesto sobre arte, colonialismo y belgas. Una iniciativa semejante —aunque distinta— la tuvo Selva Hernández al fundar su Oficina del Libro después de regentear con éxito la librería de segunda mano que heredó de su madre. Incluso yo, un rato, y a manera de performance, abría por las tardes la librería La Clandestina que tiene Perla Espínola en el barrio de Santa María La Ribera. Como merolico, le insistía a los transeúntes que se asomaran a la mesa que había armado con libros de los que había decidido deshacerme (me había deshecho ya de un par de cientos en una venta de garaje; un lote importante lo compró el artista Carlos Agustín como acervo para su hija, quien estudia literatura) junto con los saldos de la editorial Aldus que llenaban los libreros por aquel entonces. A pesar de que les insistía en que se llevaran el Paterson, de William Carlos Williams, o el Palas, de Ricardo Cázares, acababan llevándose el mío, La vocación del submarino, un poco porque era más barato, pero también por el hecho de que le dibujara un submarino en la portadilla y se los firmara. Este encuentro con el autor y el vínculo tan perentorio como fugaz que permitía este intercambio, creando lo posibilidad de una doble narrativa (lo que acabó por convertirse en la parte más significativa del performance) una de la que daba testimonio en Twitter y otra —ajena y potencial— que tenía el libro como piedra de toque.
Fue a partir de la traducción al inglés de su libro La magia del orden, aparecido en Japón en 2011, Marie Kondo se convirtió en una celebridad mediática seguida por miles. Los videos que muestran cómo debe doblarse y organizarse la ropa llevan subidos en el internet varios años. Uno los ve, los vuelve a ver, una y otra vez, fascinado con las posibilidades del orden, explicado como un sistema para encontrarle lugar a todo: el método KonMari para poner orden en la vida separando las pertenencias en distintas categorías —una a la vez— para quedarse sólo con aquello que tiene (que despide o comunica) una “chispa de alegría”. Esta es la traducción literal del inglés “spark of joy” que es lo que más se acerca al japonés ときめく(tokimeku), que significa o equivale —más o menos— a vibración, pulsación o estremecimiento. Una vez hecho esto, se le busca lugar a aquello que te produce alegría (algunos exégetas han llegado al extremo de igualarlo con aquello que produce felicidad) y se tira lo demás.
Debe tenerse en cuenta esto, por ejemplo, para escoger (o mejor dicho, sentir el estremecimiento, la sacudida, o la emoción que tiende o comunica —de manera tan eléctrica como inconsciente— tal o cual objeto (en este caso, tal o cual libro), y para lo cual no se puede hacer la lista en abstracto (cosa que había hecho de facto en mi cabeza con una lista que incluía el Moby Dick, de Melville; los Cantos, de Pound; la Tierra Baldía, de Eliot; el volumen que reúne la Galaxia Concreta brasileña; los Cuadernos del bosque de pinos, de Francis Ponge; los textos reunidos de Robert Smithson, las notas de Duchamp; el Ulises, de Joyce; la Tirada de dados, de Mallarmé; La broma infinita, de David Foster Wallace; el Petróleo, de Pasolini; y el Paradiso, de Lezama Lima, que da cuenta —sobre todo— de mi criterio general. Si iba yo a escoger treinta libros, tenía que sacar el acervo que tenía a la mano (unos dos mil libros) de sus libreros, sacudirles la modorra acumulada, ponerlos en el suelo e ir tocándolos uno por uno en pos de ese golpe de alegría –ese gesto, es guiño, es no sé qué— que tendrían que darme como valiente polichinela dispuesta al ejercicio. Más o menos los fui sacando de los libreros —he de confesar que sacaba algunos para luego meterlos y sacar otros, un poco por comodidad, un poco también para no aportar con más tiradero al que hay en la casa de por sí. (En la sala esperan algunas cajas para ser llevadas a una bodega). Y más que tocarlos, cerraba los ojos y los abrazaba, esperando una respuesta inconsciente, un sí o no que no se abocara a mi criterio y que determinara esa respuesta más allá de lo racional (o más bien, de las convenciones que determinan nuestra racionalidad). De todos los libros que he mencionado, el único que me respondió con un sí energético cuando me lo llevé al pecho fue Moby Dick, abracé los Cantos de Pound y la Tierra Baldía de Eliot varias veces, para mi sorpresa y descrédito, y ¡nada!: un lacónico “no” en el borde mismo de mi inconsciente. Lo mismo pasó con” el I Ching (la edición en español a partir de traducción al alemán de Richard Wilhelm). Tampoco tuvieron el “sí” Ítalo Calvino, Samuel Beckett, Thomas Bernhard o Franz Kafka. Para mi sorpresa, los siete tomos del Lanzarote de Lago, traducidos por Carlos Alvar, tenían un sí los siete juntos (mientras que seprarados sólo tenía ese “sí” —tan medieval— el tomo 6 (El bosque encantado) debido a lo cual decidí prescindir (supongo que haciendo un poco de trampa) de todos por igual.
Paradójicamente, hubo libros que, para mi sorpresa o descrédito, esa misma vocecita les daba el “sí” una y otra vez: la Ladera este, de Octavio Paz (un ejemplar de la segunda edición de Joaquín Mortiz, sucio y maltratado que, por otra parte, sirve como punto de partida para un proyecto de libro objeto que he estado desarrollando desde el año pasado) y el Kublai Khan, de Julián Herbert —una y otra y otra vez lo abrace para repetirme cada vez: “sí”, “sí”, “sí”. Hice lo mismo con mi primera edición de La región más transparente, de Carlos Fuentes. Lo abracé y pregunté y pregunté, y sí, decía “sí” todas las veces. Aturdido por mi inconsciente, repetí el gesto varias veces con El fuego y el relato, de Giorgio Agamben, con las Etiópicas, de Helidoro, o De ser numerosos, de George Oppen; sobre todo porque no los he leído. El resultado fue el mismo: una unanimidad coral desde el lugar donde el lenguaje dejar de ser lenguaje.
El resto de mi lista, después de sacar, poner en una pila y llevarme al pecho casi todos mis libros, pude darme cuenta que mis libros de cine pasaron sin pena ni gloria (puedo entenderlo con Wenders, pero, ¿Antonioni también?, mis libros en gran formato (lamenté, por ejemplo, que no sonara la campanita inconsciente con Los volantes del conejo, de Víctor Sulser (no es que hubiera chicharra inconsciente, ni campana; era un “sí” tal cual o no había nada). Tampoco hizo mella mi séptima impresión del Watchmen, de Alan Moore, ni ninguno de las compilaciones hechas por Bill Blackbeard de los cartones dominicales de Krazy & Ignatz, escritos y dibujados por George Herriman. ¿Y qué decir de mis libros de (y sobre) Raymond Roussel —con los que estuve trabajando el año pasado para crear un seminario sobre medios alternativos de narrativa? Pasaron por mis manos en silencio (sin ping, sin pong y sin pang).
Más allá de que me deshaga del resto de los libros (argumentando que, como escritor, los necesito en mayor o menor medida, ya sea como referencia, fetiche o bulto), y considerando —además— que me deshago periódicamente y en la medida de lo posible de cuanto libro puedo, sin pensar jamás que pueda llegar a la portabilidad o funcionalidad o brillo o alegría que pretende Marie Kondo para un acervo en constante mutación (a tal conclusión llegue también al ver la evolución del proceso de selección) presento a continuación la lista —más o menos arbitraria— que resultó de este pequeño experimento que removió polvo y energía de mis libreros. El orden no tiene ninguna intención, los anoté como fueron llegando, sin que unos sean más importantes que otros. Todo lo que pueda decir para justificar o para explicar las elecciones de mi inconsciente —esa “chispa de alegría” que esté lista para provocar el incendio— está demás. No hay Lacan ni ha sido un ejercicio crítico; el contenido —tan aleatorio como sorpresivo— me resulta todavía inquietante.
1. Arkadii Dragomonshchenko, Descripción
2. Francis Ponge, Métodos
3. Carlos Fuentes, La región más transparente
4. Octavio Paz, Ladera este
5. Nicolás Guillén, El libro de los sones
6. Robert Musil, El hombre sin atributos Tomo 1
7. Alfred Kubin, La otra parte
8. Ciro Alegría, El mundo es ancho y ajeno
9. Giorgio Agamben, El fuego y el relato
10. Heliodoro, Las Etiópicas
11. George Oppen, De ser numerosos
12. William Carlos Williams, Paterson
13. Charles Bernstein, L=A=N=G=U=A=G=E contraataca
14. Malcolm de Chazal, Historia del Dodo
15. Fernando Pessoa, Libro del desasosiego
16. José Lezama Lima. Poesía (Edición de Emilio de Armas)
17. La escritura en libertad, Antología de poesía experimental (Edición de Fernando Millán y Jesús García Sánchez)
18. Pierre Souvestre y Marcel Allain, Fantomas Tomo I
19. Paul Valery, El cementerio marino
20. C.P. Cavafis, Poesía completa
21. Charles Olson, Los poemas de Maximus I
22. Herman Melville, Moby Dick
23. Francois Rabelais. Gargantúa y Pantagruel
24. Clarice Lispector, Cuentos reunidos
25. WHI Bleek y Lucy C. Lloyd, Especímenes de folclore bosquimano
26. Julián Herbert, Kublai Khan
27. Hugo Pratt, Mu
28. Eduardo Chirinos, Humo de incendios lejanos
29. Francis Picabia, Poemas
30. Saint John Perse, Poesía
Ricardo Pohlenz es escritor, poeta y crítico. Ha colaborado en diversas publicaciones, entre las que destacan Flash Art, Art Nexus, Vuelta, Letras Libres, Errr, Icónica, Mula Blanca, entre otras. Es autor del libro de relatos Lounge, los libros de poemas El azul del cielo, Cetacea y Bac Kga Mon y el libro de varia invención La vocación de submarino. Conduce el programa “La vocación renacentista del mil usos” en radio.centrocultura,digital.mx e imparte el Taller de poesía visual en Taller Prosperidad.
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Posted: January 24, 2019 at 9:45 pm