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De la inutilidad de las universidades
COLUMN/COLUMNA

De la inutilidad de las universidades

Gisela Kozak

La universidad contemporánea obedece al ideal ilustrado que supone que el conocimiento es posible y sirve a la sociedad. Sin este ideal no hay universidad tal como la conocemos ahora. El Estado y la sociedad civil invierten en educación porque se piensa que, efectivamente, la medicina cura, la ingeniería resuelve problemas claves para la existencia urbana contemporánea, la economía puede ayudar a que las sociedades resuelvan su subsistencia y la ciencia es capaz de entender el funcionamiento del planeta y del universo. Igualmente, el derecho tiene la manifiesta utilidad de regular las difíciles relaciones humanas. Existen facultades y departamentos de humanidades porque partimos de que la reflexión sobre el pasado, la transmisión y análisis de los logros literarios y artísticos o los retos milenarios de la filosofía son prácticas humanas que se constituyen como horizontes de sentido y conocimiento. Pensar sobre las líneas de nuestros antepasados es, en definitiva, lo más humano que puede haber. ¿Pero qué pasa cuando los fundamentos mismos de la universidad solo se contemplan en términos de expresión de las relaciones de poder inscritas en el capitalismo como opresión generalizada? ¿Qué ocurre cuando las ideas mal digeridas del pensamiento postmoderno y postcolonial de universidades del primer mundo son aplicadas por regímenes autoritarios que ponen en duda la posibilidad de la verdad y condenan los saberes universitarios por reproducir patrones de colonización extranjera?

Ocurre lo que ha pasado en Venezuela: los países se convierten en distopías como Mad Max, con minorías tiránicas que manejan las necesidades básicas de la población y la tratan cual masa imbécil capaz de creer las mentiras de un régimen depredador. El que haya tanta gente en Venezuela que no crea estas mentiras indica que las personas pueden efectivamente inferir que realidad y propaganda no son lo mismo. Por supuesto, fanatismos idiotas hay siempre. Todavía dentro y fuera de Venezuela hay gente que cree que Nicolás Maduro es un héroe antiimperialista, del mismo modo que hay personas que no quieren vacunar a sus hijos y que juran que la tierra es plana.

Si el país con las reservas de crudo más grandes del mundo no llega al medio millón de barriles diarios de exportación, no es por obra del ogro imperialista. La revolución bolivariana destruyó una de las empresas petroleras más importantes del mundo, PDVSA, al prescindir en 2003 de casi veinte mil empleados con altísimos niveles de calificación universitaria y laboral. Los sustituyó por funcionarios ideológicamente leales y los resultados están a ojos vistas. Lo mismo funciona para el sector eléctrico, el agropecuario y el agua potable, por no hablar de las telecomunicaciones, las industrias culturales y la educación, que es el punto central de este artículo.

Si la universidad deja de entenderse como el lugar del pensar y del aprender pensando, si se parte de que el saber científico-tecnológico solo sirve al neoliberalismo y a la destrucción de la naturaleza, si las ciencias sociales y las humanidades solamente se validan por la entrega histérica a la ideología hegemónica y no por una comprensión más plural y creativa del mundo, el producto serán las universidades dominadas por la tiranía en Venezuela, tales como la Universidad Bolivariana, verdadera escuela de catecismo revolucionario. Las ideas del pensamiento postmoderno y decolonial respecto a la ciencia o a la filosofía como simples productos de la colonización europea o respecto a la razón ilustrada como razón opresiva, no han conmovido todavía los cimientos de Harvard, Yale, Oxford o la UNAM. No lo han logrado porque aún esas universidades responden al ideal ilustrado en medio de una ola mundial de desprecio al conocimiento proveniente de los sectores rabiosamente anti ilustrados de la izquierda y la derecha antiliberales. Pero todo puede pasar, tal como lo sabemos los venezolanos. En mi calidad de profesora universitaria latinoamericana, escritora, demócrata liberal, interesada en la causa ambiental, feminista y activista LGBT, deploro que el imprescindible estudio de nuestra diversidad cultural e histórica latinoamericana y de las discriminaciones de todo tipo se guíe por tendencias tan regresivas en nombre de tal diversidad y de la lucha contra tales discriminaciones.

Es muy fácil desde las cómodas y bellas universidades norteamericanas y europeas pontificar sobre la decolonialidad cuando la duda sobre el saber no alcanza las cómodas vidas de los colegas, con agua potable, medicinas, luz eléctrica, libros, tecnología y comida disponible. Es muy fácil, pongamos por caso, para una joven afroamericana que estudia en Columbia, New York, desgarrarse las vestiduras por “su raza y su sufrimiento” mientras una joven afro venezolana que estudia en la Universidad Bolivariana de Venezuela gana unos pocos dólares al mes por trabajar con baja eficiencia en una oficina pública sin agua potable y depende de bolsas de comida concedidas por la tiranía para su sustento. Esto es lo que pasa cuando el capitalismo es sustituido por un gobierno convencido de que el conocimiento solamente refleja el horror del siniestro neoliberalismo y no tiene valor por sí mismo. Es lamentable, y lo digo como mujer formada en las convencionalmente llamadas humanidades, que semejantes ideas hayan salido de los departamentos de literatura y filosofía de Estados Unidos y Europa occidental.

No es de extrañar entonces que las universidades nacionales públicas venezolanas, autónomas o no, no sean ni la sombra de lo que eran, incluso con los defectos que tenían antes de 1998, muy relacionados por cierto con prácticas burocráticas y académicas ligadas a intereses sindicales y a disminuir la exigencia académica y laboral. Tampoco es de extrañar que la revolución bolivariana las haya ahorcado financieramente hasta el punto de que a duras penas funcionan, como un organismo agonizante. Si el saber no tiene valor, para qué invertir en él. Si el saber no tiene valor por qué afirmar que los profesores saben más del tema académico que sus alumnos o que los obreros y empleados que trabajan en las universidades. Si el saber no tiene valor, qué sentido tienen la autonomía académica y administrativa. Ninguno. Por tal razón, la revolución bolivariana se ha propuesto que los rectores y decanos de las universidades venezolanas deben ser escogidos por el voto de cinco sectores: estudiantes, profesores, egresados, obreros y empleados. La universidad es, pues, una república con relaciones de producción capitalistas en las que los profesores somos la burguesía y los demás el proletariado. Se nos debe colocar en nuestro justo sitio. De nada sirven los doctorados, los trabajos de ascenso, los idiomas, las publicaciones, la experiencia docente, las tesis tutoreadas. Tampoco que los profesores seamos el sector más estable de la universidad en el tiempo y que los rectores y autoridades deban tener credenciales adecuadas. De nada sirve razonar que los estudiantes pasan solo unos años en la institución y que los obreros y empleados son un sector de apoyo y no parte de la vida académica. Como una vez me dijo una secretaria: ¿y por qué yo no puedo ser rectora de la Universidad Central de Venezuela? Adelante, tal vez ahora tenga la oportunidad de serlo.

Desde luego, tal maniobra de la tiranía intenta suscitar peleas entre los diversos sectores dentro de las universidades públicas nacionales, muy díscolas con la revolución bolivariana, y aunque se supone que antes de seis meses hay que cumplir la orden del Tribunal Supremo de Justicia, está por verse lo que ocurrirá tomando en consideración la inestabilidad del país. Lo que sí está claro es que la autonomía universitaria, como bien dijo el Che Guevara, solamente es útil en el sistema capitalista; en el socialismo es una rémora. Cabe preguntarse por qué la revolución bolivariana no aplica la misma receta electoral en las universidades bajo su bota. Voy más lejos: por qué no la aplica en las fuerzas armadas de modo tal que los generales sean escogidos por soldados rasos y personal de limpieza. O en las clínicas costosas a las que van a curar su males la nomenclatura chavista-madurista, de modo tal que se haga una amplia consulta democrática sobre quién opera a algún jerarca con apendicitis.

En todo caso, los universitarios no podemos caer en la trampa de pensar que se deben celebrar esas elecciones porque las ganaremos dada la abrumadora impopularidad de Maduro. La universidad no es una república, es una institución donde las jerarquías tienen sentido porque conducen a la docencia, la investigación y el pensamiento. Por lo tanto, el problema de la democracia universitaria no reside en la elección de las autoridades sino en la libre apropiación, expresión y circulación de ideas y en la no discriminación de los miembros de la comunidad por razones ajenas a sus aptitudes. Una educación superior de calidad no pasa por convertir las instituciones en fiestas populistas sino en orientarlas a los fines propios de la universidad del siglo XXI, los cuales trascienden por cierto la calificación de cuadros para las empresas o la simple masificación del cupo.

Innumerables veces he retado a personas de izquierda a que me digan cuál universidad digna de tal nombre tiene semejantes preocupaciones electoreras, propias de lejanas revueltas estudiantiles de hace más de medio siglo. En lugar de desvelarnos por la calidad, sentido y pertinencia de las universidades nacionales autónomas, en las que por cierto el voto estudiantil y profesoral para escoger autoridades funciona, la tiranía obliga a prestar atención a estas proclamas sensacionalistas. El fin es acabar con la autonomía universitaria de una buena vez y que la tiranía maneje a su antojo la educación superior, con un comisariato ideológico al mejor estilo comunista del siglo XX, imbuido en su objetivo de impedir la herejía neoliberal. Eso sí, ni pensar que con semejantes políticas educativas se logrará, por ejemplo, enviar gente al espacio exterior como hicieron los soviéticos; el socialismo criollo no es a la rusa, si acaso se compara con el socialismo miserable de la China de Mao Zedong, convenientemente olvidado por el capitalismo autoritario chino de hoy día.

 

Gisela Kozak Rovero (Caracas, 1963). Activista política y escritora. Algunos de sus libros son Latidos de Caracas (Novela. Caracas: Alfaguara, 2006); Venezuela, el país que siempre nace (Investigación. Caracas: Alfa, 2007); Todas las lunas (Novela. Sudaquia, New York, 2013); Literatura asediada: revoluciones políticas, culturales y sociales (Investigación. Caracas: EBUC, 2012); Ni tan chéveres ni tan iguales. El “cheverismo” venezolano y otras formas del disimulo (Ensayo. Caracas: Punto Cero, 2014). Es articulista de opinión del diario venezolano Tal Cual y de la revista digital ProDaVinci. Twitter: @giselakozak

 

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Posted: September 23, 2019 at 12:15 am

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