Fiction
Fidelidades
COLUMN/COLUMNA

Fidelidades

Francisco Hinojosa

Es cierto que le gustaban las mujeres, pero su corazón estaba en otra parte. Por las mañanas Lu Santos bajaba a la cochera a admirar su auto, revisaba que todo estuviera en orden, se metía de nuevo a la casa y salía unos momentos después, con el portafolios en mano, dispuesto a conducir su flamante carro.

No era flamante, aunque él sí lo creía. Tampoco era un último modelo o uno que le arrancara el suspiro a sus mujeres, que iban cambiando casi tan rápido como el kilometraje. Una por cada quinientos. Y es que Lu solía disfrutar de su coche, de nombre Araceli, su primera novia, haciendo recorridos sin sentido por las carreteras que fueran, como si se tratara de una exhibición. Si alguna de sus acompañantes no hacía un gesto, por mínimo que fuera, de admiración por el vehículo, Lu pensaba de inmediato en prescindir de ella.

Para conducir usaba guantes –unos guantes deportivos con los dedos recortados. Así sentía que al manejar acariciaba el volante. Conducir y acariciar para él eran sinónimos. Lo mismo sucedía con la palanca de velocidades: hacía los cambios con una frecuencia inusual, sin necesidad: o más bien con la necesidad de otorgarle la misma importancia, las mismas caricias, que al manubrio. Había en ello algo de presuntos celos entre ambos que no le permitía ser injusto.

Al no ser un automóvil de transmisión automática: la palanca de velocidades era importante, pero también los pedales: quedarse sin clutch era como tener una mujer sin alguna de sus mejores cualidades. En este sentido, los zapatos de conducir eran distintos de los de uso común: cómodos, con la suela delgada, como si buscara menos interferencia entre la piel y el hule. Siempre los tenía bajo su asiento. Al entrar o salir del auto se los cambiaba por los de uso diario.

Lu era contador público. Hacía dos años que se había separado de su esposa Xochiquetzali, con quien no procreó. Tampoco tuvo con ella, salvo contadas excepciones, satisfactorias relaciones íntimas. Vivía solo en un conjunto residencial de treinta casas. Había tenido contactos sexuales con siete de sus vecinas, todas casadas, salvo Lorenza, que tenía a la sazón diecinueve años y era hija de los habitantes de la casa 14. Con una de sus vecinas (casa 6) hubo necesidad de recurrir a un ginecólogo, cliente suyo, para practicar un aborto. Tenía dos ahijados en el conjunto. Le llevaba la contabilidad a diecisiete de sus vecinos. Con las esposas de seis de ellos se había acostado, casi siempre motivado por la venganza: creían que sus coches eran más lujosos o más llamativos que Araceli. Además de lavar su auto –cosa que practicaba como acto amoroso–, hacía algo más de deporte: los domingos caminaba media hora y a veces, entre semana, cuando podía llegar tarde a la oficina, practicaba una especie de aeróbics que hacía con el televisor encendido en el programa “Vida sana”.

Por lo demás, Lu Santos era una persona común y corriente, como él pensaba de sí mismo. Veía que algunos de sus pares contadores cuidaban sus automóviles, que muchos tenían relaciones sexuales clandestinas, que también apadrinaban niños y que por lo general eran alcohólicos, como él, que no podía dejar de beber diario todas las noches. No había vez que no se durmiera medio pedo, con o sin compañía. Antes de irse a la cama se echaba un alka-seltzer para asegurar, la mayor de las veces, un despertar sin cruda.

Le causaba más placer cuidar su coche que meterse en la tina con alguna mujer y enjabonarle la espalda. Lavaba las llantas con una espuma especial importada de Alemania, aspiraba los asientos y los pisos, lo enceraba cada mes y lo cubriría con una manta impermeable mientras no lo usaba. Aprendió a cambiarle el aceite y a hacerle la afinación él mismo para que otras manos no lo tocaran. Nunca lo entregaba a un valet parking. Solía elegir estacionamientos en los que nadie más que él lo manejara.

Una noche lo dejó estacionado en la calle. Buscó un lugar en el que tuviera luz. Había quedado de verse con algunos excompañeros de la facultad en un restaurante que no conocía. Bebió tan solo una cerveza por temor a que lo detuvieran con aliento alcohólico y le quitaran el coche. Al salir descubrió que su auto había desaparecido y enloqueció. Preguntó a la gente que pasaba por allí si no habían visto al ladrón de Araceli, que describió a todo detalle. Al no obtener alguna respuesta, y después de mentar madres a todo pulmón, hizo lo que tenía que hacer: ir a levantar una denuncia en la delegación de policía.

Los trámites, como suelen ser, fueron tardados y engorrosos. Solo le dijeron que el automóvil ya estaba reportado, que pronto aparecería y que cuando eso sucediera debía regresar para recuperarlo con la documentación que avalara su propiedad. Esa noche, por más de que se fumó un cigarrillo de marihuana y de que se tomó una pastilla completa de rivotril, no pudo conciliar el sueño.

Decidió no ir ese día a la oficina. No se bañó ni se rasuró. Hizo cuatro llamadas a la delegación de policía para preguntar sobre su caso y siempre obtuvo la misma respuesta: “en cuanto aparezca su coche no dude de que le llamaremos: nuestras patrullas tienen los datos y lo están buscando por toda la ciudad. Aparecerá algún día.”

“Algún día”, les reclamó, como si se tratara del secuestro de un político a quien buscarían con la policía y las fuerzas armadas a lo largo del país: “algún día”.

Finalmente llegó el momento. Una noche, cuatro después del robo, recibió una llamada para decirle que podía pasar por su automóvil. Le recordó el sargento que para recuperarlo debía demostrar que era de su propiedad. A la hora ya estaba allí con los documentos. Recibió el coche en un estado lamentable: lleno de basura y de pelos de animal. Al llegar a su casa lo empezó a patear:

–¡Eso te mereces por andar de puta! ¡Siempre estás viendo a quién se le antoja manejarte! ¡Te vas al deshuesadero mañana mismo! ¡Puta!

Los vecinos alertaron pronto a la policía por ver a alguien tan enojado y vociferante en medio de la calle.

Luego de tres días de delirio en un hospital psiquiátrico, desesperado, Lu se quitó la vida por la vía de la soga.

 

Francisco Hinojosa es poeta, narrador y editor. Es autor y antologador de más de cincuenta libros y columnista de Literal. Su twitter es @panchohinojosah

 

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Posted: July 28, 2020 at 8:58 pm

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