Enfermedad mortal
Daniela Tarazona
Ya casi olvido el día en que me confiné en casa. Fue hacia el 20 de marzo y mis expectativas sobre la pandemia eran inciertas, casi del mismo modo que lo son ahora. Dejé de revisar las noticias a la mitad del camino. Que los dioses de la corrección y el biendecir me perdonen. Seguí escuchando acerca de la curva eterna pronunciada por López Gatell, nuestro vocero de la salud. Luego, al vuelo, leí alguna nota acerca de la protección ante el virus que tiene el tipo sanguíneo “O”, que es el mío, y me tranquilicé un poco, aunque nunca he estado realmente preocupada por enfermar de Covid-19.
También supe de los casos de niños enfermos graves en Estados Unidos o, en días recientes, de los enfermos de mediana edad que mueren de apoplejía allá, a pesar de no haber tenido síntomas graves. Vi que los excusados son depósitos peligrosos y que podemos contagiarnos por ellos, en el reportaje de un noticiero de televisión. Multipliqué los números de contagiados por siete, luego por ocho. Después, desistí de las operaciones matemáticas.
Confieso sentir cierta resignación que podría parecer apatía. Quiero decir que la pandemia me parece trágica, sin embargo, la amenaza no se puede eludir. Aunque las medidas de sanidad siempre son adecuadas: la protección conlleva salud porque somos un cúmulo de gérmenes. La amenaza deriva de nuestros cuerpos.
Cuando era niña, me iba a la escuela en el autobús rotulado con el nombre de ella, teníamos la eternidad por delante: cuarenta niños y niñas hacinados durante dos horas en el tráfico del sur de la ciudad, parecíamos animales de especies diferentes en la misma jaula. Pasábamos por una casa de presidente Carranza, casi esquina con Tres Cruces, en Coyoacán, y de la azotea descendía un mono araña con correa. Lo saludábamos en cada viaje de regreso, encontrábamos la promesa del bicho que suele aguardarnos en la cotidianidad. Yo iba sentada junto a dos compañeras. Una de ellas me dijo, en alguna tarde con el cielo encapotado a punto de llover, que yo tenía manchas en las manos y que eran el signo de una enfermedad mortal. Las venas se me transparentaban en las palmas y parecían pintas rosadas. Me asusté tanto que llegué a casa con hambre para comer, pero con pavor. Quizá la niña tenía razón e iba a morirme antes de tiempo. No lo sabré, pero acabo de cumplir 45 años y sigo viva. Mi cuerpo es también una amenaza para los otros y no quisiera ser pulcra, no quisiera ser ejemplar. Quizá por eso aún ahora tengo las manos con manchas. Que los dioses de la corrección política me perdonen.
Daniela Tarazona es narradora y ensayista. Fue jefa de redacción del suplemento Hoja por hoja del periódico Reforma y ha sido colaboradora de las revistas Luvina, Letras Libres, Crítica y Renacimiento (Sevilla, España) y de los suplementos Laberinto del periódico Milenio Diario y El Ángel de Reforma. Es autora de dos novelas: El animal sobre la piedra (Almadía, 2008) y El beso de la liebre (Alfaguara, 2013). Su Twitter es @dtarazonav
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Posted: July 8, 2020 at 9:37 pm