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La línea equinoccial
COLUMN/COLUMNA

La línea equinoccial

Ricardo López Si

En medio de una charla distendida, algún académico barcelonés describía una frontera abstracta entre un universo construido a partir de preceptos y convenciones morales y otro, más flexible, en el que se desvanecen y se intangibilizan los límites autoimpuestos. Aludiendo al asentamiento en el Magreb de Juan Goytisolo, uno de los escritores más heterodoxos de las letras españolas del siglo XX, reparó en la idea, ampliamente extendida en círculos intelectuales, de la existencia de una línea equinoccial.

El concepto, imperfecto desde un prisma semántico, es una gran metáfora en torno a las supuestas distancias insalvables entre Oriente y Occidente, el Norte y el Sur, el islam y la tradición judeocristiana y, desde luego, entre colonialistas y colonizados. En paralelo, pese a la resistencia secular interpuesta, existen rasgos y valores compartidos que trascienden a esa concepción, aunque el discurso oficial en ambos extremos, desvirtuado por el exceso de ruido, se empeñe en mantener las dos orillas polarizadas.

Sharm el-Sheij, Península del Sinaí.

Alessandra nació en la Milán industrializada, lo suficientemente lejos del sur de Italia como para considerarse una privilegiada. Tiene el cabello ondulado, los ojos ligeramente rasgados y los labios carmesí. Conoció Sharm el-Sheij como turista, hace un par de años. Le sedujo la posibilidad de bañarse en una piscina improvisada en el corazón del mar Rojo. Se enamoró de las puestas de sol. No había oído hablar de las persecuciones a los cristianos coptos ni de las células yihadistas en la zona ni de la montaña de Moisés. Nunca se imaginó pasando los años más fértiles de su juventud en la península del Sinaí. Ignora que se trata de la puerta que separa África de Asia. Pensó que era buena idea asentarse, a sus veintisiete años, en el complejo turístico más occidentalizado de todo Egipto. Su trabajo la consume, pero tampoco le parece la gran cosa. Sus actividades consisten en encandilar a una horda de turistas que remontan el río Nilo buscando diversión y exclusividad. Se trata del único club nocturno del paseo marítimo. Conversa y, en la medida de sus posibilidades, baila con todos los que se lo pidan. Bebe con un ritmo envidiable. Prefiere el vino, pero el tequila la mantiene más alerta. Se pierde en los lavabos cada cierto tiempo. A veces demora más, otra menos. Tiene mecanizado el repertorio de gestos. Con el correr de las horas, sus ojos dejan de emanar el fulgor de los primeros compases de la noche. Los límites de su vestido van y vienen. Las arrugas lo delatan. Intercambia mesas. Sostiene pláticas de todo tipo. Habla de fútbol si se requiere. Evita situarse con cualquiera de los equipos de Milán. Es incapaz de renunciar a un hombre con buen ritmo para bailar. Los guapos le dan pereza. Su noche parece rutinaria. Circular. Se repite una y otra vez. Su vida transcurre entre los amaneceres negados por las resacas. No ha vuelto a casa desde que partió. No ha aprendido ni una sola palabra en el árabe egipcio. Nunca ha tenido que cruzar una palabra con ningún egipcio. Piensa que es una hazaña encontrar nativos en todo el complejo hotelero. No se arrepiente de nada, aunque se pone un poco melancólica cuando aparece algún gamberro italiano. Se despide con un beso en la mejilla. Se quita los tacones y se desvanece tras cruzar el umbral del lugar. La explotación sexual trasciende a la idea de la línea equinoccial.

Estación de ferrocarriles, Barcelona.

Shaghayegh toma el ferrocarril en Gràcia. Son los primeros días de septiembre, pero no hay indicios de que el verano haya terminado. Aborda el vagón con sigilo, como quien sabe que está en un sitio que aún no le pertenece. Se levanta en cada parada para mirar el tablero. Tiene miedo de perderse. Debe tener unos veintitrés años, quizá más o quizá menos. No es difícil advertir su presencia. A esa hora no hay demasiada gente a quien mirar en los andenes y, además, es el tipo de persona que no pasa desapercibida. Tiene el pelo castaño y liso, hasta la cintura. Sus ojos marrones son lo suficientemente grandes como para perderse. Su nariz y pómulos parecen haber pasado por un quirófano. Lanza miradas audaces en busca de complicidad. Se muerde el labio inferior y agita mucho los manos. Nunca ha estado en Barcelona. No sabe cómo llegar a Bellatera. Se decide a pedir ayuda. Prueba con el castellano, aunque se siente más cómoda con el inglés. Recibe indicaciones mientras esboza una larga sonrisa. La charla se extiende. Le parece buena idea tener compañía durante el camino. Da lugar a confidencias. Ha vivido en Ámsterdam los últimos años de su vida, en un apartamento junto a los canales. Nunca le ha faltado nada. Viaja a menudo por toda Europa. Se considera afortunada por poder estudiar fuera de su país. Quiere probar suerte en Barcelona. No sabe en qué especializarse, pero todas sus amigas le han dicho que es la mejor ciudad del mundo, que los inviernos son menos crueles y que las noches más largas. Lamenta que Ámsterdam no tenga playa. Nació en Teherán. Es hija de una revolución que no le interesa. Dice que es persa y no árabe, porque los árabes son otro tipo de gente. No extraña el bullicio de su ciudad. No la recomienda en lo absoluto, especialmente en verano. No da crédito a que alguien quiera visitarla. Dice que hay pocas formas de divertirse y que es una ciudad demasiado caótica. El único lugar de su país que le produce cierta nostalgia es Isfahán. Dice que es la mitad del mundo. La recuerda como un inmenso jardín. Habla poco con su familia. Su padre le manda dinero cada mes. No le inquietan las noticias que aluden a Irán como semillero de terroristas. Condena los estereotipos. Prefiere no leer cosas sobre política. Se reserva su opinión sobre Trump. Dice que nadie puede aspirar a ser un país desarrollado en una zona tan convulsa y que la gran condena de Irán es tener que lidiar con el hecho de que Irak y Afganistán sean sus vecinos. El sólo hecho de mencionarlos le produce incomodidad. La lucha de clases, también, trasciende a la idea de la línea equinoccial.

Plaza Yemaa el Fna, Marrakech.

Pese al desembarco del despiadado verano en Marrakech, Hakim trae botines, unos pantalones rotos y ceñidos y una camiseta azul de botones. Su barba se debate entre un ambicioso proyecto y un descuido. Carga bajo el brazo con un libro de Michel Houellebecq. Es hispanista y traductor. Beréber antes que árabe. Dice que la filosofía no te hace más inteligente sino más pobre, y que las revoluciones siempre son gestadas por ricos, puesto que es imposible pensar con la panza vacía. Dice que tuvo que irse a Rabat a estudiar porque Marrakech es una ciudad entregada al turismo exótico, que le hubiese gustado irse a Granada y que Las mil y una noches no son la cumbre de la literatura. Dice que el topónimo de Madrid es una evidencia incontrovertible de la influencia árabe sobre el castellano, que en el sur de Marruecos la cultura no tiene ningún valor y que a nadie le interesa la literatura cuando no tiene nada que comer. Habla del viejo esplendor de Al-Andalus y lamenta que se hayan distanciado tanto las dos orillas del Estrecho. Dice que tiene dos hermanas, y que a la pequeña le gusta hablar en castellano. También dice que le prometió que si aprendía más palabras en castellano le compraría un bolso y unos zapatos más elegantes. Dice que la religión es un lastre para su país y que trata de que sus hermanas no se rijan social y culturalmente bajo los preceptos de El Corán. Y luego, también, casi a modo de susurro, dice que todas las mujeres llevan una puta adentro. ¿Qué lleva a un joven marroquí, que ha hecho hasta lo imposible por desprenderse de un cinturón sociocultural que considera anacrónico, a enarbolar estas ideas y sincerarse de esa manera ante un desconocido? La semilla del machismo trasciende, también, a la idea de la línea equinoccial.

Mausoleo de Hafez, Shiraz.

La gente se arremolina alrededor de Sami. Es taxista y como buen taxista es un gran conversador. Habla de poesía como se habla de religión: con devoción absoluta. Repara en sus sesenta y dos primaveras con la vergüenza del que no ha dejado de sentirse joven. Dice que Hafez, el hijo pródigo de Shiraz, era un poeta sufí. Un hombre justo y respetado. Habla de él mirando al cielo, viendo cosas que los demás no ven. Dice que él representa al sol y el resto de poetas iraníes a las estrellas. Advierte que Irán no se entiende sin Hafez. Habla de El Diván con entusiasmo febril. Lo compara con El Corán. Dice que es el verdadero libro sagrado y que no hay ninguna casa que se precie de ser un verdadero hogar que no tenga un ejemplar del poemario cumbre de Hafez. Saca la carta de Goethe. Dice que el dramaturgo alemán era un gran admirador de Hafez. Habla sobre el Diván de Oriente y Occidente, la última de las antologías hecha por el autor de Fausto, un guiño a Hafez. Dice que no es normal que vengan muchos turistas de Europa y América, sobre todo en época de turbulencia política. Dice que en Irán, especialmente en el sur, se consume tanta poesía como en cualquier rincón de occidente, pero que eso no sale en las noticias. Cuenta que en Irán la poesía es más tangible, que no sólo está la alcance de los más privilegiados, que por eso es tan íntima. Dice que Hafez es un bálsamo, que basta con leer algunos versos para aliviar el alma. Le concede menos mérito a Saadi, el otro estandarte de la poesía persa. Piensa que es duro comparar a alguien con Hafez. Dice que no es justo. La democratización de la poesía, contrario a lo que se piensa en occidente, trasciende a la idea de la línea equinoccial.

 

Ricardo López Si es coautor de la revista literaria La Marrakech de Juan Goytisolo y el libro de relatos Viaje a la Madre Tierra. Columnista en el diario ContraRéplica y editor de la revista Purgante. Estudió una maestría en Periodismo de Viajes en la Universidad Autónoma de Barcelona y formó parte de la expedición Tahina-Can Irán 2019. Su twitter es @Ricardo_LoSi

 

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Posted: November 17, 2020 at 8:00 pm

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