Las fauces de la democracia
Ricardo López Si
Escaparon la mañana de un lunes de mediados de octubre. En medio del desconcierto provocado por la sentencia de la Sala Penal del Supremo por sedición y malversación sobre los implicados en el procés de Catalunya —misma que, como describía Manuel Jabois en El País, «ha obtenido un extraordinario respaldo entre juristas y un durísimo rechazo entre tertulianos»—, desaparecieron misteriosamente del terrario del zoo barcelonés.
El caimán de Cuvier, la pitón de la India, la boa terrestre de Duméril, el cocodrilo de Siam e incluso el impopular monstruo de Gila permanecían inalterables en su sitio, pero los dragones de Komodo, quienes recién habían desembarcado en diciembre desde Indonesia, emprendieron una furiosa huida rumbo al corazón de la Barcelona más cosmopolita con sus 3,5 metros de largo y 150 kilos encima. Entre tanto, los manifestantes convocados por un extraño fenómeno post-apocalíptico llamado Tsunami Democrático comenzaron a agolparse envueltos en una inmensa estelada —que no senyera— entre gritos de «independencia y libertad» y pancartas condenatorias antiespañolistas, en calles como la Gran Vía, Passeig de Gracia, Passeig Sant Joan, Carrer de Roger Llúria, Ronda Universitat, Vía Laietana, Carrer Lluís Companys y la Rambla de Catalunya.
Con el precedente de Hong Kong en el espejo retrovisor —si es que cabe la referencia a nivel ideológico—, las manifestaciones fueron colonizadas por jóvenes inconformes y sedientos de algo más o menos parecido a la democracia, ese antiquísimo término patentado por los atenienses en los últimos años del siglo VI a.C., que casi nadie ha sabido interpretar. Cuesta creer, por otro lado, que el éxodo de los dragones de Komodo haya estado motivado por las ambiciones independentistas del catalanismo moderado y radical, pero que no se tenga duda que habrá gente manipulando cifras y contextos aprovechándose del imperfecto rambleo goytisoliano de los reptiles para llevar agua a su molino. Es entendible que los dragones hayan desestimado internarse en las profundidades del parque de la Ciudadela tras escapar por la puerta principal del zoo —el guardia se distrajo mientras grababa algunos videos de las manifestaciones para inmortalizarlos en el chat familiar de WhatsApp— para merodear el coquetísimo barrio del Born, tomando por asalto el Centro de Cultura y Memoria para impregnar aquellas ruinas arqueológicos de un barniz de épica que hace mucho no tenían.
Antes de llamar a la Guardia Urbana, un periodista en ciernes que repasaba el guión de una entrevista acodado en un local argentino de pizzas, pensó, presa de la excitación, que sería buena idea alertar —a propósito de sus Animales Invisibles— a Gabi Martínez y Jordi Serrallonga, así como a Jacinto Antón, seguramente el escritor que más devoción le ha profesado a aquellas bestias de ojos metálicos. En una jugada de ajedrez capaz de desorientar al mismísimo Gary Kasparov, el Govern, que a ojos del sospechosismo inquisidor estaría detrás del movimiento de desobediencia civil —eufemismo maquinado por un iluminado Quim Torra—, mandó a cargar contra los entonces pacíficos manifestantes para provocar disturbios y crear una atmósfera generalizada de caos y ausencia de gobierno que les permitiera victimizar el movimiento independentista. Al menos eso fue lo que dedujo la camarera de la pizzería, confesa analista política de sofá, antes de correr despavorida tras descubrir a uno de los dragones merodeando en la cocina.
Gabi Martínez y Jordi Serrallonga tardaron —cronómetro en mano— veintidós minutos y treinta y ocho segundos en llegar al lugar. El bueno de Jacinto Antón recibió el mensaje mientras se compraba un disfraz de capitán nazi para Halloween en la Menkes de la Gran vía barcelonesa, por lo que llegó de inmediato. Después de una breve ceremonia de reconocimiento, para cuando exploraron el sitio, no había rastro alguno de los dragones. Haciendo gala de sus instintos reptilianos y los vastos conocimientos en herpetología de Serrallonga —Jordi, el naturalista, no el famoso bandolero—, decidieron tirar rumbo a la rambla principal intuyendo que, quizá, encandilados por la explosión de aromas y sabores del mercado de la Boquería, las bestias hayan decidido arrastrarse hasta allá buscando al barón Rudolf von Reding Biberegg de turno o el pie izquierdo del exmarido de Sharon Stone. Menos probable, dedujeron, era que decidieran rendirle homenaje a Stendhal en el hotel decimonónico Cuatro Naciones, el mismo que inspirara buena parte de los relatos de viaje recogidos en el segundo volumen de sus Memorias de un turista.
Con todos los reflectores puestos en las manifestaciones, la embestida de los dragones pasó extrañamente desapercibida. En medio del estado de hipnosis que supuso el enésimo desencuentro democrático de la sociedad catalana, los dragones se movieron a sus anchas por la rambla, hasta que doblaron en un restaurante de comida turca, renunciando a evocar el histórico trote de los marinos americanos de la Sexta Flota rumbo al monumento a Colón. Luego de pasar por la Filmoteca de Catalunya, sitiada por prostitutas eslavas y traficantes de hachís magrebíes, subsaharianos y algún rumano —porque, habrá que decirlo, es muy poco elegante ser un barcelonés de alta alcurnia y consagrarte a las mafias—, se les vio por última vez internándose en el bar Marsella del Raval a hurtadillas, con bastante más sigilo que Hemingway o Picasso.
Al día siguiente, con la resaca de los disturbios en las portadas de todos los diarios, Sergi Pàmies consagró su columna en La Vanguardia a recuperar un testimonio de un turista petersburgués: «El hombre me miró con gafas miopes y ese dejo de sinceridad que sólo tienen los rusos. Me dijo, casi a modo de susurro, que había visto cómo uno de los dragones se retorcía en el suelo tras beberse la absenta que él mismo había derramado del susto». Del otro dragón, a la fecha, no se ha sabido nada. Dicen algunos que por las noches, en medio de la lluvia de pistoletazos de goma, contenedores incendiados y botellas rotas entre radicales y Mossos, asoma las fauces pidiendo libertad y autodeterminación.
*Imagen, cortesía del autor
Ricardo López Si es coautor de la revista literaria La Marrakech de Juan Goytisolo y el libro de relatos Viaje a la Madre Tierra. Columnista en el diario ContraRéplica y editor de la revista Purgante. Estudió una maestría en Periodismo de Viajes en la Universidad Autónoma de Barcelona y formó parte de la expedición Tahina-Can Irán 2019. Su twitter es @Ricardo_LoSi
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Posted: October 5, 2020 at 1:44 pm