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La escuela Domínguez Michael

La escuela Domínguez Michael

Román Alonso

Christopher Domínguez Michael: Ensayos reunidos 1984-1998. (El Colegio Nacional. México, 2020. 790 pp.)

Ensayos reunidos (1984-1998), de Christopher Domínguez Michael (Ciudad de México, 1962) es una recopilación de materiales dispersos o descatalogados. El cuerpo del trabajo lo conforman un prefacio, dos índices (uno de nombres y otro de obras y publicaciones periódicas), los prólogos de la Antología de la narrativa mexicana del siglo XX (1989-1991), el libro Servidumbre y grandeza de la vida literaria (Joaquín Mortiz, 1998) y cuatro ensayos sueltos: “Sobre la situación moral que el joven escritor mexicano ocupa actualmente” (de 1984), “Notas sobre mitos nacionales y novela mexicana (1955-1985)”, “La muerte de la literatura política” (1985) y “Breve repaso a las letras contemporáneas de México (1955-1993)”.

Estos ensayos sueltos son importantes, en primer lugar, porque otorgan antecedentes y claves para comprender obras posteriores y permiten fijar la trayectoria de algunas ideas. En general, su lectura nos revela que la mayor simpatía del entonces joven crítico estaba con José Revueltas, intelectual que se atrevió a vandalizar la ficción nacional “con angustia existencial” (p. 41); novelista que integró “lo político con lo humano; escritor que fue preso y prófugo de la mayor ficción histórica de su tiempo —la “utopía comunista”, “ese elixir a la vez vital y venenoso” (p. 59).

“Breve repaso a las letras contemporáneas de México (1955-1993)”, por ejemplo, es un retrato fechado de las tentativas, victorias y fracasos de nuestra literatura y un pequeño vitral de la servidumbre y grandeza de nuestra vida cultural. Estas páginas son, en todo caso, una fotografía del huracán de obras y de autores mexicanos que aparecieron hacia 1900. Crítico de prosa, Domínguez Michael se las arregló bastante bien con la novela, el cuento, el ensayo y la crónica. Con menos que decir en el terreno del verso, prefirió tomar como eje Poesía en movimiento, antología de la poesía mexicana elaborada por Octavio Paz, Alí Chumacero, Homero Aridjis y José Emilio Pacheco, pues le parece que aquí “la crítica literaria no ofrece guías competentes. Mientras la hojarasca de la reseña se pierde en el viento, quedan las antologías como el único mapa accesible” (p. 521).

Por otro lado, los prólogos de su Antología de la narrativa mexicana del siglo XX (1989-1991), acaso la parte más importante de estos Ensayos reunidos, son un viaje al mundo de la prosa mexicana en más de ochenta páginas. El viaje comienza en las antesalas de la revolución literaria mexicana, con su épica mayor (José Vasconcelos, Martín Luis Guzmán y Mariano Azuela) y menor, para llevarnos enseguida a explorar los templos, las fábricas y las parcelas de la literatura cristera, indigenista y proletaria.

Dejamos pronto el umbral de la revolución y bebemos ya no el aguarrás de la historia mexicana, sino “el licor del estilo” en compañía de Alfonso Reyes, Julio Torri, Mariano Silva y Aceves y Carlos Díaz Dufoo hijo.

Miramos luego el periplo en el tiempo de los escritores colonialistas (Francisco Monterde, Valle-Arizpe, Jiménez Rueda y Genaro Estrada), quienes viajan hacia la Nueva España para inventarse una nueva zona literaria, poblada de “palacios virreinales y de sectas juramentadas” (p. 153).

Contemplamos algunas “novelas como nube”, productos del cisma lírico que separó a las vanguardias narrativas del cuerpo ya gastado del relato tradicional y visitamos los apartados islotes de la soledad, habitados por escritores “ágrafos, sonámbulos y bohemios”. 

Domínguez Michael nos presenta después a los seis “padres fundadores” de la libertad narrativa mexicana, escritores contemporáneos de todos los hombres que fueron autores de “maestría artística universal”: Juan José Arreola, Agustín Yáñez, Fernando Benítez, José Revueltas, Juan Rulfo y Octavio Paz.

Arreola fue un perfecto enamorado de la forma que defendió la “literatura de invención” (p. 201). En su mejor momento (Al filo del agua), el sistemático Yáñez resultó un difusor de la novela moderna en México. Fernando Benítez, por el camino del “periodismo y la etnografía”, realizó una “crítica de la política”: apoyado en los hechos convirtió a su prosa en un “vehículo de respiración, curiosidad e higiene” moral (p. 213), mientras que Octavio Paz fue una influyente biblioteca de Oriente y Occidente (p. 566).

Más que otro autor entre los padres fundadores, a Domínguez Michael le interesa José Revueltas. Encuentra en su obra un “rechazo del colorismo artesanal y anecdótico” y un “deslinde del folklorismo nacionalista” (p. 208); un retrato universal y sin tregua del hombre oprimido; una crítica de las ficciones que traicionan las realidades históricas y un “rechazo novelesco al sueño estatólatra” (p. 208), según Revueltas: “esa razón de Estado dispuesta a negar, a ocultar y a deformar la realidad en cuanto ésta se  le opusiera al paso” (p. 221).

Su lectura de Pedro Páramo (a caballo entre el mito y la historia) me parece menos satisfactoria, pues deviene en simple interpretación sociológica. Es cierto que algunos “gafes propios” de estas “primeras lecturas rulfianas” fueron revisados en su Diccionario de la literatura mexicana (1955-2011), pero es una lástima, al menos en este caso, que el tiempo lo hiciera matizar tantas cosas para llegar a lo mismo, ejercicio de gatopardismo crítico. En la Antología, Pedro Páramo retrata “la destrucción de la comunidad primigenia y los horrores rituales del poder absoluto” (p. 235); en el Diccionario, “el mito del patriarca y de la destrucción de la comunidad agraria” (p. 568).

El viaje narrativo termina con los “maestros modernos”. Con ellos la ficción emigra del campo a la ciudad, aunque algunos escritores como Galindo y López Páez regresan a la provincia —cuya ficción está en ruinas— para edificar con imaginación nuevas aldeas narrativas. Llega entonces el fin de la ficción indigenista (cuya raíz era “paternalista o folklórica”) y de la boda obligatoria de la novela con la historia (gracias a la obra de Rosario Castellanos, Eraclio Zepeda, Amparo Dávila, Elena Garro y Francisco Tario).

Este cambio de escenografía hace necesaria la reconquista de la ciudad por medio de la superación de las ficciones de la urbe. De esta labor se encargarán algunos maestros modernos como Edmundo Valadés, Ana Mairena, Garibay, Spota (cuya “obsesión central son las ciudades del poder”), Usigli, Rafael Bernal, Archibaldo Burns (cuyo tema es “la ciudad interior que se desplaza en el mundo”) y Josefina Vicens (escritora de la primera metaficción de nuestra narrativa).

Nuevo laberinto del tiempo mexicano, parece decirnos Domínguez Michael, la obra de Carlos Fuentes es una prodigiosa exploración de todos los caminos posibles para la novela moderna, aunque no está exenta de la fórmula que combina “mirada turística y folklórica con ansiedad ontológica” (p. 276). Si entiendo bien, Carlos Fuentes fue el encargado de ficcionalizar en el extranjero, con su propia obra y figura (a veces inflada), la novela moderna mexicana.

Dicho en pocas palabras, Christopher Domínguez Michael pintó un gran fresco de nuestra narrativa donde se muestran las herencias y las deudas, las renovaciones y las ruinas.

El fresco, magnífico, se va desdibujando después de Carlos Fuentes. La calidad del trazo se pierde (abandona su fuerza y su precisión), acaso porque el crítico se distrae demasiado aplicando color a los fondos históricos y políticos.

A mi juicio, una buena parte de los ensayos que aparecen luego, más que fragmentos del gran fresco, parecen grandes lienzos elaborados para llenar paredes vacías. En el espacio que va de la página 295 a la 342, lo que antes era selección implacable, lectura apasionada y crítica afilada, es poco más que un apresurado pase de lista (Elizondo: ¡Presente! Arredondo: ¡Presente! Monterroso: ¡Presente!), con excepciones notables como su retrato, con pinceladas vigorosas, de Juan Vicente Melo (p. 324), o su crítica punzante a la ficción popular grafiteada por la Onda.

A veces con fortuna y a veces sin ella, Domínguez Michael juega en algunos pocos ensayos, pero con más frecuencia de la que nos gustaría, a ser el doctor Frankenstein de la crítica. Tomando un torso de Paz, un brazo de Castañón, una pierna de José Joaquín Blanco, una mano de Evodio Escalante, un pie de Aurelio Asiain o un ojo de José María Espinasa, procede a dar vida, con su cerebro, a su robusta creatura ensayística. En el mejor de los casos, hombre de su tribu (como todos los lectores de oficio), Domínguez Michael actúa como quien hubiera convocado un concilio de críticos, muertos y vivos, para debatir con ellos los méritos y los fallos de los narradores mexicanos.

El fresco reaparece brillante, por suerte, en los ensayos sobre los “fabuladores del tiempo” (autores como Pacheco, Pedro F. Miret, Ibargüengoitia, Poniatowska, Seligson, Juan Tovar, Monsiváis y Pitol), aunque se trate de lecturas subordinadas a los juicios de otros autores (una forma cortés, diría el crítico, de reconocer la autoridad ajena).

Tampoco están nada mal ejecutados los ensayos enfocados en la obsesión política, el espejo del cuerpo y el intelecto —para Domínguez Michael la educación sentimental es, con razón, formación intelectual—, el regreso a la provincia y la construcción de naves narrativas con la madera de lo fantástico.

Desde su primera edición (1989-1991), la Antología se encuentra abandonada por su autor, pues “muy pronto me hubiera visto —y la tentación existió— componiendo otro libro sobre las ruinas del anterior” (p. 443). En la segunda edición (de 1996), sin embargo, el autor decidió construir un pequeño apéndice final, muestra afortunada de diez narradores de los años noventa (de Fabio Morábito a Enrique Serna). Desde entonces, Domínguez Michael se ha rehusado a cambiar algo más en el cuerpo del trabajo, pues ha dejado a la posteridad (acierto o error) la tarea de separar lo bueno de lo malo.

En suma, esta Antología de la literatura mexicana es un “mapa de lectura” (p. 345) dibujado casi siempre con “pulcritud estética” (p. 348) que nos permite observar “las fases fastas y nefastas” de nuestros narradores (p. 462). Al final, estos prólogos son incursiones profundas, dignas de consulta, a las zonas sagradas y profanas de nuestra literatura.

Si bien la Antología de la narrativa mexicana del siglo XX era una selección que debía privilegiar “la vastedad por encima del gusto” personal (p. 77), Servidumbre y grandeza la de vida literaria, es un “manual de devociones” literarias (p. 713). Este libro (abreviado en esta nueva edición) es una colección de trabajos (ensayos y reseñas) escritos entre 1986 y 1997.

Crítico exota (exota, según la definición de Victor Segalen citada en el libro, es aquel “viajero nato […] que no se detiene ante ninguna aduana”), Domínguez Michael dedica un par de ensayos a la obra de Robert Hughes (“No todos somos Frida Kahlo) y Guillermo Cabrera Infante (“El odio de un patriota”).

En el orbe mexicano, el crítico escribe, por ejemplo, sobre Carlos Monsiváis (“el patricio laico”) y Elena Poniatowska (“la despistada sublime”); Fabio Morabito (ensayista y poeta admirable) y Adolfo Castañón (gran crítico en su faro); el silencioso Rulfo y el “espíritu chocarrero” de Francisco Tario.

Por desgracia, los ensayos más importantes de Servidumbre y grandeza la de vida literaria (los dedicados, entre otros, a Juan Vicente Melo, Gabriel Zaid, Enrique Krauze, Octavio Paz, Guillermo Sheridan y Roger Bartra) no se pueden consultar en esta edición de Ensayos reunidos, ya que pasaron a formar parte, aunque “con textos distintos”, del Diccionario de la literatura mexicana. En su lugar, Domínguez Michael agrega tres ensayos: uno sobre Ignacio Manuel Altamirano (“Altamirano íntimo y sentimental”) y dos sobre José Juan Tablada (“El Diario de Tablada” y “Reaparición de Las sombras largas”).

Servidumbre y grandeza la de vida literaria es el compendio de “una crítica tan competitiva como activa y severa” (p. 291), tan generosa como exigente y tan restauradora como corrosiva. El fantasma de Cyril Connolly (Enemigos de la promesa y La tumba sin sosiego) recorre este libro, aunque se aparece más claramente en los ensayos de “Ejercicios de admiración” y “Elogio y vituperio del arte de la crítica”, en opinión de Domínguez Michael, la “más fresca y atrevida” de sus “recurrentes deontologías críticas” (p. 16).

La amplitud del libro tiene sus límites. Si bien Domínguez Michael nos abre caminos nuevos por las enormes cordilleras narrativas, es casi ajeno a las “costas oceánicas” de la poesía. Espíritu prosaico, sus ensayos sobre poetas son aquí escasos.

Pequeña obra enciclopédica, Ensayos reunidos (1984-1998) nos muestra, con la perspectiva de los años, las zonas de cambio y el tiempo congelado en la obra de uno de nuestros principales críticos literarios. Acaso el mayor valor intelectual de este libro de Domínguez Michael es que nos permite conocer más sobre sus años de aprendizaje. En este corpus ensayístico, fruto de su talento precoz, podemos entrever cómo es que el crítico literario formó una buena parte de su gusto y su juicio, “las dos armas de la crítica” según Paz.

Desde entonces, Domínguez Michael no se ha dejado devorar “por el prestigio de los mitos primigenios” (“Mi viaje con Carmen Boullosa”). Por el contrario, con los años se ha vuelto un devorador de falsos dioses. Un mitófago, si por mito entendemos las ficciones (es decir, las mentiras), supersticiones o inflaciones que se construyen alrededor de algunas obras y autores.

Domínguez Michael opina, como Balzac, “que no se puede hablar de la obra sin el autor, como es imposible resolver un crimen sin el criminal” (p. 657). Por eso retrata las servidumbres de muchos escritores ante las ficciones teóricas o revolucionarias. Contra estas obediencias ciegas defiende la grandeza de “la verdad novelesca, la única que importa en literatura” (p. 646), pues resulta capaz de reflejar la verdadera memoria de una cultura.

Me parece un enorme acierto la edición de este libro por el Colegio Nacional. Se trata de la apuesta de un gran crítico: una “apuesta razonada contra la posteridad” (“Los románticos nunca se acaban”). 

Decía Carlyle que la verdadera universidad era una buena biblioteca. A mi juicio, Ensayos reunidos (1984-1998) de Christopher Domínguez Michael es un libro que hará escuela.

 

Román Alonso (Ciudad de México, 1985) es ensayista y editor. Dirige la revista cultural Anagnórisis. Su twitter es @RomnBecerril

 

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Posted: October 18, 2020 at 10:40 pm

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