Los persas artificiales
Tanya Huntington
La tragedia como origen del relato que desprestigia al Otro
La tragedia realiza de entrada un gran artificio al ofrecernos un relato capaz de superar lo que sus propios protagonistas no pudieron: la muerte. Cada vez que pienso en la palabra en sí, tan maravillosamente polivalente, me detengo un momento para saborear su ambigua etimología. La culpa la tiene un profesor mío de historia del teatro en la licenciatura, de apellido Kobialka, quien me enseñó hace ya varias décadas que “tragedia” viene del vocablo griego tragodia, lo cual significa la piel de una cabra o el baile alrededor de la piel de una cabra. A partir de esa referencia a lo que bien podía haber sido un rito que data desde la Edad del Hielo, evolucionó un espectáculo cuya intención principal consistía originalmente en lamentar los retos aciagos que les tocan a los que nos gobiernan, desde las hambrunas hasta las plagas, desde los problemas de sucesión hasta las guerras.
O en este caso, los retos aciagos a los que quisieron gobernarnos y fallaron en el intento. Porque una batalla perdida es el tema central que ofrece Esquilo —el dramaturgo considerado el padre de este género perdurable— en su obra Los persas, uno de los ejemplos más antiguos. La obra es una filípica —no carente de cierta empatía— contra un enemigo al que se tiene como más poderoso pero también más bárbaro, aparentemente derrotado por un ejército menor: los griegos —es decir, su público.
No creo que Esquilo haya pisado nunca Persia, lo que nos recuerda que, además de actuar como cápsula del tiempo, la escritura nos ofrece la posibilidad de cubrir distancias. Las obras literarias son vehículos que transportan no solo al lector, sino al autor también. Entre aquellos autores que eligen ámbitos extranjeros para sus tragedias, existe una clara división: los que desplazan geográficamente los retratos de un mal gobierno para que sea alegórica su crítica del poder y así evitar la censura (pienso en la Dinamarca de Shakespeare, por ejemplo), y aquellos que lo hacen para alabar mejor a la patria: para que el público sienta como un alivio catártico el hecho de estar acá y no allá. Aunque curiosamente es probable que Esquilo haya elegido ubicar su obra en Persia ante la coyuntura histórica de una prohibición de tocar temas nacionales, él figura entre estos últimos: escribe desde un país que no es el suyo para recalcar las razones por las cuales su patria es mejor que ese Otro Lugar.
En la primera escena, Atosa –la versión de la reina madre de Persia concebida, insisto, por un dramaturgo enemigo– se queda asombrada ante un sueño que tuvo en el que figuran dos mujeres, una ataviada como persa y la otra como dórica. Su hijo las ha amarrado a su carro, como si fueran bestias de carga. De inmediato vislumbramos, más allá de la misoginia circundante, que estas mujeres simbolizan sus respectivas identidades políticas —algo así como la libertad bajo el pincel de Delacroix, o bajo el cincel de Bartholdi. Por lo tanto, el contraste entre ambas es fundamental: mientras que la primera se muestra orgullosa de ser domada –”se ufanaba con este atalaje y tenía su boca obediente a las riendas”–, la dórica, en cambio, resulta rebelde: “se revolvía y con las manos iba rompiendo las guarniciones que al carro la uncían; tras arrancarlas con violencia, quedó sin bridas y partió el yugo por la mitad”. Este sueño premonitorio de la caída de su hijo Jerjes es complementado por una señal enviada de los dioses por medio de dos pájaros: el águila siendo dominado por el halcón, un ave de presa considerada inferior.
Dado que, en aquel entonces, ni las batallas cruentas ni cualquier otro tipo de violencia se escenificaba en el escenario, los detalles sobre la inesperada victoria griega van dosificándose en el diálogo que sigue entre la reina madre y los miembros del Corifeo. Primero pregunta Atosa que dónde queda ese país, y le contestan: “Lejos, hacia poniente, por donde se acuesta el soberano sol”. Entonces ella se pregunta por qué su hijo desearía apoderarse de una ciudad tan lejana. En un fragmento perdido, suponemos que el Corifeo insiste en que no tiene de qué preocuparse, dado que el número de sus soldados es muy inferior al de los persas. Luego, la reina madre se entera de que los griegos ni siquiera tiran flechas, sino que “Combaten a pie firme con lanzas, y portan armaduras y escudos”. Para contestar la siguiente pregunta sobre sus riquezas saqueables, los consejeros hacen referencia a las minas de Laurión. Entonces, viene lo novedoso:
REINA. —¿Y qué Rey está sobre ellos y manda su ejército?
CORIFEO. —No se llaman esclavos ni súbditos de ningún hombre.
REINA. —¿Cómo, entonces, podrían resistir ante gente enemiga invasora?
CORIFEO. —Hasta el punto de haber destruido el ejército ingente y magnífico del rey Darío.
No solo hace referencia Esquilo a la batalla en la que él mismo peleó como soldado, sino que recalca la democracia como forma de gobierno superior. Entra un mensajero para confirmar que los griegos han vencido a los “innúmeros dardos” de Persia. Entonces comprendemos como público que, en esta tragedia, la grandeza de Persia sirve para realzar la hazaña griega y a la vez, la desgracia de Persia sirve para reforzar la innata superioridad griega. Su arma secreta es la protección de Atenea, diosa de la sabiduría, y el muro alrededor de Atenas es, por lo tanto, “inexpugnable”. Lo que deja fuera la obra, curiosamente, es el hecho de que Jerjes quemó Atenas durante esta invasión y que la civilización persa, lejos de colapsarse, duraría muchos años más. Algo así como lo que llamaríamos hoy en día fake news.
Tanya Huntington is the author of Martín Luis Guzmán: Entre el águila y la serpiente, A Dozen Sonnets for Different Lovers, and Return. Her most recent book is Solastalgia (Almadía / UAA, 2018). She is Managing Editor of Literal. Her Twitter is @Tanya Huntington
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Posted: October 28, 2020 at 9:50 pm