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Un suspiro detrás de la palabra

Un suspiro detrás de la palabra

Margarita Laso

Gabriela Polit dejó el Ecuador hace 31 años. Ella había terminado su carrera de filosofía, siguió sus estudios en Ciencias políticas, y finalmente hizo su doctorado en literatura hispanoamericana en NYU. Se quedó a vivir allí, se casó y luego se estableció con su familia en Austin, Texas. Es profesora y va de conferencista de vez en cuando por otras geografías. Es articulista en varios medios latinoamericanos.

Ahora, más allá de su imprescindible visita amorosa a su familia, ha vuelto. Ha traído un poemario. ¿Y esto qué es? ¿Un artefacto del lenguaje, un hecho de las palabras, una secuencia de imágenes? En este caso, también el sonido de las ideas plasmadas aquí durante el encierro. Este libro apunta en otra dirección. Desde otro eje. Ya no las ciencias políticas, el periodismo, la investigación. Apunta, nunca mejor dicho.

Entremos en materia y cuando digo materia digo objetos, la materialidad de los recuerdos y su intangibilidad. Y ella empieza por el más leve, casi invisible. La punta de partida.

Para estos ojos, un libro es una casa, un compartimento, o también una nave. Un artefacto decía que, valido de su estructura de poema, traslada los ojos a otra memoria, a una atmósfera lejana y al mismo tiempo reconocible. Cada paisaje aquí retratado ha sido tocado por una linterna íntima, un alma que a veces recorre hechos muy claros y otras veces propone su invención. La escena inicial es esta a la que son convocadas las niñas de la familia. La crianza, un rayo de luz. En casa de la tía aprenderán los oficios que les corresponden. La costura, el bordado, acaso el tejido. Y,  la herramienta que ha elegido la autora es la aguja. Las agujas – dice el texto-  “duermen en una caja, y otras, como bailarinas, hunden la punta de su pie adolorido en el almohadón de colores”. El adolorido es el pie. Las agujas, pues, aquí son las niñas. El recurso poético hace ese traslado de vez en cuando. Otras no: Ellas, las agujas, “ofician un baile que lastima/ y, a veces, saca sangre”.

Todo aprendizaje hace uso del ritual, y su repetición, puntada tras puntada, obra más que una destreza, aquí se transfiere una urdimbre, una que vemos y otra que es invisible. En el reverso de la tela, como el bordado de las mujeres delirantes de un asilo que aquí emergen, los hilos no se ven. La tradición rebasa los espejos familiares. Implica la entrega de unas artes (y unos ideales y unas expectativas) de una generación a otra, acaso implica su cultivo, “como una vieja que se repite/la aguja golpea/el impertérrito dedal/. Y va labrando una huella en este escudo e inevitablemente en la yema que no alcanza a proteger. “terca, la memoria/ desordena los recuerdos”.

Los versos de este libro se presentan en pequeñas entregas; cortas líneas podrían leerse al mismo tiempo como una larga invocación, con sus imágenes y sus suspiros.

De ser una mirada apacible y distante, la voz que enuncia de repente pasa a ser la que recuerda. Ya no ve la escena desde fuera. Está en la habitación, en el compartimento. Habla de sí misma, en distintas estaciones de su tiempo. Vuelve en sí, como si viniera del campo de los sueños. Como las curvas que marcan los cables de luz entre poste y poste, es la voz infantil la que cuenta las gotas, la que se chupa el dedo; a veces la que vuelve a casa, es la que busca el ojo de su historia. La que usaría un dedal como un yelmo, si eso ayudara a vivir.

Siguen a esas primeras puntadas, otras agujas de la vida. La hipodérmica, que trae a cuento las dolencias paternas, las que recuerdan la artritis de la tía, la que transfiere una vacuna, la que marca la presión alta, la del tocadiscos “que hace melodías”, la de los zapatos de taco en la penumbra. La travesura, ¿tiene punta? Aquí están también las de la niña que “practica” lo que llamábamos vudú:

Acupuntura contesta la niña/ cuando la tía pregunta/por qué ha prendido agujas/ al cuerpo de la muñeca.

Y me encuentro con esta suerte de aforismos:

las agujas tienen ojo/ los alfileres cabeza/

las agujas no piensan / los alfileres no ven

o este otro

las agujas no se doblan /(pobres) /no saben reír

Irene Vallejo imagina que las primeras contadoras de historias, las narradoras más antiguas, fueron las mujeres mientras cosían. Hay tantos términos en común entre los textos y los textiles, que hablamos constantemente del nudo de una historia, del desenlace de la narración, del hilo del relato, bordar un discurso, urdir una trama. Son infinitos los términos en los que relacionamos coser y contar. Las mujeres fueron las narradoras por antonomasia en los primeros tiempos de la oralidad y mientras cosían se contaban sus cuentos y sus historias y utilizaban estas metáforas. En el caso de la mesa de costura que traemos aquí, las mujeres oficiaron también el lugar de una conexión remota con sus propias ancestras. Las mujeres grandes y las chicas, pequeños retazos de este telar universal.

La aguja no cruje. No canta a su paso. Pero es un motor del gemido. Escucho la voz de la que cose, escribe, vuelve a su mente reflexiva, en medio de su humor y sus chispeantes ojos. Se encuentra aguja en el pajar, sola, solitaria, y usa su punta para dejar huella: “un grano de arena/un lucero lejano/el poema” dice.

¿La aguja no hace ruido? O es este tan sutil que solo puede ser escuchado por quien tiene los sentidos abiertos, por quien evoca su experiencia sensorial y recuerda, en su paso por las fibras, un roce, como el del arco en las cuerdas de la música. Aquí la aguja es memoria, la memoria es palabra. Y su función es una declaración en estos versos, un pronunciamiento, un deseo:

Zurcir/cerrar la herida/hilvanar/repararla. Abrirse camino en el material, para que el hilo pase a través de él. O el suero sedante, o la sangre que salva. Llevar ese hilo, líquido o sólido, a un fin reparador, unir, conformar una pieza mayor. Conocer el aguijón, su inexplicable veneno, su dolor inevitable. ¿Dónde está la herida que anhelamos cerrar? ¿Esta búsqueda ha terminado?

a su paso,/la aguja desgarra la tela //solo el dolor une/lo que estaba separado

Aquí hay un suspiro detrás de la palabra tía. Traigo la intensidad de esta voz que conversa (y estos quiere decir confiesa contrae comparte coincide cuenta) y veo a unas niñas hablando. Una sobrina, decía yo, es mitad hija – mitad hermana. Y en mi mente navegan estas palabras. No dice hermana prima abuela comadre; dice algodón abeja piel lucero. Hondos sus temblores. La palabra madrina contiene hada lámpara amparo. Aquí, en estos versos, costura tarea seda. Madrina, la que acompaña el ritual, la ceremonia, la iniciación. Sus poderes mágicos, sus conjuros también nos han traído hasta aquí. Al paso de las páginas, vemos cómo ha pasado el tiempo*. Las operarias eran las imágenes de la infancia, traspasan su hebra desde la comunidad protectora al solitario encuentro del mundo y sus púas. Todo cambia. Y en los regresos también hay cansancio enfermedad muerte. El padre doliente y sus miedos. La tía, que deja de coser cuando muere el tío, y las puntadas como las sílabas van enroscándose, apagándose. ¿Es la lengua el hilo que une? Este constante irse y retornar, nunca al mismo lugar, ¿es un intento de entramar pasado y presente? Estas punzadas ¿son solo el dolor de las pérdidas? y ¿la ilusión de volver atrás? Espina y mordedura, como toda ilusión, mientras más honda, más duele. Las puntas son siempre una amenaza, aunque sean también el instrumento de la belleza.

No puedo separar nuestras conversas de estas imágenes. Muchas han quedado fijadas por la imprenta y sé que cada lectora y cada lector tendrán su propio grabado que agregar a este libro que a tanto viaje me ha conducido. Además, se presentan con la traducción al inglés de Sean Manning. Este es un libro bilingüe. Un espejo para cada hoja, donde alguien que ve de frente, a veces toma la tercera persona dentro del texto y lo vuelve a contar. Una sutil doble escritura de la autora y el traductor. Y un valioso paso para conocer el mundo literario de la Gabi Polit.

Somos hijas de las mismas leonas pienso, de los mismos rugidos. Y aquí nos encontramos ante esta lectura. Sus breves voces llevan la puntada hacia el mundo íntimo, un laberinto primitivo en el que fulguran raras piedras preciosas, la madeja de leche que lleva a la esencia.

Que la exploración de la escritora que aborda las inclemencias de un mundo en guerra, su estudio de lo atroz, su conocimiento de los miedos atávicos y la crueldad, su voluntario exilio, su confrontación con lo indecible, dejen un lugar para este otro camino. Una carga creció sobre los huesos de la infancia, las puntas de otras búsquedas, el retorno a una casa donde habita su capacidad de atrapar la deslizante alegría.

Hay una definición de la identidad como la posesión de los recuerdos que nunca se olvidan. En estas agujas está la punta de un regreso, y la hebra inicial de un nuevo tejido.

 

*Este texto fue leído durante la presentación del libro Agujas (Literal Publishing, 2022), en  Quito, el 19 de marzo del 2022


Posted: May 12, 2022 at 9:38 pm

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