Essay
También le pasa a la gente como uno
COLUMN/COLUMNA

También le pasa a la gente como uno

Miriam Mabel Martínez

Para Aline

Exclusión. Exclusión. Exclusión. Palabra, tema, acción, consecuencia, causa, certeza. “Exclusión”, dice la Real Academia de la Lengua Española: “Quitar a alguien o algo del lugar que ocupaba o prescindir de él o de ello. / Descartar, rechazar o negar la posibilidad de algo. Dicho de dos cosas: Ser incompatibles. / Dicho de una persona:  Dejar de formar parte de algo voluntariamente”. Exclusión, concepto-término-vivencia-experiencia-estadística se repetía una y otra vez implícita y explícitamente en las ponencias de los participantes de las siete mesas del “Foro de análisis para el diseño de una política pública de prevención del suicidio”, realizado el pasado 27 de marzo en el Senado de la República.

Quienes somos efecto secundario de un suicidio sabemos que no se trata sólo de un “accidente emocional” ni de una enfermedad o locura o desgracia…; no es una “situación que le sucede a “otros”. Nos pasa a todos, hasta a la gente “como uno”, aunque sigamos creyendo que “eso” le sucede a los demás —inadaptados, distintos—, si acaso le ocurre a los “iguales”, son de inmediato excluidos a ese otro bando que insistimos asumir ajeno. Es tal la exclusión, que México es el único país latinoamericano sin un programa —ya no se diga ley— de prevención contra el suicidio, pese a los 18 intentos que, de acuerdo a la maestra Marlene Betancourt Pérez, de la Asociación de Suicidología de Latinoamérica y el Caribe, se han presentado a las autoridades mexicanas para visibilizar el ascenso del suicido. En 45 años a nivel global ha aumentado 60% y en México, 200%. La necesidad de un plan de acción para contener la epidemia señalada por los especialistas resulta evidente. México se ha excluido porque aquí no pasa nada. Esos porcentajes crecen en otros lados, aquí la cotidianidad le da la espalda a dichas investigaciones.

“No hay más ciego que el que no quiere ver”, reza el dicho; vivimos en una sociedad que no acepta la realidad, que se conforma con reproducirla a través de una pantalla y la constriñe a un espacio virtual que nos separa de esa hoy citada “vida real”. En nuestro imaginario el eslogan “vive la vida sin consecuencias” es el leitmotiv de la existencia contemporánea. Poco a poco nos hemos autoaislado, el otro —más que nunca— es un extraño. Vivir la vida sin consecuencias evidencia nuestra falta de empatía, porque entraña la una desconexión: la realidad no se puede vivir sin consecuencias.

¿Las consecuencias son siempre malas? El matiz entre lo positivo y lo negativo es tan amplio y diverso como los grises, esos tonos que exhiben una belleza que algunos anulan conformándose con el prejuicio. El gris representa la mediocridad o la nostalgia, pasamos por alto que el gris, entre muchas otras cosas, también es elegancia. Omitimos las posibilidades de la vastedad (Oxford, plomo, pizarro, plata, oscuro, cenizo…), la cual debería ser suficiente para dejar de temerle y aventarnos a experimentar y vestir su encanto, y de paso dialogar con esos otros que los retan. Aceptar la vida con consecuencias incluye al otro, a los otros con los que compartimos la mesa, el salón, la oficina, la cama, la calle o el saludo.

Actualmente, en México, el suicidio es la segunda causa de muerte en los jóvenes de 15 a 29 años (la primera son los accidentes). Se matan más los varones entre los 19 y los 24 años y las mujeres entre los 15 y los 19. Pero aquí no pasa nada. El INEGI no contabiliza los suicidios en menores de 10 años, porque los niños no se suicidan (ni siquiera esos que son víctimas del bullying, no los abusados o explotados o que sufren de una enfermedad mental). “No se matan por mano propia”, le dijo la policía a Lizbeth González, psicóloga de la Asociación Civil Isabel Ayuda para la Vida, cuando se enfrentó a su primer caso: un infante de ocho años colgado. Más que la escena, la negación social señaló culpables a los padres, hasta que la autopsia demostró la realidad pese a que le demos la espalda. La negación no contribuye a la prevención; al contrario, estorba, porque de inmediato excluye al muerto y a sus cercanos. Si son religiosos, no son considerados en los rituales correspondientes; también son marcados ante la ley, no se diga en el círculo familiar y social cercano y lejano. La gente como uno señala. La condena siempre será la carga del otro. El suicidio estigmatiza y los sobrevivientes (me refiero al círculo del suicidado) tendrán que hacer la limpieza, aunque la mancha nunca se lava en casa.

El suicida está solo, sobre todo en su decisión o en ese instante que siempre será una incógnita (el secreto mejor guardado y jamás revelado sobre el umbral entre vida y muerte). Ese acto es parte-consecuencia-causa-motivo-vivencia-resultado de la exclusión. El suicida es un expulsado. Está fuera, fuera de las vidas de uno, aun cuando estudios contemporáneos demuestran que el suicidio no sólo es efecto de una enfermedad mental, o de la depresión, de la melancolía, de la “cobardía” o de la inadaptación… Se suicidan también los “sanos” porque la tristeza, el desamor, la humillación, el duelo y la falta de sentido de la vida nos pasa a todos. Estas emociones y sentimientos virulentos atacan a los débiles y a los melancólicos, sí, pero también a los fuertes, a los valientes, a los exitosos. No es un asunto de locos, a los que —por cierto– tampoco nadie quiere ver. En México, de acuerdo a la maestra Bentancurt, se designan apenas 21 dólares per cápita en la salud mental.

***

Y de pronto aparece la muerte con una contundencia tal que parece una ficción. Es tal su peso que su comprensión se nos escapa, huye en la imaginación. Cuando sucede es la ausencia la que da gravedad. ¿Dónde está esa presencia que no corresponde a la ausencia? Un vacío que reitera lo lleno. Quien ha presenciado el momento justo en que la vida se va, podrá constatar lo irreal que resulta. Aturde porque simplemente se va. La muerte es tan es tan natural que es incomprensible. Tan incomprensible como la vida.

Hace 15 años, el hijo de mi pareja se suicidó; tenía 22 años y “la vida por delante”. Así, sin más, su suicidio me empujó a la realidad tal cual, sin filtros ni layers. Una realidad tan desencarnada que rayaba en la locura. Una locura que vi en los ojos de los padres, ahí rondando y coqueteándonos a todos. Aprendí que siempre está ahí, expectante. Nunca nada tan terrenal como la muerte, nunca nada tan real, tan posible. Tampoco nunca antes el invierno me resultó tan vital. Los pájaros —me parecía— habían subido el volumen; los colores y los sabores eran más intensos. La vida estallando correspondía a la certeza de la muerte.

No sé si muerte es opuesto de vida. No sé si suicida tiene un opuesto. Lo que sí sé es que da miedo. Si la muerte es ya en sí un golpe de realidad, el suicidio cuestiona esa realidad que inexplicablemente nos explota en la cara en una exaltación de todo: de sufrimiento, incoherencia, belleza, crueldad, ternura, recriminación, odio, tristeza, huida, fracaso, impotencia, desamor, dolor, amor. Todo sucede y nada sucede. Esa totalidad exaltada se extiende y espanta.

Y como si fuese una enfermedad, la gente rehúye de lo que huela a suicidio, no vaya a ser que sea contagioso. No fuimos la excepción. Aún recuerdo —no sin coraje, lo confieso— como un pariente “cercano” se escondió tras una revista cuando coincidimos en un Sanborns; tampoco olvido una reunión en la que terminamos excluidos y atrapados en una cocina acompañados solamente por el hermano de la anfitriona y un amigo; todavía no comprendo para qué nos invitaron; quizá morbo, crueldad o simplemente pensaron que no iríamos por “vergüenza”. Lo ignoro; de lo que no tengo duda es de la incomodidad que nadie ocultó. Sin embargo, aún en esa cavidad social a la que nos relegaron, encontramos que no estábamos solos. Poco a poco, en la clandestinidad del dolor nos abrazaron solidariamente otros excluidos que salían del “clóset”. Padres, hermanos, tíos, amigos, sobrinos, compañeros, abuelos, hijos, parejas de suicidas que debían ocultar ya no el dolor sino el hecho. Sin excepción estos “otros” habían aprendido a camuflajearse para flotar socialmente y no resultar tan anormal, porque extrañamente morir asesinado resulta más “normal”, como si el suicidio fuera inhumano. ¿Es inhumano cuestionarse por qué vivir? Parece que a los “normales” les está prohibido dejar de creer en la vida.

Este suicidio me mostró la pulsión de la vida hasta dejarme a solas no con la interrogante de por qué alguien busca la muerte, sino por qué alguien se niega a la vida. Razones para morir hay muchas, ¿y para vivir? Damos por hecho que por estar vivos tenemos por qué vivir, que la vida es suficiente. ¿Lo es?

El suicidio es parte de la historia de la humanidad. Está en la mitología griega: Yocasta, Áyax, Antígona, Narciso… En la filosofía, desde Sócrates hasta Marx, Benjamin, Delluze; en las artes (el cuadro de Edouard Monet), en la literatura (Emma Bovary)… Lo enaltecen los estoicos, lo cuestiona Albert Camus… Van Gogh, Virginia Woolf, Ernest Hemingway, Alfonsina Storni, Gérard de Nerval, Pedro Armendáriz, Curt Cobain… La lista es tan extensa y variada como los motivos que siempre se quedarán en la intimidad aunque existan cartas, mensajes y señales. Sabemos quiénes se suicidan (los tristes, los fracasados, los locos, los atormentados, los que tienen deudas, los enfermos terminales, los acusados, los que no encuentran salida); sabemos también que es por voluntad, y aceptamos esa voluntad como única causa o/detonador, olvidándonos del contexto, al cual contemplamos en la distancia de la individualidad ajena; nuestro continente es firme y ahí estamos a salvo. O eso creemos. Un suicidio nos toca, aunque no queramos; no nos pregunta, sólo se planta y nos aturde. Quizá marcar distancia es un mecanismo de defensa que nos obliga a buscar respuestas, cuando quizá lo único que nos queda es seguir cuestionándonos. ¿Por qué una persona pierde el sentido de la vida? ¿Por qué nos cuesta relacionar la salud mental con el bienestar, por qué no es una política pública? ¿Por qué nos cuesta ejercer, propiciar y dialogar en la crítica social? ¿Por qué nos asusta la impulsividad?

***

Cuando me invitaron a participar en este foro, me pregunté qué podría aportar. ¿No abusaría del selfismo tan practicado en las redes y fuera de? ¿Por qué yo si no soy un especialista? No soy Hugo Francisco Bauza, autor de Miradas sobre el suicidio (FCE, 2009, lectura imprescindible), ni siquiatra ni socióloga. Soy una escritora, mujer, observadora, una ciudadana de a pie… Tal vez por eso me invitaron, o quizá sólo me tocó la lotería para comprobar que nadie es ni está ajeno al suicidio.

Acepté, como he aceptado los suicidios que orbitan mi historia. He asimilado que el radio de afectación es más extenso que el marcado por los especialistas. En silencio he cargado la impotencia, el dolor, la tristeza que implica acompañar a un afectado directo. He tenido que aprender a estar así nomás: a estar. No ha sido sencillo, si lo fuera, no habría casos de rupturas o abandonos, como le sucedió a una amiga cuando su novio la cortó en el hospital siquiátrico mientras internaba a su mamá después de un intento de suicidio… O como la de un conocido a quien después del suicidio de su hermana, su esposa le pidió el divorcio. Por años he escuchado cuchicheos a mis espaldas que van de la “compasión” al chisme crudo. A veces ese murmullo sube el volumen de tal forma que me avienta y me duele. Es agotador, y ese agotamiento tampoco hay, dicen, que exhibirlo.

Curiosamente, esta invitación también me conectó con Claudia, una joven que vive en las calles de mi colonia y obsesiona a mis vecinos. Claudia viene y se va, se le puede ver dibujando y escribiendo obsesivamente, pero también a veces irrumpe la cotidianidad con su ira y su desnudez. Nos incomoda su locura, tanto que despierta comentarios que me asustan. “A ver si no se mata”. Le desean la muerte y nadie finge. Les molesta que esté ahí. Llaman a la patrulla para que se la lleve, para que deje de “ensuciar nuestro paisaje”. Les preocupa que su presencia deteriore el ambiente o baje la plusvalía. Increpan a cualquier vecino que ose “ayudarla” ofreciéndole un pan, un café o una cobija, como si no supieran que esa dádiva es paliativa. La quieren fuera de su mirada a pesar de que un vecino siquiatra explicó el problema social de los enfermos mentales en situación de calle en el orbe; con una paciencia envidiable relató cómo son rechazados por sus familias, cómo son echados a la calle interrumpiendo tratamientos y acelerando la enfermedad. Ante la apatía cotidiana, nos recomendó no acosarla con la mirada y tener, de ser posible, compasión.

Por voluntad, me autopropuse para investigar sobre la existencia de alguna instancia que pudiera ayudarla. Reto colapsado. Mi búsqueda en Google arrojó reportajes, porcentajes, denuncias, costos, sólo una asociación en México. Una: Fundación Fraternidad sin Fronteras. A esta carencia se sumó la norma de que a los manicomios sólo se entra con consentimiento propio o si un pariente se hace responsable; en los albergues —si acaso los aceptan— “se corre más peligro. Créeme, está mejor en la calle”, me advirtió una sobrina médica que estudia una especialización en epidemiología y tiene de primera mano historias violentísimas de abuso en estos lugares. No le preocupa a nadie, porque tarde o temprano se suicidan (muchos de mis vecinos querrían que ese día fuera hoy). Nuestra sociedad es más empática con los perros de la calle que con los locos de la calle, porque esos locos pareciera que “se lo buscaron”.

Claudia representa nuestros temores, es la pobreza, la locura, la fragilidad. La acusan de estar en la calle, la califican de puta, drogadicta, agresiva. Le desean la muerte, pero más el suicidio. Sin duda su deseo se cumplirá y cuando suceda será culpa de ella, nunca de la desigualdad, ni de los abusos, ni del sistema capitalista que nos ha enajenado. El suicidio es el castigo de la exclusión, como si ésta fuera voluntaria y unilateral. Por Claudia revisé el Plan de Acción sobre Salud Mental 2013-2020 y leí el texto Acerca del suicidio de Karl Marx. ¿Quiénes se suicidaban a mediados del siglo XIX? Los mismos que ahora: los excluidos. La línea entre ellos y nosotros es tan débil como posibilidad de cometer suicidio.

Émile Durkheim lo señaló: el suicidio es también un hecho sociológico. De paso nos enseñó a hacer cruces estadísticos para generar promedios. Más de un siglo después (130 años) seguimos sin actuar frente a la anomalía social, ésa que Marx recupera de los apuntes policiales de Jacques Peugot y que hoy vemos de reojo en los encabezados de los periódicos amarillistas. Para Durkheim, esta anomalía proviene de un desajuste entre la estructura social y la conciencia cultural. Ya vamos en la cuarta revolución industrial y la cuarta alienación y todo sereno. En el camino del siglo XIX al XXI hemos optado más que por la soledad, por el individualismo, como si la autosuficiencia nos hiciera más fuertes, como si un tejido no dependiera de la unión de puntos (¿no hasta una línea es la progresión de puntos?).

Las redes sociales constriñen la totalidad en 140 caracteres. Google clasifica la realidad. Exhibimos la propia photoshopeada en Facebook. El espectáculo de Guy Debord y la simulación de Jean Baudrillard cabe en un post. Somos un like o no somos. Google lo confirma: ahí está todo, hasta los suicidios más impactantes, los más temerarios, los más inútiles, los más sonados, por idiomas, estilos, formas, etapas. Todo es factible de googlearse, menos el sentido de la vida, un producto escaso que ya empieza a desaparecer de los inventarios de la vida cotidiana. Sobre ese vacío escriben Gilles Lipovetsky y Byung-Chul Han. El primero, nos explica la felicidad paradójica; el segundo, cómo la sociedad del cansancio está cegada en la transparencia y sólo sabe expresarse en la dimensión de su precio. ¿Y si la vida no vale nada como lo comprueba, ya no José Alfredo Jiménez, sino la violencia, la criminalidad, la esclavitud, la trata de blancas…? ¿Entonces para qué vivir? Cómo encontrarle sentido a la vida cuando este sentido tiene un valor monetario; con qué pagarnos ese lugar “donde vive el éxito”; cómo acceder a un universo donde no importa nada porque lo demás lo compra MasterCard y se nos asegura que “sólo hay un camino: ser los mejores”. Cómo ser parte de un mundo que nos excluye y nos refriega en la cara que no merecemos disfrutarlo porque somos incapaces de mantenernos una vida loca. Nos convertimos en loosers que hipotecan su vida para inventarse una realidad. En esa irrealidad neoliberal pagamos el sentido de la vida a meses con muchos intereses. La depresión entra al juego de la oferta y la demanda y el resultado es un superávit de suicidios. Cómo hablar del tema sin hablar de desigualdad, de falta de oportunidades, violencia económica global, desconexión, banalización, avaricia, corrupción, consumo, espectáculo, ensimismamiento o del ejercicio de una necropolítica como resultado de la impunidad y de la falta de Estado de Derecho. ¿Para qué vivir en un mundo que nos sacrifica? ¿Son aquellas sociedades suicidónenas, de las que habla Durkheim, las mismas gobernadas por la necropolítica?

¿Y si la vida es desechable? ¿Para qué extenderla? Pareciera que la irrealidad es la única forma de consumo. Una “ficción” que nos “resguarda”, porque en “la vida real” los secuestros, los feminicidios, la trata de blanca, el abuso, la falta de oportunidades, la esclavitud industrial, los salarios miserables, los niños de la calle, la falta de retos, la comodidad, el exceso de privilegios son intolerables, y preferimos ver snapshots aspiracionales en los que fingimos antes de asumir que nunca alcanzaremos ese “ideal”. En una estructura desigual sabemos quiénes son los sacrificables. ¿Por qué no optar por el do it yourself?

Según la OMS cada 40 segundos una persona se quita la vida, casi 3,000 personas se suicidan a diario y por cada caso hay 20 personas más que lo intentan, lo que quiere decir que 60,000 personas lo tratan diariamente.

¿Cuándo entenderemos que el suicidio también le pasa a gente como uno?

 

Miriam Mabel Martínez es escritora y tejedora. Aprendió a tejer a los siete años; desde entonces, y siguiendo su instinto, ha tejido historias con estambres y también con letras. Entre sus libros están: Cómo destruir Nueva York (colección Sello Bermejo, Dirección General de Publicaciones de Conaculta, 2005); los ebook Crónicas miopes de la Ciudad de México Apuntes para enfrentar el destino (Editorial Sextil, 2013), Equis (Editorial Progreso, 2015) y  El mensaje está en el tejido (Futura libros, 2016).

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Posted: April 8, 2019 at 9:33 pm

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