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Memorias ridículas
COLUMN/COLUMNA

Memorias ridículas

Gisela Kozak

He vivido muchas ridiculeces en mi vida, tanto propias como ajenas. Hacer el ridículo produce una sensación quemante en el cuerpo que indica que somos vistos como reos de extravagancia y estupidez. Contemplar la ridiculez ajena puede provocar burla o compasión, e implica una disminución del estatus ajeno que causa incomodidad o risa. Desde luego, el sentido del ridículo se adquiere con la experiencia vivida y también puede perderse, como bien saben unos cuantos políticos de profesión, expertos en grandes ridículos propios y colectivos. Puedo ofrecer un ejemplo de mi más tierna infancia; mi familia contaba con jóvenes amistades del partido socialdemócrata venezolano Acción Democrática, quienes me enseñaron a cantar el solemne himno de la organización: Adelante ¡A luchar milicianos!/a la voz de la revolución./Libre y nuestra la patria en las manos/de su pueblo, por fuerza y razón./Sin señor , sin baldón, sin tiranos/con la paz, con la ley, con la acción. Sin duda era muy joven para proclamar sin señor, sin baldón, sin tiranos pues a los tres o cuatro años de edad lo mejor es estar en manos que sujetan el destino, pero me aplicaba con el consiguiente y regocijado aplauso adulto. Me gustaba más este ensayo de conexión con la vida en sociedad que ir a la iglesia, otro lugar para estar en comunión que me causaba un sueño y un hambre implacables. Disfruto mucho de la belleza arquitectónica y artística de los templos, pero nunca he pertenecido al pueblo de ningún dios ni soy capaz de seguir con exactitud las reglas dictadas por la tradición. 

La precoz “militancia” me llevó a protagonizar a los cinco añitos un evento en el que, por fortuna, el ridículo lo hicieron los demás. En un centro de votación, le indiqué a mi madre que no se olvidara de votar por Gonzalo Barrios, candidato de mi querido partido. Un guardia nacional le indicó severamente a mi madre que debía retirarme del lugar porque estaba haciendo propaganda política. Hasta mi adultez, mamá contaba la historia riéndose a carcajadas. Ahora que ella ha muerto, me gusta recordar este cómico incidente, que tanto escozor me causaba cuando estudiaba en la universidad y renegaba de mi pasión democrática, la cual perduró hasta la adolescencia, edad en que hacer el ridículo puede estar revestido de la solemnidad de las pasiones. Las mías eran la política y la literatura, además del baile y la música más diversa, desde Beethoven hasta Queen. Tenía la típica arrogancia de lectora de Nietzsche y Simone de Beauvoir que no ha cumplido quince años; huérfana de imágenes femeninas resolutivas y audaces, la francesa me parecía el ejemplo perfecto de lo que se debía ser en la vida. Desde luego, hacía el ridículo en un liceo de tercera categoría en el que intentaba compartir tan pretenciosas inclinaciones sin el menor éxito y me sentía una loba esteparia, al estilo de la novela de Herman Hesse. En realidad, no pasaba de una cachorra de terrier intentando desesperadamente gustar, sin demasiado éxito pues carecía del talento necesario. Desde luego, mis compañeros y compañeras tenían lo suyo en materia de causar bochorno. Había una estudiante que solía cantar una canción, ya antigua por ese entonces, llamada “El último beso”: Por qué se fue y por qué murió,/por qué el señor me la quitó,/se ha ido al cielo y para poder ir yo/debo también ser bueno para estar con mi amor. Solía terminar su interpretación con la voz quebrada y lágrimas en los ojos. Otro caso inolvidable fue el de un compañero con grandes habilidades gimnásticas, absolutamente ayuno de otros talentos escolares, al que llamaré Henry. Por alguna razón difícil de comprender, asistieron al acto de graduación de bachiller una mayoría de estudiantes que no habían aprobado en la fecha pautada todas las asignaturas; la minoría que sí las aprobó tuvo que prestarse a compartir tarima con los casi bachilleres. Henry se lució al aparecer con un smoking para recibir su diploma de mentira en lugar del título, muy perfumado y con su cara dura como el diamante. El Gran Salón del Hotel Caracas Hilton fue el escenario de aquella payasada, en una época en que un liceo de tercera podía alquilar este tipo de instalaciones. Bailé con Henry en la fiesta, pues ya despuntaba el carácter burlón que me atribuyen amistades y familiares, señalamiento este sobre el que no me pronunciaré. El casi bachiller Henry llegó lejos dentro de la revolución bolivariana, lo cual no me extraña en lo absoluto.

Seguí haciendo el ridículo en la universidad, como era lógico en una “loba esteparia”. Se me metió en la cabeza que debía estudiar matemáticas y así lo intenté con el correspondiente fracaso y un bochorno tremendo que tardó años en calmarse. No solamente carecía de aptitudes sino que me aburría sin remedio, por lo que la discípula perdida de Simone de Beauvoir terminó en la Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela, lugar que la cobijó primero como alumna y luego como profesora hasta el año 2017. Recuerdo con cariño profundo las ridiculeces sin término durante mi vida estudiantil. Las divisiones por razones estéticas y políticas, sin hablar de la clase social y hasta de la apariencia física, daban pie a batallas sobre asuntos de tan alta envergadura como quién iba a dirigir a la egregia Escuela de Letras. El tema nos parecía de esencial importancia para los destinos de la institución y se multiplicaban los rumores de las intrigas y segundas intenciones, cuando en realidad no las había ni la dirección de la escuela era un asunto tan importante. Las conversaciones en bares cercanos entre el profesorado y los líderes estudiantiles parecían conciliábulos políticos en los que se decidían grandes temas. Yo formaba parte de las cabezas visibles de uno de los dos bandos enfrentados, los latinoamericanistas y los impresionistas, convencidos estos del valor de la literatura como revelación interior. Me lucí en esa época pues era comunista, condición extremadamente ridícula, como bien se supo con la caída del Muro de Berlín, y que puede variar a letal si se gana el poder. Era un pichón de latinoamericanista convencida de que somos la raza cósmica, palabras de José Vasconcelos, en pleno camino de dibujar “el perfil definitivo del hombre”, frase de Nicolás Guillén digna de un final de orquesta con la percusión y los metales resonando en su esplendor. Cuando recuerdo las carteleras políticas que hacíamos, me alegro de que los teléfonos celulares no se hubiesen masificado para aquel entonces, pues así escapamos de la tragedia mayor de no poder olvidarlas por completo. Dado el camino de América Latina en el siglo XXI, esperemos que nuestro perfil no sea definitivo por el bien de todos, todas y todes. También, hay que decirlo, los impresionistas tenían lo suyo pues a veces lloraban juntos a la luz de las velas en aulas en las que leían a Cesare Pavese o a Thomas Mann.

Cuando comenzó mi carrera de profesora en la Escuela de Letras, me prometí que no haría las ridiculeces que había visto durante mis tiempos de estudiante ni buscaría peleas inútiles. Cumplí mi palabra hasta que cometí el craso error de empeñarme en participar en la administración universitaria, asunto que me llevó a perder amistades. Resulta bochornoso intentar cambiar lo que no quiere ser cambiado y, la verdad, nada más lejos de mí que la madera de líder. Tropecé con el machismo impenitente de algunos de mis colegas, hombres y mujeres, y en lugar de dejarlo correr intenté enfrentarlo sin tener la fuerza para lograrlo. De mis ridiculeces, esta no ha sido la peor de mi existencia pero sí la más importante en cuanto a mi carrera profesional, por demás bastante sensata y cumplida en el terreno docente y de investigación. Mi pasión académica se reventó contra la realidad pedestre y silvestre de la decadencia tremenda de la educación durante la revolución bolivariana y de la pérdida del norte de los estudios de Letras, incluso en una escuela tan conservadora como la mía. Además, las mujeres demasiado sinceras siempre quedan en ridículo pues tal actitud es identificada como un rasgo varonil.

En mi descargo, he de decir que las ridiculeces estaban equitativamente repartidas en la universidad, dentro y fuera de la Escuela de Letras. Recuerdo a una profesora que me increpó porque mi línea de investigación tocaba a la editorial estatal manejada por su marido, partidario de la revolución bolivariana; nada más ridículo que una mujer defendiendo a su cónyuge en terrenos laborales. Ver a mis colegas mujeres cumpliendo las tareas que fastidiaban a los colegas varones siempre resultó entre risueño y bochornoso, por no hablar de un profesor que llegaba dos y tres horas tarde a discusiones de tesis pautadas para la mañana porque, según sus propias palabras, acostumbraba a comer un abundante desayuno y a afeitarse con toda calma. Se trataba de un asunto entre digestivo y de higiene, en suma. Ni hablar de un colega adaptable a todos los contextos que presumía de su influencia en los colegas para saltarse los reglamentos en vigor y, siendo de izquierda radical, le hacía genuflexiones a los apellidos de prosapia. Estas ridiculeces las recuerdo risueñamente y con tolerancia, pero me cuestan más las cometidas por las autoridades de algunas universidades nacionales, capaces de hacerle ojitos a la tiranía con tal de conservar sus privilegios en el cargo.

La revolución bolivariana ha sido letal, además de extremadamente ridícula y cursi. No obstante, me concedió la oportunidad de hacer el ridículo sin arrepentimiento. De verdad pensé hasta el año 2016 que se podía vencer a una tiranía en pleno desarrollo de manera pacífica, trabajando en conjunto con las voluntades de la multitud opositora. Participé disciplinadamente en la resistencia a la peor tragedia de mi país con el convencimiento de que había que agotar todos los recursos; hicimos el ridículo y lo seguimos haciendo porque todavía no reconocemos que nos ganaron, pero en justicia el bochorno no tenía fin en ningún bando. Ya en 1999, Hugo Chávez inundó de ridiculez el país cuando apareció en público leyendo fragmentos de El oráculo del guerrero, un texto mal escrito y pretencioso que desapareció del mapa cuando Boris Izaguirre, escritor y figura de los medios, señaló su marcado carácter gay. Muchos años después, Chávez enfermó gravemente y lloró en público pidiendo a Cristo que lo dejara vivir, en medio de los rostros de sus acólitos congestionados de lágrimas. Por la misma época, un hombre muy pobre se dejó ver con una cruz a cuestas, duro sacrificio ante dios para que el comandante no muriera; semejante acción reflejó una ausencia absoluta del sentido del ridículo, tomando en consideración que millones de venezolanos han pasado por un calvario sin tener las más mínimas ganas de hacerlo.

El liderazgo opositor tampoco decepcionó. Henrique Capriles Radonski parecía un monaguillo con sus frecuentes invocaciones a las vírgenes, indiferentes ante sus peticiones. Hice el peor de los ridículos cuando le dije a las amistades cercanas que teníamos chance de ganar la elección presidencial del año 2012 con el monaguillo de líder, por no hablar de que le dediqué una considerable cantidad de tiempo a tratar de poner sobre la mesa el tema del sector cultural, demostrando una vocación por el ridículo rayana en la adicción. En 2019 me entusiasmé con la fulgurante llegada de Juan Guaidó, pero pasada la primera emoción decidí que ya Venezuela era un periódico de ayer y que bien podría dedicar mis energías a hacer el ridículo en México, mi país de acogida al que tanto estimo.

Espero lograrlo.

 

Gisela Kozak Rovero (Caracas, 1963). Activista política y escritora. Algunos de sus libros son Latidos de Caracas (Novela. Caracas: Alfaguara, 2006); Venezuela, el país que siempre nace (Investigación. Caracas: Alfa, 2007); Todas las lunas (Novela. Sudaquia, New York, 2013); Literatura asediada: revoluciones políticas, culturales y sociales (Investigación. Caracas: EBUC, 2012); Ni tan chéveres ni tan iguales. El “cheverismo” venezolano y otras formas del disimulo (Ensayo. Caracas: Punto Cero, 2014). Es articulista de opinión del diario venezolano Tal Cual y de la revista digital ProDaVinci. Twitter: @giselakozak

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Posted: September 22, 2021 at 8:30 pm

There is 1 comment for this article
  1. Anadeli Bencomo at 10:17 pm

    Gisela,
    Se me han saltado las lágrimas de risa al leer tu crónica de las ridiculeces del pasado. Lo has hecho con el humor que te caracteriza y que revalida el dicho de que “al mal tiempo buena cara”. Se nos fue el país precipio abajo y sigue rodando…

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