Essay
Palabras aprehendidas

Palabras aprehendidas

David Miklos

Nunca he sido afín a los coloridos e impermanentes mandalas, a su carácter efímero y su quintaesencia de desapego: ¿para qué crear una representación del cosmos, un microcosmos, si luego hemos de deshacerlo, desintegrarlo, devolverlo a su condición originaria, es decir, la nada? Sé que los mandalas son una lograda metáfora de nuestro paso por este mundo, pero no son la metáfora existencial en la que encuentro mi reflejo o mi condición humana.

Si me preguntan, lo mío son los dorodangos, y sólo a finales del año pasado supe de su existencia gracias a la lectura de El nervio óptico, de María Gainza, cuyas palabras transcribo a continuación:

“Desde tiempo inmemorial, en Kioto, los niños pequeños aprenden a sentarse en ronda a trabajar el barro: lo frotan entre sus manos hasta darle la forma y el tamaño de una pelota de billar. Se lo trabaja durante horas al sol, se lo deja secar a la sombra, se lo humedece, se lo vuelve a trabajar, el tiempo que haga falta. La bola de barro se va transformando en una esfera de bronce pulido. Si se pule de más, el dorodango se agrieta. La técnica se pasa de sensei a alumno, de generación en generación; solo los más tenaces logran dominarla”.

A su manera, un dorodango es, lo mismo que un mandala, una representación del cosmos, no colorida, plana y efímera (para no decir ligera), sino monocromática, esférica y permanente (para no decir pesada).

Mandala y dorodango, sin embargo, requieren de una misma virtud: la paciencia, sostenida por el dominio de una técnica, por un lado, y la concentración durante un lapso luego demasiado prolongado, por el otro.

Pero lo que me gusta de un dorodango no es tanto el resultado físico obtenido –una brillante esfera de bronce–, sino aquello que no es posible visualizar ni sopesar y que, desde que tuve conocimiento del asunto, me hizo pensar en una palabra que me ha acompañado desde que, hace ya más de una década, leyera A Field Guide to Getting Lost, de Rebecca Solnit, cuyas palabras transcribo, traducidas por mí mismo, a continuación:

“El vacío es la huella sobre la cual la persona centrada se mueve”, dijo un sabio tibetano hace seiscientos años, y el libro en donde encontré este decreto proseguía con la explicación de la palabra “huella” en tibetano: shul, “una marca que permanece después de que aquello que la ha dejado se ha ido: una pisada, por ejemplo. En otros contextos, shul se utiliza para describir el hueco marcado [o cicatrizado] en el piso en donde antes se alzó una casa, el canal cincelado en la piedra por el correr de un río, la hendidura dejada sobre el pasto en el cual un animal pasó la noche. Todos los anteriores son shul: la impresión de algo que estuvo allí”.

¿Qué deja tras de sí la hechura de un dorodango? ¿Qué permanece, como marca vacía, en las manos (y en los sentidos) de la persona que lo ha creado? No todos los shul son evidentes, así como hay huellas o impresiones cuyo vacío metafísico permanece no en nuestro cuerpo sino en nuestra memoria o, acaso, en nuestro espíritu.

Otra escritora, a la que no he dejado de admirar desde que leyera su recreación de Aquiles, me hizo comprender el verdadero significado de la palabra “cicatriz”, que es la marca física de un accidente sufrido por nuestro cuerpo, dejada sobre nuestro cuerpo a manera de recordatorio de dicho accidente, o bien, la representación palpable, permanente, del vacío –o el shul– de una herida.

Ya he recurrido antes a las palabras de Elizabeth Cook, procedentes de su Achilles: a novel, en este mismo espacio, en una Biopsia llamada “Cicatrices” y dedicada a las personas que se fueron en 2016 y las que permanecimos en 2017:

“Nuestros cuerpos no se rehacen de nuevo por entero cada siete años: se erosionan y renuevan constantemente hasta que la renovación se detiene. Lo que más persiste es lo que está menos vivo. El tejido de una herida, por ejemplo: un material intratable, perdurable. Una vez que el cuerpo se apresura a repararse a sí mismo, el lugar de la reparación permanece inalterable; incapaz de renovarse de nuevo.

Cuanto más perdurable, menos vivo.

Cuanto más sólido, menos real”.

Hoy, ya en 2018, la palabra “cicatriz” cobra otro sentido cuando la miro a la luz de “dorodango” y “shul”: ¿qué es un dorodango sino una especie de cicatriz, una marca permanente, de materia no renovable, que no muestra lo que le ocurrió a un cuerpo sino el vacío, a manera de huella, de dicho evento?

Más allá de su permanencia y de su peso, un dorodango es una ausencia, mejor aún, la representación de una ausencia: aquella de todo el tiempo invertido en su creación, desplazada de nuestro fuero interno al exterior, como si se tratara de un órgano o una víscera extirpada metafísicamente de nuestra entraña, luego vuelta física, cuanto más sólida, menos real.

Pienso y escribo todo lo anterior con otra palabra en mente y que también aprendí en 2017, luego de ver el regreso de Twin Peaks, de David Lynch, a la pantalla: tulpa.

En resumen, un tulpa es una forma, en su carácter de entidad, creada a partir del pensamiento, luego más allá del pensamiento. Así las cosas, y de acuerdo con los tibetanos –de nuevo los tibetanos–, uno puede moldear un personaje en la mente –sin necesidad de meter las manos, como cuando creamos un dorodango a partir del barro– y representarlo, de manera física, en el mundo material.

Durante muchos años, mi madre biológica fue una entidad amorfa, poseedora de un nombre –y no de una imagen, que era lo que yo buscaba cuando, finalmente, comencé a buscarla– y de una historia que yo le había inventado en mi cabeza, luego a través de mi escritura.

A lo largo de esa búsqueda, deseaba –a la vez que temía– que dicha entidad se manifestara más allá de mi imaginación, acaso a manera de un tulpa. La realidad, sin embargo, tenía otros planes y, finalmente, Jean Elizabeth apareció ante mis ojos –luego en mi abrazo– no gracias a mi poder de evocación, sino a partir de mi voluntad, luego de la suya.

Jean Elizabeth murió el año pasado y aún no he sido capaz de darle forma al shul que dejó en mí, así como tampoco he palpado la cicatriz metafísica que dejó, permanente, en mi existencia: aún poseo en mí el dorodango en potencia que, así lo espero, se transformará en el fruto del tiempo y la paciencia invertidos en su creación.

Algo de Jean Elizabeth, sin embargo, ya se manifiesta en este mundo: por un lado, Anna, mi hija, a la que ella sí conoció; por el otro, Nicolás, mi hijo, del que ella no tuvo noticia y que aún se gesta dentro del cuerpo de Bárbara, mi mujer.

Sé que todas las palabras aprendidas en 2017 y dichas en 2018, así como aquellas otras palabras aprehendidas antes y que se suman a mi más preciada pulsera semántica, tienen todo que ver con lo que me depara el futuro inmediato: una paternidad no sólo nueva, sino renovada. Y las escribo ahora así como se amasa el barro, en pos del brillo permanente, sólido, de un dorodango.

 

David Miklos es autor de La piel muertaLa hermana falsa La gente extraña, así como de La pampa imposible, su novela más reciente. Actualmente es profesor asociado de la División de Historia del CIDE, en donde se desempeña como director de la revista de historia internacional Istor. Es columnista de Literal. Su twitter es @dmiklos.

©Literal Publishing. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta publicación. Toda forma de utilización no autorizada será perseguida con lo establecido en la ley federal del derecho de autor.


Posted: January 30, 2018 at 11:44 pm

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *